La cortesana de Roma (36 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

Massa carraspeó.

—Me siento obligado a informar a vuestra Santidad de que esa tal Carlotta mantiene una estrecha relación con el hermano Carissimi. No se puede descartar, es más, casi se podría aceptar como un hecho que esté al corriente de su vida pasada, o incluso que...

Julio levantó lentamente la mirada hacia Massa, como si se quitara una visera. Massa no era ningún imbécil, sentía que Julio estaba eligiendo a un favorito, y le enfurecía no serlo él mismo.

—Massa, te recomiendo que me digas que te he entendido mal.

Massa reconoció de inmediato que había ido demasiado lejos, y como todos los buenos conspiradores decidió, por la expresión de su señor, alcanzar su objetivo por otras vías.

—Seguramente me habréis entendido mal, vuestra Santidad. No me he expresado adecuadamente.

Julio refunfuñó y tendió la copa a Massa para que se la rellenara. Poco a poco iba recuperando el control sobre sí mismo. El vino le ayudaba a calmarse, y también a perder los escrúpulos.

Carlotta da Rímini había sido la asesina de su hijo. El sería su asesino.

Por la forma en la que Massa le observaba, este había entendido lo que debía hacer.

Sandro entró en la iglesia de Sant'Agostino. Estaba fría, e inusualmente vacía, justo lo que él necesitaba para entrar, pensar, tomar una decisión que hacía tiempo debía haber tomado. Decisiones que había postergado por miedo a las consecuencias. Durante meses había vivido en un estado en el cual no había estado sin Antonia, pero tampoco con ella. Entonces, hacía un rato, había visto a Forli y a Francesca. Había algo entre ellos, que eran tan diferentes entre sí como Antonia y él mismo. Se demostraban su amor, buscaban la proximidad. ¿De qué huía él? ¿Tendría razón Carlotta? ¿Se preocuparía demasiado?

Esas cuestiones eran las que le rondaban por la cabeza durante la misa, su primera misa en muchos meses, desde que el vino había reemplazado sus conversaciones con Dios. Se arrodilló largo rato en la nave del templo, y rezó pidiendo una señal de la voluntad divina.

Lo que ocurrió entonces fue grotesco, escandaloso, incluso blasfemo; pero, al mismo tiempo, no del todo carente de gracia. Mientras pensaba de forma ininterrumpida en Antonia, tuvo una erección. Rechazó decidido la suposición de que aquello fuera la señal providencial que esperaba, pero al menos era una señal mundana, humana, física y, ¿acaso valía mucho menos que una indicación divina? En cualquier caso, la celestial nunca se produjo. Su amor, y también su deseo, no eran más que voces de su interior, de su corazón, en los que residía Dios. Su cuerpo amaba a Antonia, su espíritu amaba a Antonia. ¿Cómo podía dañar eso a su alma?

La persona que se sentó a su lado en ese momento lo habría visto de forma diferente.

Elisa Carissimi nunca era más bella que cuando se encontraba en una iglesia, durante la misa, con su ligero velo cubriéndole el rostro. Era una anciana corpulenta, pero la dignidad y la gracia que mostraba en cuanto entraba en la casa de Dios era incuestionable, casi inquietante. Su cara se transmutaba en la de una figura del cristianismo primitivo. Daba la impresión de ser una mujer que hubiera hallado el consuelo y la salvación, y que ya estuviera preparada para morir.

Mientras la miraba en silencio, el jesuita recordó los innumerables servicios eclesiásticos que había vivido con ella, a su lado, siendo un niño, solos los dos. Debían haber sido miles. Como un pintor que reprodujera la misma imagen mil veces sobre un lienzo, y luego colocara esos mil cuadros uno junto al otro, para unirlos en uno solo, así veía Sandro a su madre, en una única imagen. Durante la misa, su rostro era imperturbable, sin edad. Todo el respeto y el amor que sentía por ella procedían de todas aquellas ceremonias de su perdida niñez, y en aquel invariable rostro que ahora se volvía hacia él.

—Hijo mío —dijo ella, y calló de nuevo, como si esperara a que aquellas palabras hicieran todo su efecto.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó él.

La pregunta pareció molestarla.

—Te he seguido desde que tú y ese capitán dejasteis la casa de los Farnese. Esperaba que fueras al servicio vespertino a la caída de la tarde, y veo con alegría que has conservado tu religiosidad. Hijo mío, qué instante de felicidad es este para mí. Tú y yo juntos en la casa del Señor, unidos por la oración, como antaño. Todo igual que antes.

Habría sido inoportuno confesarle que, en aquel entonces, no pensaba en lo más mínimo en Dios, y mucho menos en hablar con él. Simplemente se alegraba de estar tan cerca de su madre, y observarla durante sus rezos.

