La cortesana de Roma (4 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—¿Es esa vuestra opinión?

—Sí.

—¿Habéis cambiado esta tarde algo en esta habitación o en la fallecida?

—Ni siquiera entré en la sala de estar. No puedo soportar la visión de la sangre.

—¿Y la puerta? ¿Estaba cerrada cuando encontraron muerta a Maddalena?

Massa dudo durante un momento.

—Sí —dijo—, recuerdo que la sirvienta dijo que habían echado el cerrojo aquella noche porque no esperaban a nadie. La criada la abrió de nuevo solo para venir a informarme.

—Entonces, ¿cómo pudo entrar el asesino? Al menos, si llegó a hacerlo de la misma manera en que salió, entonces la única opción, por lo que veo, es que alguien cerrara la puerta desde dentro.

Massa se encogió de hombros. Durante un instante, guardó silencio.

—¿Es todo? —preguntó finalmente.

—Sí. Por hoy ya no tengo más preguntas. No ha sido tan malo después de todo, ¿me equivoco? No entiendo por qué os mostrabais tan reacio al principio.

Massa volvió a sonreír con ironía.

—Por un único motivo, Carissimi. Os habría dado la información de cualquier forma, pero quería valoraros, averiguar vuestra postura ante mí y ante las reglas no oficiales del Vaticano. Ahora ya os conozco. Ya sé con quién estoy tratando.

Después de que Massa desapareciera detrás de la puerta, Sandro volvió a encontrarse solo en el atrio. Había hecho su primer enemigo. Por el momento. Había comenzado el conteo de amigos y enemigos que siempre había intentado evitar.

«Cero a uno», murmuró para sí, y se preguntó cuántos religiosos antes que él habrían llegado al Vaticano con las más nobles intenciones, y cuándo habrían tenido que empezar a contar. Las cifras cambiaban. El miedo a una caída mayor cambiaba. Resultaba angustioso. Una multitud de monjes, sacerdotes, diáconos de todo el mundo ansiaban obtener un puesto en Roma, pero si cumplían su sueño y atravesaban las puertas del Vaticano, se daban cuenta de que habían caído en una tela de araña en la que, cuanto más se revolvieran, más atrapados quedarían.

Convertirse en alguien como Massa, como los demás... Ese pensamiento hizo que el sudor frío recorriera la espalda de Sandro.

El vino refulgía con un tono rojo, oscuro e intenso, en una garrafa de cristal, a escasos pasos de Maddalena, y Sandro no pudo resistirlo. Después de llenar y tomar una primera copa, se sirvió una segunda, con la que recorrió lentamente la villa. Portaba el vaso en su mano izquierda, mientras con la derecha buscaba indicios que pudieran servirle de pista. De cuando en vez dejaba la copa para observar algo con más atención o encender alguna otra vela, sin embargo, cuando volvía a tomarla en sus manos, bebía un largo sorbo.

La villa estaba decorada siguiendo la última moda. El rojo parecía ser el color favorito de Maddalena. Cada silla estaba tapizada en rojo, cada columna se sustentaba sobre mármol rojo. Un retrato de la joven, realizado por Tiziano, colgaba del lugar privilegiado de la sala, sobre el secreter de madera de cerezo. La mostraba con una sonrisa fina y ojos atentos e inteligentes. Parecía una mujer de grandes ambiciones, una mujer que ni siquiera se planteara el ir a dejar este mundo algún día. La muerte la había asaltado de repente, sin avisar, arrancándola de sus planes y esperanzas, que lo habían significado todo para ella y que, ahora, ya no tenían ningún valor. Para Sandro, aquella era la peor forma de morir.

El escritorio estaba cerrado. Sandro buscó la llave en los cofres que había diseminados por doquier, pero la mayoría estaban vacíos o contenían pedernal o velas. También indagó inútilmente en el dormitorio, cerca de aquella cama digna de un rey. Colocados sobre la mesa del tocador había algunos paños manchados con tonos pardos: Maddalena se había desmaquillado poco antes de su muerte.

Volcó cada jarrón y cada candelabro de la villa, sin resultado. Entonces se le ocurrió la idea de registrar el propio cadáver, y ahí estaba: la llave se encontraba bajo la mano que descansaba sobre el pecho. Con sumo cuidado, y turbado por la incómoda sensación de estar rozando el pecho de una mujer muerta, recogió el perseguido objeto, y en ese momento le llamó la atención la gargantilla que lucía Maddalena, engarzada de diminutos zafiros. Las gemas formaban un nombre: Augusta.

¡Qué extraño! Augusta significaba «la venerable». ¿Sería un regalo de un admirador? ¿Del Papa, quizás? Antes de levantar la cabeza de Maddalena para desabrocharle el collar, bebió un nuevo sorbo de vino y, tras recoger la joya, tomó otro más. Después, volvió a llenar la copa.

La llave coincidía. Evidentemente, Maddalena había cerrado el escritorio inmediatamente antes de su muerte, o estaba a punto de abrirlo.

