La cortesana de Roma (39 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

Resultaba interesante, no obstante, que Maddalena hubiera escrito el borrador de un nuevo testamento apenas una semana antes de su fallecimiento. El documento no tenía ningún valor legal, pues estaba corregido en algunos puntos, y además de ello carecía de firma. Aparentemente iba a servir para presentarlo ante un notario. El nombre del beneficiario figuraba ya: Porzia. No había apellido. Si Maddalena hubiera muerto tan solo un par de días después...

Se sirvió vino y bebió. El alcohol se iba apoderando lentamente de él, de su cabeza. Sin embargo, aún necesitaba pensar con claridad, sí, le parecía incluso que el vino podría potenciar su capacidad de concentración aquella tarde, volverlo imparcial, hacer volar su imaginación. Con la jarra en la mano, paseó por la habitación y repasó el caso entero una vez más, que había empezado hacía tres días en aquella villa y que, desde entonces, se había ido transformando en una auténtica hidra de mil cabezas, cuyo inmenso cuerpo se componía de dinero, pasiones y pecados conectados todos entre sí.

Sandro pensó que lo de Trento había sido una pequeñez en comparación. Además, entonces había contado con la ayuda de Antonia.

Una agradable y primaveral brisa procedente del Tíber le alcanzó en la terraza. Se le ocurrió que sería un buen sitio para una pareja de amantes. El mejor sitio. Para alguien solitario, por el contrario, resultaba deprimente.

La rabia crecía. Que Antonia le humillara por segunda vez en pocos días, era algo que...

Cuando se apoyó contra la barandilla de piedra, sintió el pergamino que el Papa le había entregado y que Sandro había guardado en la sotana. Lo extrajo, y durante largo rato observó aquel documento iluminado por la luna, interrumpido únicamente por ocasionales tragos de vino.

Finalmente, rompió el sello papal y abrió el rollo. Por él, Antonia recibía el encargo de las vidrieras de la iglesia de Santo Spirito, junto al Vaticano. Era un trabajo importante, muy significativo, en una iglesia creada para las imágenes fantásticas de Antonia.

Desgarró el papel, lo rompió en cientos de pedazos. Arrojó los recortes al aire y los observó mientras se los llevaba la corriente.

ÚLTIMO DÍA
30

Una pequeña iglesia de extramuros, al nordeste de Roma, fue la escogida para acoger los restos de Maddalena Nera hasta el Juicio Final. Sobre el sarcofago, elaborado a toda prisa pero con el mejor mármol, aparecían simplemente las palabras «Donna Maddalena» y «Resquiescat in pacem». La amante del pontífice se había convertido tras su muerte, al menos por escrito, en una
donna
, una señora. Su rostro de piedra se perfilaba en la cubierta del sarcófago, como una máscara mortuoria.

Todo se había llevado con la máxima discreción. Se había escogido aquella iglesia porque no se celebraba en ella ninguna misa, al carecer de parroquia y no ser foco de peregrinación. Además, llevaba el nombre de un santo desconocido que no era patrón de nada, por lo que prácticamente a nadie le merecía la pena ir hasta allí a rezar. Por ese motivo, la cripta estaba vacía. A nadie se le había ocurrido enterrar allí a sus familiares, y mientras Julio viviera, así seguiría siendo. Aparte del Papa, tan solo estaban presentes aquel día el hermano Massa y, por deseo específico del pontífice, Sandro. La misa de réquiem fue agotadora. El anciano y desgastado párroco perdía el hilo una y otra vez, probablemente debido al hecho de que el pobre sacerdote no había estado nunca en presencia del pontífice, mucho menos celebrando sacramentos. Cuanto más se equivocaba, más inseguro se volvía, y Sandro con gusto le hubiera liberado de su desastrosa tarea y se hubiera encargado él mismo de dirigir la misa. No era solo por la compasión que le despertaba el anciano; los santos oficios, además, tenían un carácter sagrado, y no debían caer en la comedia; sin olvidar el hecho de que escuchar una hora de ceremonia en un latín tartamudeado era una obligación penosa. Incluso al hermano Massa que, por otra parte, probablemente no fuera un hombre demasiado religioso, le centelleaban los ojos con cada nueva equivocación, como si algo le estuviera reptando por los pies.

