La cortesana de Roma (5 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

No, la razón tenía un nombre distinto, pero antes que pronunciarlo en voz alta, prefería llenarse la boca de vino, y seguir haciéndolo una y otra vez, como si quisiera tragarse aquel maldito apelativo.

Sintió que se lo llevaba la embriaguez, que se adormecía y caía, cada vez más profundo.

SEGUNDO DÍA
4

Su cliente le había llamado ángel de la muerte. Al principio había encontrado aquel epíteto tan patético como falto de originalidad, sin embargo, con el tiempo, había acabado por gustarle. Le quedaba bien. El apelativo contenía perfectamente lo que él hacía e incluso lo que se producía en su interior.

Era un asesino. En diez o doce años, quizá fuera algo diferente, quizá fuera padre o esposo, pero a su edad... Evidentemente no empleaba el día entero matando personas, eso sería absurdo. Tenía un trabajo diurno, pero para él no contaba, porque no le interesaba en absoluto lo que hacía en él. Ser un asesino, por el contrario, era una actividad que le agradaba.

No así los muertos, propiamente. Todos aquellos a los que se lo había contado habían agitado la cabeza, incapaces de comprenderlo. ¿Cómo podía disfrutar alguien de ser asesino, sin que le gusten los muertos? Bien, podría decirse que era algo similar a quien disfrutara siendo sacerdote, pero no le gustara el celibato, el incienso, o los cantos. El asesinato, en sí mismo, no era algo agradable. El instante en el que un ser humano encontraba una muerte violenta era insoportable, e imposible decomparar con ningún otro momento. Para esas personas resultaba difícil abandonar la existencia, no había labor más dura en el mundo: dejar atrás el resplandor de la luna, la luz, el color azul, el verde, el viento, la música, la niebla, la risa de los niños, el olor de las bayas silvestres, la calidez de una noche de verano... A todos les llegaba la hora. La vida era así, eso había decidido Dios. Sin embargo, alguien que perdía la vida a manos de otra persona, se sentía traicionada, y ese reproche se reflejaba en su mirada. Los rostros de los moribundos no solo mostraban el dolor de la agresión, sino también repugnancia y un odio intenso por el asesino, que se mantenía hasta el segundo final en el que sus ojos, finalmente, se cerraban. Aquellas caras no se olvidaban nunca. En las horas posteriores a cada uno de sus asesinatos, solía encontrarse tan afectado que deseaba poder recuperar a los muertos como las figuras del ajedrez caídas sobre el tablero. Le era imposible acostumbrarse a los muertos.

Cuando estaba solo, como en aquel momento, pensaba en sus desaparecidos. Así les llamaba: sus pérdidas. De alguna forma, le pertenecían. Había escuchado sus últimas palabras, había sentido sus últimos apretones de manos, había seguido sus últimos estertores, antes de hundirse en una misteriosa nada. Con algunos de ellos, todo había ocurrido muy deprisa, como con aquel francés: el puñal le entró por la espalda, y la víctima simplemente suspiró y cayó muerta al mismo tiempo, después él le había subido a un carro, envuelto en un paño de lino y arrojado al río. El peor de todos había sido aquella gitana. A pesar de las tres puñaladas, había seguido farfullando durante un buen rato en aquel lenguaje incomprensible, con un tono enfermizo, sonoro, resignado, como si tuviera que resolver algo aún antes de su muerte. También ella había desaparecido entre las aguas del Tíber.

En raras ocasiones llegaba a conocer el motivo por el cuál debía asesinar a sus víctimas. Eran tan absolutamente variopintos como la propia ciudad de Roma: la gitana, un banquero, un contrabandista judío... Veinte desaparecidos hasta la fecha. Su cliente siempre era el mismo, nunca había trabajado para ningún otro.

El Ángel de la Muerte servía en exclusiva al Vicario de Cristo.

5

Carlotta da Rímini estaba sentada inmóvil ante el espejo, absorta en su propio rostro. Reflexionaba sobre qué podría hacer con aquella cara, qué futuro le ofrecía, si todavía jugaría algún papel en su vida. En otro tiempo había sido hermosa. No espectacularmente hermosa, pero había irradiado la alegría de una joven doncella, el gozo de una madre joven y de una mujer que hubiera visto cumplirse sus sencillos deseos y ya no pidiera nada más. Sin embargo, la felicidad se había difuminado siete años atrás, años en los que ella, y su propio rostro, todo su cuerpo, habían ido cambiando de dentro para afuera. La ausencia de la felicidad conllevó la pérdida de la belleza.

Ciertamente había aún muchos hombres que la habrían encontrado deseable, que habrían venerado sus imponentes pechos, sus curvas, sus carnosos labios. Hombres que amaban su físico. Los hombres así no significaban nada para Carlotta, pues lo que le entristecía no tenía nada que ver con que los demás pudieran seguir encontrándola hermosa y deseable. En realidad, ya no quería seguir siéndolo.

