La cortesana de Roma (35 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—Pssst.

Un ligero siseo interrumpió su conversación. Al repetirse se apreció que provenía de algún punto de la casa de los Farnese, de la que ya se estaban alejando.

—Aquí, Forli, aquí. Hermano Sandro, aquí.

Era la voz de Francesca. El corazón de Forli se detuvo. Entonces, la vio. Estaba apoyada en una de las ventanas del
palazzo
apenas visibles desde la calle, y les miraba. Les hacía señales de que guardaran silencio.

Forli le dio un toque a Sandro.

—Venid, quiere decirnos algo.

Para acercarse a ella y llegar a un punto bajo su ventana, había que saltar un muro. Forli lo logró al primer intento y aterrizó del otro lado bajo la protección de un tejo, pero Sandro, mucho menos atlético, tuvo serias dificultades para trepar por aquel obstáculo, de la altura de un hombre.

—Maldita sea, Carissimi, ¿dónde estáis? —le llamó Forli con aspereza contenida.

—Tengo problemas.

—Bastantes, de hecho. ¿Cuál en concreto tenéis ahora?

—Mi ropa. Me... estorba.

—Condenado disfraz de jesuita. Nunca he entendido por qué la gente lleva encima más ropa de la estrictamente necesaria. Solo con vuestro hábito se podría montar el campamento de un regimiento.

—No lo consigo. Forli, adelantaos, id a hablar con ella.

El capitán no esperó a que se lo dijera dos veces. Cruzó inclinado el pequeño jardín, esforzándose por pasar inadvertido. Algunas florecillas silvestres que comenzaban a surgir bajo el calor cayeron víctimas de sus botas, y un gato emprendió la huida. Llegó hasta la ventana de Francesca, miró a su alrededor y ella volvió la vista hacia él. Incluso a esa distancia, él fue capaz de reconocer la impresionante energía con la que había encarado el golpe del destino, y le resultó imposible permanecer allí abajo, sabiendo que ella se encontraba a tan solo unos metros y que necesitaba su ayuda.

Se quitó el cinturón, se sujetó en el armazón que sustentaba un gran rosal y comenzó a trepar colocando los pies en los huecos. Estaba construido con firmeza y pudo sustentar su peso, pero la planta espinosa impedía su ascenso, se enganchaba en su uniforme como una guardiana de la moral que pretendiera incomodarle.

Cuando finalmente llegó hasta la ventana de la joven, él fue incapaz de decir nada. El rostro de Francesca estaba hinchado, como descompuesto, el cabello desastrado y revuelto, los ojos indeciblemente cansados, pero a pesar de todo, Forli nunca había visto mujer más hermosa y deseable.

—Francesca —dijo, y no fue capaz de pronunciar ninguna palabra más.

La sonrisa que ella le había regalado el día anterior, cuando la había visitado en su cuarto, en ese mismo cuarto desde cuyo exterior la observaba en ese momento, se había malogrado. Sin embargo, ella le agarró fuerte de la mano.

—Ni siquiera sé cómo os llamáis.

—¿Cómo me...? —iba a llamarle por su nombre—. Barnabas. Es un nombre horroroso.

—Barnabas —repitió ella, y por primera vez en dieciséis años, desde la muerte de su madre, alguien le llamó así.

La voz de Francesca delataba la pesadez de los calmantes que el médico le había suministrado, y tenía el aspecto de alguien que fuera a venirse abajo de un momento a otro.

—Debéis dormir —le dijo, aunque sabía que Sandro Carissimi le habría maldicho mil veces de haber oído esa frase.

Si Francesca sabía algo, debía descubrirlo.

—Dormiré —replicó ella—, pero no antes de contaros lo que Sebastiano me confió cuando ayer... entrasteis mientras estaba hablando conmigo.

—Lo recuerdo. El estaba muy nervioso.

—Así es. El... temía por su vida, Barnabas.

La información que Francesca le estaba proporcionando era, en aquel momento, tan importante como el hecho de que utilizara su nombre deliberadamente.

—¿Qué sabéis? —preguntó, apretando a su vez la mano de la joven.

—Vino a verme ayer por la tarde. No dijo nada, directamente... se echó a mis brazos. Debéis saber que nosotros siempre nos lo hemos contado todo, todo lo que nos preocupaba, desde que éramos muy pequeños. Nuestra infancia no fue muy feliz y... Hablo demasiado, Barnabas, y no digo más que tonterías. Sebastiano también decía cosas confusas. Al principio no entendía una palabra de lo que me estaba contando y le pedí que se calmara. El mencionó un secreto en el que se había visto envuelto, que él no buscaba pero en el que había caído accidentalmente.

La muchacha hablaba cada vez más rápido.

—Por supuesto, yo quise saber algo más... Pero él se negó a darme ninguna información más, dijo que por no poner mi vida en peligro. Entonces añadió algo que me aterrorizó. Incluso más que el peligro que pudiera estar corriendo. Dijo que quizá se vería obligado a matar a alguien para salvarse. Me... me quedé sobrecogida; temí no haber elegido las palabras adecuadas para hablarle. Estaba casi decidido a matar a alguien.

