La cortesana de Roma

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

 

Roma, 1552.

Maddalena, la amante del Papa, ha sido brutalmente asesinada. El Santo Padre jura encontrar al asesino, y encomienda la investigación al astuto jesuita Sandro Carissimi.

Sus pesquisas le conducirán a investigar la relación de Maddalena con altos dignatarios del Vaticano, con otras prostitutas y con algunos miembros de las familias más poderosas y acaudaladas de Roma. Hasta que de repente se produce una segunda muerte totalmente inesperada..

Amor, traición y pasiones prohibidas son los ingredientes de una historia donde boato y miseria se mezclan en una ciudad dominada por el poder absoluto de la Iglesia, y donde una prostituta pudo convertirse en la Reina de Roma.

Eric Walz

La cortesana de Roma

ePUB v1.0

Zalmi90
29.03.12

Título Original:
Die Hure von Rom

Traductor: Losa Pedrero, Patricia

Autor: Walz, Eric

©2008, Algaida

Colección: Algaida inter

ISBN: 9788498773453

PRÓLOGO

Roma, en la tarde del 10 de abril de 1552

—Padre, perdóname, porque he pecado.

El papa Julio III se arrodilló ante el altar. Se tambaleó. Dos velas situadas a su izquierda y su derecha arrojaban su resplandeciente luz sobre los frescos tras el altar de la capilla Sixtina, justo allí donde los muertos se alzaban de sus tumbas y los ángeles arrojaban a los condenados al abismo. Los tormentos del infierno centellearon.

—Padre, perdóname, porque he pecado.

Estaba solo en la oscuridad, y no únicamente porque no hubiera nadie junto a él, sino porque no sentía la presencia de ningún dios. A lo largo de los años se había dedicado a gozar y pecar con profusión, apenas había transcurrido alguna semana sin festejo, o algún día sin diversión. Los romanos, a escondidas, le llamaban el Papa Carnaval. Todos le veían como a un rey del ocio y el jolgorio, pero ninguno entendía que aquellos pueriles pasatiempos tenían como único objetivo hacerle olvidar los demonios que le rondaban. Ser Papa implicaba dominar las artes de la manipulación y las apariencias y, en consecuencia, las artes de la política, cuyo sustento y armazón eran, precisamente, el pecado. Por cada pecado, le torturaba un demonio. Así, eran cientos, miles de ellos los que le daban caza cada noche: pecados inconfesables para un Papa, con los que intentaba vivir.

Los monjes podían confiarse a sus abades; los abades, a los obispos, y estos, a sus semejantes pero, ¿quién confesaba a un Papa? ¿En quién podía confiar?

Julio no confiaba en nadie, y mucho menos si era del Vaticano. Los papas que se habían relajado en cuestiones de precaución, casi siempre terminaban por pagarlo. Desde hacía dos años, desde que había salido elegido y había iniciado su pontificado, Julio no había vuelto a confesarse, al menos no de forma sincera, sino que se había confiado al único ser sobre la tierra en el que podía confiar. Sin embargo, hacía tiempo que aquella entidad no hablaba con él, ya no tenía nada que decirle. Por ello, la confesión de Julio no hallaba quien la escuchara, se extinguía en la nada, y él continuaba solo con sus demonios y cargaba con ellos como una cruz.

Sin embargo, aquel pecado, el último cometido, le era imposible de soportar. Le rodeaba, le cortaba la respiración, era un ser monstruoso surgido y nacido de una acción monstruosa. Necesitaba el perdón de Dios, aunque fuera solo aquella vez.

Las lágrimas le resbalaban por el rostro, las rodillas le dolían, el sufrimiento en la espalda era tan penoso que sentía que iba a partirse en dos en cualquier momento, y las manos le temblaban de frío. Susurraba la misma frase una y otra vez, y con cada repetición albergaba la esperanza de recibir el perdón de Dios.

Sin embargo, Dios no cambiaba de parecer.