El Papa, Julio III, seguía por su parte la ceremonia con gran emoción. Se santiguó cuando era necesario, se arrodillaba y se volvía a levantar si el rito así lo exigía, y sus labios mudos iban formando cada una de las palabras de la liturgia. Con su rostro ceniciento y sin afeitar, y los ojos enrojecidos, aquella mañana mostraba un aspecto que apenas superaba al de los enfermos que Sandro había cuidado en el hospital de los jesuitas.

Una vez hubo acabado la misa, el sacerdote abandonó la cripta. Se impuso un silencio solemne y sobrecogedor. Nadie se movía. Las palabras de la liturgia se fueron perdiendo, el incienso se diseminó. Julio continuaba ante el sarcófago cerrado, en medio de la bóveda. A través de una apertura del techo, la luz del día penetraba en la sala y arrojaba un fulgurante cuadrado sobre el Papa y el sarcófago, mientras Sandro y Massa permanecían cerca de la pared, en la oscuridad.

De pronto, el pontífice cayó de rodillas como si hubiera tropezado, se inclinó hacia adelante, la mitra se le resbaló de la cabeza y solo los brazos impidieron que diera con todo el cuerpo en el suelo. Massa se aprestó a ayudarle, pero Sandro le contuvo.

—Lo necesita —le susurró.

Massa le ignoró y le apartó. Sin embargo, su intento de ayudar al Papa tuvo como respuesta un rechazo decidido: Julio agitó la cabeza vehemente.

—Déjame —le gritó; y tras esto, el silencio regresó a la cripta.

Tras lograr finalmente incorporarse con gran esfuerzo, se pasó la mano por la cara. Massa le tendió la mitra, pero Julio miró a su chambelán casi con desprecio.

—Llévatela —dijo—, no merezco llevarla —Julio respiró hondo—. Vete, Massa. Vete, déjame en paz.

—Entonces, el hermano Carissimi también tendrá...

—No —exclamó Julio, dejándole con la palabra en la boca—, no tendrá que hacer nada.

Massa se dio la vuelta, sin dirigirle a Sandro una mirada de odio, tal y como este habría esperado. Cuando hubo cerrado desde fuera la puerta de la cripta, Julio habló, o más bien susurró:

—No me entiende —calló entonces, para después continuar—. Nadie me entiende —un nuevo silencio—. Ni siquiera tú, y eso que estaba casi seguro de que sí lo hacías.

Julio volvió sus ojos de hielo gris a Sandro, con una mirada que traspasaba el alma. No había amenaza ni reproche en ella, tan solo desesperación.

—Estoy solo, Sandro —dijo—. Todo el mundo me odia. Todo el mundo cree tener razones para ello. Soportar tanto odio no es fácil. Sé que piensas que soy frío e imprevisible —hizo una pausa, sonrió con sarcasmo—. Que no me repliques es algo que te honra. ¿Sabes por qué te honra? Porque es verdad. Y porque de verdad piensas que soy frío. Eres la única persona sincera de todos los que me rodean, ¿lo sabías? ¿Te ha quedado claro? La única persona, Sandro.

Se giró y se dirigió al cono de luz. Sandro lo siguió a un par de pasos de distancia. El ligero crujido de sus zapatos resonaba en la cripta.

—Sí —comenzó de nuevo—, sí, soy frío, y soy impredecible. Hay horas, Sandro, en las que me odio a mí mismo. Ahora que Maddalena está muerta, temo volverme aún más frío, aún más imprevisible, aún más odioso. No tener a nadie a quien amar te vuelve alguien sin escrúpulos.