—¿A quién?

—No sé a quién. No lo sé, no lo sé.

No faltaba mucho para que Francesca se desvaneciera: ya fuera por el efecto de la medicación o del recuerdo.

—Quisiera —dijo, con una voz que tenía algo de diabólico—, quisiera que lo hubiera hecho. Que Dios me perdone: desearía que hubiera cometido el asesinato.

Rompió a llorar, y Forli la sintió más débil que nunca. No tenía idea de qué decir o qué hacer para liberarla de parte de su dolor.

—Encontraré a su asesino —fue todo lo que logró decir.

Era un soldado, un investigador, y en casos como ese, un vengador. ¿Qué podía ofrecerle a Francesca sino aquello que sabía hacer? Sin embargo, aún encontró un pequeño y más tradicional gesto de consuelo al arrancar un capullo de rosa aún por abrir del armazón en el que estaba subido, y entregárselo a la joven.

Ella lo recibió de forma más bien inconsciente.

—Hay otra cosa —dijo, con la voz propia de alguien que está cayendo ya dormido—. Cuando vino a verme, cuando Sebastiano estuvo diciendo cosas raras, mencionó la palabra «gargantilla», y llamó a alguien: Amalia, Aurelia... No recuerdo más.

—¿Augusta, quizá?

—¿Augusta? Sí, tenéis razón. Augusta era el nombre. ¿Os sirve de ayuda, Barnabas? ¿Volveréis?

—La respuesta a ambas preguntas es que sí —le besó la mano—. Debéis dormir. Todo saldrá bien, Francesca.

Ella sonrió, desmayada y sin fuerzas, como si hubiera cumplido con su última obligación en este mundo y pudiera finalmente morir en paz. Forli hubiera preferido quedarse, pero no podía permanecer eternamente encaramado a la estructura de madera junto a la ventana, sobre todo porque la medicación estaba ya completando su efecto en Francesca. Sin embargo, antes de cerrar la ventana, ella se quedó mirando el capullo de rosa, y eso hizo más ligero el descenso del capitán.

Volvió a ocultarse tras el tejo, y trepó por el mismo punto del muro.

Carissimi le esperaba.

—¿Qué es lo que le ha dicho? —preguntó, tenso.

—¿No os habéis olvidado de algo, Carissimi?

Este le miró fijamente.

—Buen trabajo, Forli. Impresionante. Yo nunca hubiera logrado llegar hasta allí.

Forli escupió al suelo.

—Ni siquiera lograsteis trepar por el muro.

27

Julio estaba sentado frente al informe de Massa, un manuscrito compuesto de varios pliegos. Como todos los informes de Massa, era de una claridad, de un orden y de una precisión en la expresión y la escritura, que no dejaba en absoluto presagiar las espeluznantes consecuencias que tendría aquel documento.

Ojeó la siguiente, la última página, y el crujido del papel interrumpió brevemente el silencio sepulcral. Cuando alzó la vista, casi se sintió sorprendido de encontrarse solo, como siempre que pensaba durante un instante en Innocente, su querido y fallecido hijo. Aunque el informe no le mencionaba abiertamente, intervenía en la historia, pues Innocento era el motivo por el cual la había mandado redactar. Su nombre estaba entremezclado con las líneas, y su juvenil figura se paseaba a su alrededor, volvía la cabeza para mirarle, tomaba asiento en la silla en la que solía descansar cuando hablaban juntos. Por aquel entonces, ninguno de los dos, ni el padre ni el hijo, había sabido nada de Carlotta da Rímini, la mujer que sellaría el destino de ambos.

En realidad se llamaba Carlotta Pezza, y la primera parte del informe narraba cómo se había llegado a descubrir ese hecho. Al entrar en su vivienda, se había hallado un rosario y una carta. El rosario llevaba en su broche la abreviatura SIP, y Massa, que tenía a su disposición un inmenso archivo, había descubierto que SIP era la abreviatura de la diócesis de Siponto, donde Julio había ejercido de arzobispo. La carta, por su parte, estaba escrita por mano de una muchacha llamada Laura, e incluía la información de que en la escuela conventual en la que estudiaba se estaban produciendo sucesos extraños entre las monjas, que indicaban posesiones y artes infernales. Massa había consultado todos los avisos de ese tipo en la diócesis de Siponto, había descubierto material al respecto en relación a la Inquisición romana y había concluido que tan solo una Laura se había visto envuelta, y su apellido era Pezza.

Aquel nombre apareció ante Julio procedente de un pasado muy remoto, acompañado de un retazo de recuerdo: Pietro Pezza, un eficiente escriba para con quien había mostrado buenas intenciones y, como tal, había permitido enviar a estudiar a su hija a un venerable convento de Siponto. Algunos años después, aparecerían los casos de alucinaciones, de apariciones de la Virgen entre las monjas; el interés de la Inquisición, que le acosó a él, el arzobispo, para que ordenara una investigación; la clausura por sorpresa del convento y la prosecución de todos los que en él residían.