—Horas tranquilas —continuó ella—, son las horas más sublimes de la vida, y hemos pasado muchas de ellas, tú y yo, ante la presencia de Dios. Las misas a las que acudíamos siempre han sido una fuente de inspiración y fuerza para mí, de ellas extraía yo las enseñanzas divinas cuando ya no sabía cómo proceder. Rezando comprendí que tu vida estaba consagrada a Dios. Rezando encontré el consuelo de saber que Dios te había perdonado los pecados, te había liberado de tus vicios, y hallé también la esperanza de volver a verte algún día, y contemplar en ti la viva imagen de un hombre bueno y santo. Mi vida se volvió rica y útil gracias a lo que Dios, con mi modesta ayuda, había hecho de ti. Continúa por esa vía, Sandro, y verás que el Señor te lo recompensará. No te desvíes. Debes apartarte de las tentaciones y las pruebas a las que se ven expuestas los hombres, como si se trataran de ascuas ardiendo. Confía solo en El, pues las personas son irrelevantes.

Ella volvió de nuevo la mirada al altar y sonrió como alguien que ha cumplido su misión y se alegra de las alabanzas de su superior.

Sandro dejó que las palabras de su madre reposaran en su mente antes de replicar.

—¿Por qué tengo la sensación, madre, de que todo lo que has dicho no ha sido al azar, sino que tenía una intención muy concreta?

—Confío en que seas capaz de reconocer por ti mismo los peligros de los que te he hablado. La oración es la llave a todo el conocimiento. Reza, Sandro, y verás con tu corazón.

—Sí, pero... Debe haber una razón para que me digas esto precisamente hoy.

—Una madre siente cuando su hijo necesita ayuda. Estás en grave peligro, Sandro. Tu vida se aleja del santo servicio al que estás destinado. Oh, ya sé que no es culpa tuya. La culpa es de esta impía y corrupta ciudad, que ya logró desesperar al mismo Pedro, y en la que han sucumbido todos sus sucesores sin excepción. Vete de Roma, Sandro. Vuelve a dedicarte a los hijos favoritos de Dios: los pobres, los miserables. Abandona tu cargo, que no conlleva ningún bien, y no sirve más que para estropear el carácter.

Ya era la segunda vez que su madre vilipendiaba el puesto de visitador.

—Persigo, entre otros, al asesino de Sebastiano —dijo—. Sin duda desearás que ese delito no quede sin castigo.

—Quién sabe en qué estaba implicado Sebastiano. Posiblemente él mismo tuviera la culpa de su muerte.

—¿Y si no fue así?

—Entonces Dios le acogerá benevolente en...

—Madre, esto no funciona así —le interrumpió él—. Si simplemente confiáramos en que Dios resolviera todos nuestros problemas, cundiría el caos. El cometido de Dios es castigar el mal, pero el cometido de los hombres es hacer respetar la ley de Dios.

—¿Y
mientras tanto sirves a un pastor que cada día se burla de la ley de Dios de manera más tosca y terrible? —se volvió hacia el altar y se santiguó tres veces.

Su respiración se volvió irregular, y se echó a temblar.

Sandro sintió una gran pesadumbre.

—Madre —dijo—. Mamá.

—Está bien, Sandro. Ya... ya se me pasa —ella le acarició el rostro—. Ya estoy bien, no te preocupes.

Por supuesto que se preocupaba. Su madre era una mujer anciana, y se alteraba con mayor facilidad que antes. Por eso discutía con ella, aun cuando no estuviera del todo equivocada.

—El papa Julio —le explicó él con voz suave —es un cúmulo de cualidades que yo soy incapaz de valorar, y hago todo lo que está en mi mano por mantenerme apartado de él. Sin embargo, no se trata de él, sino de mí. Me ha encargado una misión, y he comprendido que tengo un talento especial para llevarla a cabo. Siento el desafío y la voluntad de vencerlo. Eso no es malo, créeme, madre.

Ella dudó sobre si aceptar sus explicaciones, pero finalmente se dio por vencida.

—Quizá debería ser más confiada. Una madre siempre ve a sus hijos más necesitados de su protección de lo que en realidad están.

El sonrió y le cogió de la mano.

—Lo entiendo.

Para darle una alegría, cerró los ojos y unió las manos para rezar. Una misa compartida era precisamente lo que su madre necesitaba para tranquilizarse. Durante un instante, reinó de nuevo el silencio, un silencio que él había aprendido de ella.

—Al menos mantente alejado de esa mujer.

Sandro abrió los ojos de golpe.

—¿Cómo dices?

—Hablo de esa mujer que vino a mi casa para hablar con Bianca. Tu hermana me ha mantenido esa visita en secreto, pero tengo suficientes sirvientes a mi cargo que me informan de lo que ocurre bajo mi techo. Además, vi cómo dejaba la casa. ¡Una artista, Sandro! ¡Una mujer soltera de treinta años, con una falta de compostura como no había visto en mi vida! No creo que su influencia te haga ningún bien.

—Como Bianca no hablaba conmigo, tuve que...

—Eso no tiene ninguna importancia —replicó ella—. ¿Te sientes muy cercano a esa mujer?

La voz de Sandro se volvió más firme.

—Sí.

—Entonces, debes perder el contacto con ella. Incluso aunque no fueras un religioso, su compañía sería perjudicial para ti. Tienes que ponerle fin.

—No la conoces en absoluto.

—Conozco a las mujeres, a todo tipo de mujeres, de las buenas y de las malas. Esta es mala.