Sandro subió la pesada cubierta del secreter que, una vez abierto, servía de escritorio. En el interior del mueble aparecieron al menos veinte pequeños cajones, todos sin excepción etiquetados como la botica de un farmacéutico. Sin embargo, los letreros no hacían referencia a nada remotamente parecido a remedios o medicamentos: lacre, sobres, facturas, letras de cambio, dinero... Maddalena parecía preocuparse mucho por el orden. Aparte de los cajones, en el hueco del secreter había todo tipo de cachivaches: una vela a medio usar, un tintero, una pluma, cinco saquitos vacíos de cuero pardo claro apilados los unos sobre los otros y dos talegas algo más grandes del mismo material, negras esta vez, un par de pendientes de plata y esmeraldas, un ducado de oro, doce denarios, un abanico con motivos eróticos y un amuleto de jade.

Dos cajones llamaron la atención de Sandro.

Le resultó particularmente llamativo que hubiera más cajones dedicados a papel de cartas que a ninguna otra cosa. Tres de ellos contenían papel normal, si bien de un tipo caro, pero un cuarto albergaba dos hojas intactas de un papel muy especial, en el que aparecía grabado un escudo de armas con tres caracteres. Sandro sostuvo una de las hojas frente a la luz de una vela. Se leía «RCA».

Reverenda Camera Apostolica
. Se trataba del escudo de la Cámara Apostólica, el banco del Vaticano. La central financiera de la Santa Iglesia Romana.

¿Cómo podía haber llegado a parar papel oficial de la Cámara Apostólica, aunque solo fueran dos hojas, al secreter de una concubina? ¿Lo habría traído el Papa? Y, de ser así, ¿por qué?

Antes de que pudiera pensar más en ello, otro cajón con una inscripción particular volvió a distraer su atención.

«Clientes», dijo Sandro en voz alta, y bebió de la copa hasta vaciarla, antes de abrir el compartimento y tomar el manuscrito enrollado. Estaba atado con una cinta roja, anudado con un encantador lazo. La lista de clientes de una cortesana, de la cortesana por antonomasia. No era necesario ser investigador para no despreciar la posibilidad de echarle un vistazo.

En el mismo momento en que Sandro iba a desatar el nudo, oyó un fuerte golpe en la habitación contigua, la despensa, en la que había entrado anteriormente para buscar la llave. Aguardó un instante, atendiendo a cualquier sonido, pero el ruido no se volvió a repetir. Lentamente se aproximó a la puerta, y la abrió cuidadosamente con el pie. Las velas que él mismo había encendido seguían ardiendo, pero temblaban, y una cortina se arqueaba al son del viento que penetraba por una puerta abierta. Sandro no había descubierto hasta entonces aquella entrada porque la propia cortina la ocultaba parcialmente. La tela se agitó de nuevo con brusquedad, empujada por la corriente arriba y abajo. La puerta llevaba hasta una terraza, que a la luz del día debía ofrecer una vista sobrecogedora de la Ciudad Eterna. Una estrecha escalera llevaba desde allí hasta el jardín, lo que respondía a la pregunta sobre cómo había podido penetrar el asesino en la villa.

De nuevo en el salón, Sandro se llenó la copa y la vació de una sola vez. Después, desenrolló el manuscrito. En la parte superior aparecía el título, «Lista de Clientes», e inmediatamente por debajo se sucedían siete nombres, algunos de ellos miembros de relevantes familias romanas.

Vincenzo Quirini

Guiseppe Orsini 9000 D.

Leo Galloppi 3000 D.

Mario Mariano 7000 D.

Rinaldo Palestra 5000 D.

Ludovico Este 7000 D.

La D se refería, probablemente, a denarios, monedas de plata. Lo señores habían abonado generosas sumas para disfrutar del sabor de la belleza de Maddalena y sus artes eróticas. Por un par de miles de denarios podría ofrecerse, sin exagerar, un banquete para treinta o cuarenta invitados, pero al parecer aquello debía ser menos entretenido que una noche con una cortesana de fama.

Entre los primeros seis nombres era el de Vincenzo Quirini el más llamativo, pues Quirini no solo era cardenal, sino también
camerarius
, el camarlengo y presidente de la Cámara Apostólica. Aquella era ya la segunda conexión con el organismo financiero de los Estados Pontificios. Además, resultabapeculiar que, tras el nombre de Quirini, no apareciera ninguna cifra económica como con los demás.

Para Sandro, no obstante, el nombre más significativo era el séptimo de la lista.

Alfonso Carissimi 7000 D.

Alfonso Carissimi era el padre de Sandro.

3

Los aposentos de Sandro se encontraban junto a su estudio, un lujo concedido a muy pocos de entre los habitantes del Vaticano. Cuando el joven jesuita entró en ellos, el fuego crepitaba ya en la chimenea, una bandeja con pan y queso reposaba sobre la mesa, la cama estaba abierta y un camisón colgaba de un gancho junto al baldaquín. Lo que parecía la labor de una amante esposa, había que agradecérselo, en realidad, a un sirviente extraordinariamente diligente que...