Se volvió de forma tan abrupta que logró asustar a Sandro.

—Me temo a mí mismo, Sandro, me temo más que a la misma muerte. Alimentarse de los vivos, llenos de malos sentimientos, es una forma lenta y penosa de morir —agarró a Sandro por los hombros—. Debe haber alguna salida para mí, alguna esperanza, algún consuelo. No puede acabar así.

Sandro tragó saliva.

—Vuestra Santidad, yo... —le faltaban las palabras.

Había proporcionado consuelo en el hospital a muchas personas a las que no les quedaba más que un débil hálito de vida, y ahora parecía tener ante sí a otro más, con la diferencia de que, en este caso, se trataba del Vicario de Cristo. Se vio a sí mismo como el viejo y tambaleante sacerdote cuando dijo:

—Habéis... Tenéis... Estáis en el camino correcto, vuestra Santidad, en el que os responsabilizáis de vuestros errores y reconocéis los peligros que un puesto de privilegio, incluso el vuestro, lleva consigo.

Julio asintió ensimismado.

—Sí, quizá tengas razón —calló por un instante y después continuó—. Me alegro de que al menos tú tengas a alguien que te haga feliz. ¿Le diste el encargo?

—N... No.

—¿Qué ha ocurrido?

Sandro carraspeó.

—Veréis, Vuestra Santidad, es... Yo...

—Oh, la has perdido. O ella a ti.

—Sí, ayer... Ayer fue un día duro para mí, lleno de desencuentros. Primero mi madre y después... ella.

Sandro no sabía por qué le estaba contando todo aquello, con tanto detalle. Hubiera bastado con que le hubiera comentado la cuestión del encargo y hubiera cerrado la boca con lo demás, sin embargo, se encontraba en la misma situación que el Papa: no tenía a nadie a quien poderle contar sus miserias. Estaba solo. Sin embargo, no tan solo y miserable como para querer seguir hablando de ello. Fue únicamente un breve momento de debilidad, quizá incluso un momento de compasión, del que apenas merecía la pena hablar y que no tenía intención de prolongarse.

A Julio, no obstante, le bastó ese breve instante para considerar que la ocasión requería un abrazo.

—El hijo al que amé era tu amigo. A la mujer a la que amé serás tú quien la vengue. Te confié mi conciencia al confesarme a ti. Ahora eres tú el que confías en mí, y me liberas de mi culpa.

—No del todo —replicó Sandro—. Os recuerdo a mi pesar, vuestra Santidad...

—¿... la casa de acogida? La construcción fue aprobada esta misma mañana, antes de nuestra salida. La villa de Maddalena en el Gianicolo se transformará este verano.

—Es una idea bonita —aprobó el jesuita.

Julio sonrió.

—¿Es posible, Sandro, que el destino te haya enviado a mí, y a no a ti? —no esperaba ninguna respuesta, pues se volvió al sarcófago con la máscara mortuoria de Maddalena sobresaliendo de la piedra como el rostro de un ahogado en el agua.

—Te agradecería que me dejaras solo. Cumplida mi deuda con Dios nuestro Señor, finalmente puedo mirar de nuevo a Maddalena a los ojos, puedo rogarle que me perdone.

Sandro hizo una reverencia y atravesó lentamente la habitación, surgiendo de la oscuridad hacia el brillante cuadrado de luz para sumergirse de nuevo en la tiniebla. Al llegar a la puerta, se volvió de nuevo. Julio acariciaba el sarcófago con las dos manos, le propinaba mimos y carantoñas, para después inclinarse sobre la fría piedra como si en realidad fuera el cálido cuerpo de una mujer que aún respirara. Sandro no había olvidado que hacía pocos días aquel hombre había pegado a la mujer que ya yacía en descanso eterno. Sin embargo, también podía escuchar su desalentador gemido, las palabras susurradas de amor y despedida, y no pudo evitar volver a sorprenderse de la naturaleza humana, de las emociones opuestas y contrarias de amor y violencia, confianza e ira, que convivían en estrecha unión.