Ante ella, desperdigados por la mesa, había tarros de pintura y viejos recipientes y envases con productos para el cuidado de la piel, que no se molestaba en tocar. Incluso tomar un peine y cepillar sus negros rizos atravesados por mechones grises le suponía un esfuerzo que resultaba repugnante. Cada maniobra le parecía pesada, y colocarse un vestido era un procedimiento que, desde hacía ya tiempo, no realizaba con regularidad. Desde por la mañana, como en aquel momento, se encontraba como paralizada; la desdicha se anudaba en torno a su cuerpo como una pesada cadena, y ese estado le acompañaba, con variable intensidad, a lo largo de toda la jornada. Tan solo durante un instante particular al día, el momento del despertar, se encontraba libre de preocupación por el tiempo que duran uno o dos suspiros, pues el corazón y la razón precisaban de ese intervalo para sumergirla de nuevo en el recuerdo: Hieronymus estaba muerto.

El estaba muerto.

Estaba muerto.

Muerto.

Había sido su último y breve amor, el romance crepuscular de una mujer de cuarenta y un años, y aquel al que apenas le había dado tiempo a convertirse en su segundo marido. No había existido hombre más noble que él. Había ignorado deliberadamente el oficio que ella desempeñaba y le había infundido el coraje para adoptar una nueva vida... No habían tardado en planificar el matrimonio. Carlotta se había convertido en la
signora
Carlotta Bender, esposa del pintor de vidrieras de Ulm, madrastra de Antonia; una mujer tan respetable como lo había sido antes, siete años atrás, cuando aún se llamaba Carlotta Pezza y vivía con su marido y su hija a las orillas del Adriático. Su primera vida, así se refería a aquella época destrozada y olvidada hacía largo tiempo. Hieronymus debía haber constituido su tercera vida, y ya se encontraba en el mismo umbral cuando, pocos días antes de la boda, había muerto de una neumonía. En su lecho de muerte había insistido en que un sacerdote los casara, si bien este le impartió primero la extremaunción, pues era más importante para la sanación del alma. Hieronymus había muerto de inmediato, y con él, un nuevo comienzo.

Carlotta conservaba aún el nombre falso de da Rímini, un nombre de cortesana, totalmente inventado, y se preguntaba si debía retomar su segunda vida, la vida de una mujer sin futuro.

El retorno a la existencia de una cortesana romana, una prostituta para la nobleza, significaba muchas cosas, y la mayoría podía considerarse, en el mejor de los casos, como algo desagradable. Pocas de aquellas jóvenes inexpertas que se iniciaban en la profesión llegaban a entenderlo a tiempo. Acudían a la Ciudad Eterna desde las regiones más dispersas de Italia, cada una por diversas razones, y sin embargo, todas tenían algo en común: portaban la lacra de la desgracia, del dolor, de la pérdida y el miedo. Todas huían del horror, o lo que es lo mismo, de su pasado. Llegaban a Roma y buscaban alguna manera de ganarse la vida, pero no encontraban más que los lupanares o, si no eran lo suficientemente hermosas, las calles, donde podían ejercer como rameras al servicio de un proxeneta. Entonces, desde los prostíbulos o los callejones, ambicionaban lo que, para ellas, era ascender, es decir, servir no a muchos hombres, sino tan solo a uno, a ser posible rico, que las mantuviera. Soñaban con vestidos hermosos, con aposentos lujosamente decorados, con esencias y polvos, camas blandas y luz de velas, pero sobre todo con la sensación de haberlo logrado, de haberse convertido en una cortesana, en una princesa de las prostitutas.

¿Qué iban a saber ellas? Tan solo veían lo que querían ver, la fachada hermosamente ornamentada, pero no la suciedad ni la fría tristeza que ocultaba. En el peor de los casos, se acababa como querida de un matón irascible o de un desconsiderado que manifestara sus peores instintos con la mayor de las violencias y no reparara en entrar por la puerta, arrancarle a la pobre muchacha el vestido del cuerpo, arrojarla al suelo y después dejarla allí sin mediar palabra. De un canalla que no se preocupara por las lágrimas de una cortesana. Que la obligara a sonreír mientras la pegaba. En el mejor de los casos, se llegaba a ser manceba de un hombre que se diera prisa en explotar su cuerpo y su vigor. Ella tendría por único cometido hacer que él se sintiera bien, que se cumplieran todos sus deseos, que las penas que él tuviera quedaran en el olvido, que recibiera cuantas caricias quisiera. La primera reacción habitual era la de pensar que aquella vida no estaba tan mal, que se podía vivir así, pero transcurrido el primer año, y el segundo, y el tercero, la situación se volvía insoportable. Los propios deseos no contaban para nada, nadie le pedía opinión a una simple concubina, y daba igual si tenía dolor de cabeza, de estómago o alguna preocupación, si se sentía desgraciada o algo le había deprimido: siempre debía estar preparada y dispuesta para cuando él la necesitara, debía sonreír, acariciarle, ofrecerle el pecho. Los hombres así eran incapaces de darse cuenta de lo egoístas que eran. No, ya se creían suficientemente honrados por el hecho de compensarle con algún regalito de vez en cuando o de pagarle una hermosa vivienda. En un momento dado, cada encuentro con aquellos hombres terminaba por convertirse para la cortesana en una tortura, como la millonésima gota de vinagre que cae en el mismo punto, ya llagado, de piel.