Sandro se levantó.

—No tienes ningún derecho a hablar así de ella.

—Tengo todo el derecho del mundo. Soy madre y cristiana, y ella es una meretriz, como esa Maddalena que arrastra al pecado a los servidores de Dios.

Sandro aspiró el aire con olor a iglesia.

—No me quedaré aquí a escuchar esto, madre. Siempre he atendido a todo lo que me decías pero esto... Esto es demasiado.

Quiso apartarse de ella, pero la mujer, aún arrodillada, le aferraba la mano.

—Esto no es la voluntad de Dios.

—Yo —replicó con voz suave, pero vehemente —he lavado a los pobres, he pinchado los forúnculos de los enfermos, he consolado a los moribundos y después los he enterrado, mientras tú te quedabas en una capilla, juntando las manos hasta que se te enfriaban. Creo que entiendo un poco de la voluntad de Dios —se pasó las manos por el rostro, como si se estuviera lavando—. Los dos estamos alterados. Será mejor que hablemos en otra ocasión.

—¿Has yacido con ella?

Sandro se apartó de su madre.

—¡Para! —gritó, dando un paso atrás.

Ella se levantó y fue hacia él para agarrarle de nuevo la mano.

—Eres débil, Sandro, siempre has sido débil; un niño atemorizado, un ángel al borde del abismo. Esa mujer se ha dado cuenta, y tanto si lo sabe como si no, se ha convertido en una criatura del mal. Te sigue, está tras de ti, te pisa los talones. No puedes huir de ella, solo enfrentarte a ella y demostrarle tu desprecio.

—¡Para de una vez!

Intentó soltarse, pero ella se agarraba con las dos manos a su sotana.

—No te dejaré ir, no me rendiré contigo. Eres todo lo que tengo, y todo lo que eres, lo eres por mí. He rezado por tu bien, te he amamantado y te ha alimentado, he llenado tu estómago y tu alma, dirigí tus pasos hacia el convento, hacia una nueva vida. ¿Es que he hecho todos esos sacrificios para que te arrojes a los pies de una ramera barata?

No recordaba haber visto nunca a su madre así. Durante un instante, cruzaron las miradas, que se fundieron de nuevo como tantas veces en sus primeros días; después a Sandro se le nublaron los ojos, y Elisa se volvió difusa.

Se soltó, y cuando ella trató de agarrarle de nuevo, él la rechazó. Se fue alejando de ella, paso a paso.

Su madre le llamó, suavemente, con fervor.

—No te vayas, Sandro. No te alejes del Todopoderoso. Confía en mí, solo quiero lo mejor para ti. Te ayudaré a expulsar la suciedad que ha empañado tus sagradas vestiduras. Quédate conmigo, Sandro. Quédate conmigo, no me dejes.

Su espalda dio contra la puerta de la iglesia. Era como si una fuerza invisible le arrastrara en dirección a su madre, una fuerza alimentada por los recuerdos, por su niñez, por las horas felices pasadas con Elisa sentada junto a su cama infantil; alimentadas por las miradas de preocupación, por las palabras susurradas, por las caricias, por el negro de sus vestidos, por el murmullo de sus rezos, por las arrugas de sus manos, por la forma en la que le pasaba la mano por el pelo. La fuerza que se alimentaba en la confianza, en el hecho de que ella fuera su madre.

Sin embargo, al mismo tiempo, sentía otra fuerza que le mantenía firme, que tiraba de él en dirección opuesta.

Estaba como congelado.

—Si te vas ahora —le dijo ella, con una insistencia lúgubre—, si te vas con ella, entonces ya no serás mi hijo.

Todas las inseguridades, todas las dudas, todo lo que le había retenido durante meses, había desaparecido de repente.

—La quiero —dijo él—. Y ahora mismo iré con ella a decírselo.

Salió precipitadamente de la iglesia y corrió en dirección al Teatro. Caminaba con pasos apresurados, la gente le miraba mientras atravesaba corriendo por plazas y calles bajo la luz del ocaso. A sus ojos sería, sin duda, un predicador que llegaba demasiado tarde al Santo Oficio del sábado por la tarde, aunque en realidad era, o al menos eso creía Elisa, un predicador en carrera directa hacia el infierno, y lo peor, lo más terrible, lo más maravilloso era que se sentía absolutamente feliz, como si estuviera escapando de una red. No sabía qué diría Antonia, o qué haría él, pero por primera vez estaba preparado para confesarle, a ella y a sí mismo, su amor, y lo que era mejor, a dejar a un lado toda reflexión y vivir el amor.

28

Milo la llevó en brazos, como a una princesa, a través del umbral, y no la soltó hasta llegar a la cama. Volvían de dar un paseo y habían llegado hasta la habitación. Ella se tendió sobre el lecho, y él se colocó a su lado, tan solo a medio paso de distancia. Milo se puso de rodillas, de tal forma que ella solo tenía que estirarse para agarrar la túnica en el punto donde se le abría en el pecho. Le entraron ganas de rasgar la túnica del joven, de arrancarle toda la ropa, pero se limitó a expresar con la mirada lo que era labor de las manos.

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