Laurenzio Massa esperaba ante la iglesia, en el coche en el que el Papa y él regresarían a Roma. Llevaba en la mano un plumero con el que espantaba las moscas. El viejo sacerdote ya no se encontraba por ninguna parte, y el cochero estaba orinando en un campo a buena distancia de allí, por lo que Sandro se encontraba a solas con Massa. Afortunadamente, el jesuita se había trasladado con un caballo de los establos vaticanos, lo que le permitía partir de inmediato y evitar iniciar cualquier conversación con el ayudante de cámara. A la vista de que aún le esperaba el segundo entierro del día, el de Sebastiano Farnese, no experimentaba el más mínimo deseo de tratar con aquel intrigante que había utilizado a Forli y le había colocado en una situación espantosa.

Mientras Sandro pasaba frente al carro para dirigirse a desatar a su negro corcel, Massa le hizo una pregunta en voz lo suficientemente alta como para que él pudiera oírla, pero no tanto como para que la escuchara nadie más.

—¿Sigue lloriqueando?

Sandro se detuvo.

—Se le llama despedirse —replicó con aspereza.

—Conmovedor —comentó sarcástico Massa.

Había pocas personas por las que Sandro no experimentara algún tipo de simpatía, o en los que no fuera capaz de, al menos, descubrir algo digno de aprecio. Massa era una de ellas. Se habría limitado a montar y marcharse al galope como era su plan original, si no fuera porque, repentinamente, sintió que la sonrisa malintencionada de Massa, la elección de palabras tan carente de gusto de Massa, la falsedad y la arrogancia de Massa, le provocaban hasta el punto de que la sola idea de propinarle un puñetazo verbal le sabía a ambrosía.

—¿Os sentís muy valiente y lleno de sangre fría cuando os dedicáis a decir esas tonterías? —le preguntó Sandro—. Tan pronto como el Papa aparezca por la esquina, volveréis a ser un enano, Massa. Y con eso no me refiero al insoportable lameculos que soléis fingir que sois tratando de sacar algún provecho.

Massa sonrió, imperturbable.

—¿Entonces?

—A pesar de todos sus fallos, no le llegáis al hombre que está ahí dentro ni a la suela de los zapatos. Al menos él es capaz de sentir amor y pena.

—Oh, muy impresionante. Todo lo que sabéis sobre Julio no cabe ni en la cáscara de una nuez.

El propio Sandro no entendía por qué, por una vez, estaba intentando defender a Julio. Si bien es verdad que su juramento de lealtad absoluta hacia el Papa le unía a Julio, la promesa le ataba al cargo, no al hombre. Debía deberse, pues, a que se encontraba impresionado por la conmoción del pontífice, y al hecho de que Sandro, por pura empatía, era incapaz de soportar la desesperación ajena.

Sin embargo, otra idea más aterradora apareció por su mente: ¿La violencia de Julio contra Maddalena le parecería menos espantosa aquel día después de que a él mismo le hubiera herido una mujer? Aplastó furioso aquella idea como quien pisa una llama que está prendiendo por todas partes. La ira del día anterior regresaba...

Rápidamente, buscó una explicación mucho más sencilla para su defensa de Julio: frente a aquel detestable ser que era Massa, Sandro había sido capaz de tomar partido por cualquiera de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

—Tengo bien presente —replicó— que toma decisiones duras, y en ocasiones incluso tremendamente injustas, llegando a actuar de forma poco piadosa contra otras personas, pero es capaz de sentir amor, pena y arrepentimiento, mientras que vos solo podéis experimentar algún tipo de gozo cuando hacéis daño a los demás, Massa. Apuesto a que os estáis frotando las manos con deleite por vuestra exitosa intriga contra el cardenal Quirini, y que la pena para Forli se os ha ocurrido durante alguna comilona particularmente sabrosa.

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