Independientemente del tipo de hombre con que terminara la cortesana, el final tendía a ser similar. El hombre la repudiaba porque quedaba encinta, o porque, tras el cuarto aborto, su cuerpo se resentía, o porque contraía la sífilis, o porque se hacía mayor... Una princesa de las prostitutas podía caer en desgracia y acabar repudiada de la noche a la mañana y, en ocasiones, su inmediata sucesora, a su llegada, aún podía percibir el aroma que el perfume de su antecesora había dejado por loda la casa. Afortunadas aquellas que lograban, mediante la venta de las joyas, los vestidos y otros regalos, obtener dinero suficiente como para vivir con humildad. Eran las menos. La mayoría acababan, en el mejor de los casos, como costureras o monjas de las magdalenas, la orden de las perdidas. Muchas retomaban el camino inverso y descendían los peldaños de la escala hasta volver a los lupanares y, cuando ya nadie las quería allí, a las calles, a las esquinas de las rameras, donde se hundían más y más en la podredumbre, hasta que morían, mucho antes de que la muerte real las liberara.

Retomar aquella vía suponía algo más que un riesgo para Carlotta. Para empezar, no había seguridad en que pudiera encontrar a un hombre que la quisiera como querida. A sus cuarenta y un años ya era casi demasiado vieja, si bien había, entre la posible clientela, hombres de edad tan avanzada que eran capaces de considerar a una mujer en la cuarentena como una yegua joven.

Sin embargo, ¿acaso tenía elección? Se engañaba si creía que era lo suficientemente libre como para evitar el retorno al mundo de las prostitutas de Roma. No era una decisión, era una necesidad. No sabía hacer nada con lo que ganarse la vida, y la existencia como monja le horrorizaba aún más que morir en las calles. ¿De qué podía vivir? Es cierto que Antonia le ayudaría tanto como pudiera, pero la propia Antonia no tenía grandes posesiones, y tras la muerte de su padre, su futuro como artista era incierto, si no directamente imposible. Era mucho más probable que Carlotta acabara sustentando a Antonia. Además, debía preocuparse también por su perturbada ahijada Inés, que permanecía bajo los cuidados de una buena familia judía en Trento, y a la que debía una pensión mensual.

El peine, que sujetaba con repugnancia mientras se lo pasaba por el pelo, le pesaba en las manos. Aquel día, el siguiente, una semana después: no podría seguir postergando la decisión durante mucho tiempo. Debía hablar con Antonia.

Como en ese momento llamaron a la puerta, dijo en voz bien alta:

—Antonia, ¿eres tú? Entra.

Nada ocurrió, y Carlotta se cubrió con una bata. El cuarto en el que residía no era muy grande. Con cinco pasos se podía recorrer entero. A través de la ventana abierta llegaban los sonidos procedentes de la piazza del Popolo, que ascendían hasta el tercer piso, en el que se encontraba.

Abrió la puerta y miró perpleja.

Sandro Carissimi no era solo una visita extremadamente inusual, sino que además llegaba a una hora extrañamente temprana. Una expresión desolada le cubría el hermoso rostro, como una tormenta que hubiera asolado un paisaje exuberante. Se sintió incomprensiblemente incómoda en su presencia. Nunca le había hecho ningún mal, sino más bien al contrario: en Trento la había apoyado mientras otros la tenían por una asesina de obispos, y no se había comportado ante Inés como si fuera una loca, sino que la había tratado con dulzura. Le tenía en gran consideración, y sin embargo, no se encontraba a gusto con él. Quizá se debiera al hecho de que sabía demasiado sobre ella; más de lo que sabía Antonia; más de lo que Hieronymus había sabido o sospechado. Sandro conocía casi toda la verdad sobre ella, más que ninguna otra persona en Roma, aquella verdad oscura y delictiva, y eso le hacía sentirse insegura, como si se encontrara a su merced.

Aunque no le había vuelto a ver desde el entierro de Hieronymus, le dijo sin mediar saludo:

—Antonia vive un piso más abajo, hermano Sandro.

Era una insinuación completamente plausible, pues no era de esperar que acudiera a verla precisamente a ella. Se conocían, y ya no compartían ningún secreto.

—Me gustaría hablar con vos, Carlotta. Mientras damos un paseo, si os place.

Intercambiaron una breve mirada.

—Esperad un momento, por favor.

Cerró la puerta y sacó de su arcón el primer vestido que encontró, uno color rojo claro, y unos zapatos desgastados. Su último cliente, un obispo, se lo había regalado hacía más de medio año, poco antes de conocer a Hieronymus. Desde entonces no había vuelto a ejercer, y por eso apenas poseía ropa que estuviera en buenas condiciones. Aquello, no obstante, no le perturbaba demasiado. Era viuda por segunda vez, una cortesana desastrada, maltratada por los golpes del destino, y si tenía el aspecto de alguna de aquellas damas trágicas del teatro, como Medea, o Penélope, sería tan solo porque obedecería a la realidad de su situación. Carlotta se interpretaba a sí misma.

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