Solo callaba.

PRIMER DÍA
1

Roma, la tarde anterior, 9 de abril de 1552

Era la cortesana de Roma. Era la reina de Roma. Maddalena Nera era, desde hacía catorce meses, la amante del papa Julio III, una leyenda viva, célebre como una santa o una gran pecadora. Su ropero bastaría para hacer palidecer a la reina de algún país pequeño. La ciudad en la que había crecido y por la que había vagado, en la que había padecido el hambre y la miseria, se había postrado literalmente a sus pies.

Se encontraba en la terraza de su villa del Gianicolo, la colina occidental de Roma, con los brazos pálidos y esbeltos cruzados tras la nuca, y miraba en silencio el mundo ante ella como si fuera de su propiedad. La tarde cubría los muros romanos y el Tíber con la luz del ocaso, instantes pintados de cobre para la Ciudad Eterna. A la izquierda relucía el Vaticano, con la cúpula de la basílica de San Pedro a medio terminar, tan cerca que casi podía agarrarse con las manos, como un higo gigantesco y mordido. A la derecha, las restantes villas del Gianicolo y los pinos silvestres. Desde la terraza de Maddalena se podía contemplar toda Roma, un mar de tejados candentes bajo cuya superficie se desarrollaba la vida y se desencadenabala lucha. Nada de todo aquello llegaba hasta allí arriba. Maddalena, no obstante, conocía aquella vida, aquella lucha, y no la olvidaba ni por un instante. Aquella era la hora en la que los ancianos regresaban a casa con sus compras, arrastrando los pies desde el mercado, en que los jóvenes
ragazzi
se reunían como bandadas de pájaros en las plazas para después, desde allí, deslizarse a la oscuridad; en que los usureros cerraban sus negocios, hombres maduros de rostros enjutos se colocaban en las esquinas de las calles y se tocaban, las mujeres tendían la colada de las cuerdas extendidas sobre las aceras, las madres llamaban con gritos enojados a sus hijos para que volvieran a casa. Los mendigos desaparecían, los delincuentes se iban asomando.

Era la hora en la que la luz del día se mezclaba con la noche. Los esposos se encontraban con sus queridas; las esposas, con sus amantes; los piadosos, con la Sagrada Comunión; los asesinos a sueldo, con sus encargos; las familias, con su cena; los poetas, con su inspiración; las muchachas de buena casa, con un vestido nuevo de generoso escote. Toda una época, una determinada forma de entender la vida, encontraba su mejor expresión en aquella hora entre las seis y las siete, la hora cobriza de Roma, acompañada del sonido de las campanas. Una edad pecaminosa y vil que también hallaba su reflejo en ella, en Maddalena, y la joven era consciente de ello. Era la misma encarnación de Roma. Era su reina.

Bajo la luz ocre su rostro adquiría una dulzura casi humilde de la que ya carecía en realidad. El rostro de Maddalena era pálido, un rostro claro y sin sombras, con ojos despiertos y fríos y enmarcado por el rubio cabello de una Venus. Siempre se movía lentamente. Sus gestos eran serenos y casi perfectos, cuidadosamente estudiados. Algunos escultores habían elaborado obras que lucían las facciones de Maddalena. Roma estaba llena de estatuas con los semblantes de sus predecesores, las amantes de otros Papas, las queridas de Alejandro VI, Clemente VII y Pablo III. Aquellos rostros se ocultaban en las imágenes de antiguas diosas pero en ocasiones, en claro sacrilegio, también en las de alguna
madonna
. La mayoría de aquellas cortesanas eran de sangre aristocrática.