El informe de Massa incluía un antiguo escrito inquisitorial procedente del archivo: dos monjas habían sido quemadas, condenadas como brujas impenitentes; a otras dos se las había declarado culpables de herejía en grado menor; a las restantes se las había sometido a dolorosos interrogatorios, incluyendo tortura, y después, liberadas. Una jovencita, una estudiante, había muerto en el transcurso del interrogatorio: se trataba de Laura Pezza. Se la había enterrado sin identificar, y sin informar a la familia: un proceder habitual.

Lo recordó entonces: la madre, ignorante de lo ocurrido, había acudido a él, al arzobispo, mientras buscaba a su hija. Se había acercado a él, se había postrado a sus pies, y le había suplicado que la ayudara. Evidentemente él la había apartado a empujones. La inquisición no toleraba ninguna intromisión en sus procedimientos, y Julio, en aquel entonces, era ambicioso y no deseaba ninguna disputa con ellos. La mujer le había dado lástima. Sus ojos... Durante un tiempo, no había podido olvidar los ojos de Carlotta Pezza, pero después se habían perdido en la gruesa maraña de su mala conciencia, un par de ojos entre tantos otros. No había vuelto a pensar en ella durante muchos años, pero ahora reaparecía en su mente. La mujer con la que se había encontrado en el despacho de Carissimi, sus ojos... eran los ojos de la
mamma
Pezza. Entre los miles de demonios sin rostro y sin nombre que le atormentaban, aquel era uno de los más antiguos.

Por lo que parecía, no se había limitado a trasguear por su mente, sino también por su vida, y de forma muy real.

La segunda parte del informe de Massa trataba, de hecho, de las actividades de Carlotta Pezza. Había estado hacía medio año en Trento, donde le habían encontrado un puñal, y antes de eso había estado haciendo averiguaciones sobre Innocento en Roma. Sería posible que aquella mujer...

Julio se levantó y tiró de la banda que colgaba del techo. Apenas un instante después, Massa hacía acto de presencia. El Papa se preguntaba, en ocasiones, cómo lo haría. ¿Esperaba apostado junto a la puerta a que sonara la campana?

—¿Qué desea vuestra Santidad?

—Tu informe, Massa... —balbuceó, nervioso, Julio.

—¿Hay algo que no sea correcto, vuestra Santidad?

—Sugieres que esa mujer... que ella mató a mi hijo —aquellas palabras surgieron tan a duras penas de sus labios, aquella sospecha era tan inconcebible, que durante un instante tuvo la sensación de que el suelo desaparecía bajo sus pies.

Massa le acercó un sillón, el sillón de Innocento.

—Bueno, hay muchos datos que así lo indican —dijo, con sequedad. Si las carpetas de un archivador pudieran hablar, lo harían con la voz de Massa—. El príncipe-obispo de Trento me informó no hace mucho de que se había descubierto accidentalmente un pasadizo secreto que conducía hasta la habitación en la que se había hallado a vuestro hijo. Entonces no me pareció lo suficientemente importante como para molestaros con esa información, que el propio príncipe-obispo me había dado solo para asegurarse. Sin embargo, vistos a la luz de lo descubierto...

—Massa, te juro que como sea otra de tus intrigas...

Julio respiraba con dificultad, así que se dejó caer en el sillón y agarró la garrafa para servirse vino, pero apenas estaba en condiciones de llenarse la copa. Massa tomó el pesado cristal y llevó a cabo lo que Julio se había propuesto con mano fría.

—Vuestra Santidad, desde un punto de vista objetivo, todos los datos apuntan a la hipótesis de que Carlotta Pezza, alias Carlotta da Rímini, mató a vuestro hijo en Trento, premeditadamente y a sangre fría.

Incluso en su alterado estado de ánimo, Julio se dio cuenta de que lo que su chambelán decía tenía sentido. Carlotta Pezza había asesinado a su hijo porque le culpaba a él mismo de la muerte de su hija.

Con mano temblorosa, vació de un trago la copa, como si en ella hubiera un veneno que acabara con su vida de una vez por todas. De hecho, tras el fallecimiento de Innocento, se había planteado esa posibilidad: el suicidio. El mundo entero se había convertido para él en la podredumbre misma, en un lugar cada vez más mohoso y descompuesto, habitado solo por criaturas repugnantes, entre ellas, él mismo. Si hubiera logrado reunir el valor más difícil de conseguir, el valor para morir, habría encontrado la manera de darse muerte; quizá lo hubiera conseguido de no haber aparecido Maddalena. Ella había sido su conexión con todo lo bello, con todo lo valioso en esta vida, y su amor por ella había sido más fuerte que su repugnancia por el mundo.

Sin embargo, también ella había muerto. ¿Qué le quedaba ahora, salvo envenenarse, envenenarse con vino, tal y como Sandro hacía, día tras día?

Se le escapó una risilla triste. Ya llamaba Sandro a Carissimi; pero es que debía quedar en el mundo alguien que le gustara, pues de lo contrario ya no le restaría nada por lo que mereciera la pena vivir.

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