—Creía haber oído un ruido —dijo Angelo—. Buenas noches, excelencia, ¿cómo se encuentra?

—Buenas noches. Bien, gracias.

En presencia de Angelo, Sandro se comportaba de manera muy formal. Esto se debía, por un parte, a que se había ido adaptando, involuntariamente, a la pasión de Angelo por la pompa ceremonial. Así había sido como el joven sirviente había descubierto, por ejemplo, que los visitadores reciben el tratamiento de «excelencia», algo que incluso al maestro de protocolo del Vaticano se le escaparía. Lo más fácil, pues, era concederle la gracia a Angelo de actuar como si en realidad se fuera algún tipo de entidad superior. Por otro lado, el propio Sandro prefería mantener las distancias con su asistente, algo inusual en el joven monje, puesto que Angelo era la clase de persona a la que Sandro habitualmente prefería dedicar su afecto y su atención. Provenía de una familia pobre a la que él se esforzaba por mantener, era esmerado y cuidadoso, y trataba con cortesía a todo el mundo. Aparte de su exceso de celo, no había nada que pudiera objetársele. Quizá el problema se encontrara, precisamente, en que a Sandro le resultaba molesto que le sirviera alguien de su misma edad.

—He preparado algo de comer. ¿Está vuestra habitación lo suficientemente caliente? Echaré algo más de leña.

Sandro se dirigió directamente a la cama y se sentó.

—No tengo hambre —dijo, cansado.

—Coméis muy poco.

—Es posible —dejó transcurrir un instante antes de preguntar—. ¿Queda algo de vino?

Era una pregunta retórica. Siempre había vino.

Angelo se arrodilló frente al fuego e hizo como que no hubiera oído la pregunta. Su rostro angelical, a juego con su nombre, despedía un resplandor suave en reflejo de las llamas, sin embargo, Sandro opinaba que había en él aristas, un espíritu enérgico y decidido que mantenía más oculto que visible, como si dentro de él mismo viviera un ser diferente.

Se levantó de la cama, se dirigió hacia una cómoda y tomó una jarra y un vaso.

Angelo se aproximó a él. No había señal de desagrado ni reprobación en sus ojos, y sin embargo Sandro pudo sentirlos.

Se sirvió, bebió, volvió a servirse y a beber de nuevo. Después dijo:

—Buenas noches, Angelo.

Sintió como el alcohol iba ganando fuerza en su cabeza. Se hundió en la cama y dejó escapar pensamientos y deseos que se había prohibido a sí mismo. Ya no le quedaban defensas. El vino le tenía atrapado desde hacía meses; el vino que, en honor a la verdad, había tomado el lugar de Dios. Debía ser sincero, al menos consigo mismo, pero lo cierto era que él sabía exactamente por qué bebía.

Al principio, nada más llegar a Roma, había tratado de convencerse de que bebía porque no lograba hacer nada, porque sus esperanzas de recibir misiones interesantes no se cumplían. Porque había perdido su ocupación hasta la fecha, y la vida que llevaba entre los de su orden, y en lugar de ello se había precipitado sobre un campo abonado de envidias y desconfianza, un avispero en el que sentía impotente, desplazado, preso.

Sin embargo, aquella no era la razón real. Roma no era la culpable de sus miserias.

Durante mucho tiempo había creído que se debía a ella, a Elisa, a su madre. Cuando era un niño, la había querido como a nadie en este mundo, la había idolatrado. Ella, por su parte, le adoraba. Entre ellos dos se había establecido un vínculo muy intenso, mucho más que el que Sandro había formado con su hermana o con su padre. En medio de una familia acomodada pero conflictiva y desgraciada, ella y él, Elisa y Sandro, se habían pertenecido el uno al otro.

Entonces, ocho años atrás, él había estado a punto de matar a alguien. Lo había intentado, había clavado un puñal en el cuerpo de otra persona, ayudado por sus amigos, jóvenes indolentes y aburridos, frívolos hijos de mercaderes igual que él. Tan solo una muestra de afortunado azar había salvado a la víctima. El crimen permaneció en secreto, pero Elisa le había considerado responsable a él de lo ocurrido, y aquello lo cambió todo. En la vida de Elisa solo había un ser por encima de Sandro, y ese era Dios. Ante la duda, optó por Dios antes que por su hijo. Le obligó a ordenarse para encontrar la redención, y le dijo que debía hacerlo, pues era su deseo expreso, la última petición que le haría en esta vida. No fue capaz de negarse, pues aquello habría significado tener que vivir cada día con su desaprobación, habiendo perdido toda cercanía con ella.

Desde entonces, no se habían vuelto a ver. Tampoco se escribían. El joven jesuita no tenía idea de cómo reaccionaría ella si iba a verla. Quizá no había reestablecido la relación hasta el momento porque así podía creer que ella le había perdonado y no le había expulsado completamente de su corazón. Sin embargo, Sandro sentía que no era Elisa la razón por la que bebía.

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