Sin embargo, Maddalena era la hija de un pescadero, y precisamente aquello había hecho de su ascensión una leyenda, pues era más sencillo convertirse en la amante de un Papa cuando se poseía un nombre reconocido y sangre azul, que cuando te perseguía el olor de la pobreza. Apenas quedaba alguien en Roma que no conociera su nombre, y apenas había algún embajador que no hubiera informado en la corte de su país de origen acerca de la existencia de una tal Maddalena Nera. La reina de Roma. Cuando se oía su nombre, el nombre de la hija de un pescadero, ya fuera en Westminster, en las Tullerías, en el palacio Ducal de Venecia o en el más que católico El Escorial despertaba la curiosidad, o la envidia, o el desprecio, o bien un profundo odio.

Por eso, la idea generalizada era que lo había conseguido todo en esta vida, que se había labrado un porvenir y no le quedaban más sueños por cumplir. Por eso, la idea generalizada era que ella ya debía ser feliz con lo que tenía.

Tras la caída de la noche llegó Porzia, y la melancolía de las horas pretéritas quedaron en el olvido. Pasaba por allí una tarde de cada semana, conversaba con Maddalena, traía algunas adivinanzas escandalosas con las que reían un rato, bebían tíos o tres vasos de vino y después regresaba al Trastevere, el barrio romano del entretenimiento, el barrio de los parias, en el que estaban sus raíces.

Porzia disfrutaba particularmente hablando de los hombres.

—No los puedo soportar —decía Porzia—, no aguanto a esos hombres que son como las tartas: quebradizos y débiles por debajo y todo merengue por arriba.

Porzia se reía a carcajada limpia de sus propios chistes, como siempre, de forma sonora y grosera, como si surgiera de una jungla despiadada. Su aspecto y su voz eran más burdos que los de una verdulera, algo que, hasta la fecha, ni siquiera la influencia de Maddalena había logrado cambiar.

Mientras que Maddalena se limitaba a ser la amante de un solo hombre, el más importante de Roma o, según decían algunos, de todo el mundo, Porzia lo era de miles de hombres a los que no les interesaba su nombre, de la misma forma que a ella no le interesaban los suyos. Era una ramera callejera de faldas sucias y agujereadas. Entre ella y Maddalena distaba toda la jerarquía del mundo de las prostitutas de Roma. Había duras trabajadoras de la calle como Porzia, que por un sueldo miserable aguardaban en callejones oscuros para atender, de cuando en vez, a algún mercenario borracho o algún peón; había prostitutas que trabajaban en lupanares dispuestos con sencillez, frecuentados por pequeños comerciantes y religiosos de rango bajo, así como otras que se desenvolvían en prostíbulos de más categoría. Y había otras diez o doce cortesanas en Roma, como Maddalena, que habían llegado a lo más alto y se habían convertido en las favoritas de personajes de elevada categoría. La distancia entre ambas mujeres era similar a la existente entre una moza de labranza y una princesa.

—A mí me es lo mismo —replicó Maddalena—. ¿Sabes que es para mío lo peor de todo? Que me acuerdo con frecuencia de todos y cada uno de los hombres con los que he estado, así, como si de repente me los lanzaran encima con una catapulta. Todos los que me han tocado y me han besado, aquellos a los que he besado y he tocado, se me presentan cada día, en espíritu, ante mí. ¿Sabes de alguien a quién le guste ver ante sí diariamente todos sus errores?

—Dime: el Papa, ¿también es un error? —preguntó Porzia con su habitual descaro. Era capaz, como en aquel momento, de encontrarse jugando ensimismada con los pendientes que se acababa de quitar, y en el instante siguiente estar formulando la pregunta más inapropiada—. En realidad, ¿cómo le llamas cuando estáis en la cama? ¿Santidad? ¿Julio?

A Maddalena no le solía agradar hablar de él.

—No le gusta que le llame con su nombre de Papa —le explicó—. Le llamo Giovani, que era como se llamaba cuando todavía era arzobispo. Giovanni María del Monte.

—¿Qué pasaría si de repente apareciera por la puerta? ¡Yo, la ramera de los marineros, frente al Papa! Menuda broma —se palmeó el muslo por la risa—. Creo que me convertiría en estatua de sal aquí mismo.

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