La cortesana de Roma (7 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

Oyó el latido, y al momento siguiente se dio cuenta de que no era tal, sino alguien llamando a la puerta. En un instante se despejó completamente, se dio la vuelta... y se llevó la segunda sorpresa. Ettore, o Ercole, aquel hombre, en cualquier caso, el guardia. No estaba allí. En su duermevela, lo había imaginado allí.

Entonces, se acordó: no había pasado la noche con él. No había sido oportuno. Aquel hombre le había parecido atractivo, simpático, encantador, como todos sus predecesores, pero cuando habían llegado hasta allí y se había presentado el momento de plantear la cuestión sobre dónde se encontrarían, no había sido capaz de decidirse a pasar la noche con él. No había logrado abrir la boca, y había perdido la oportunidad.

Era la tercera vez que le ocurría desde que se encontraba en Roma: dejar escapar un amante sin haberlo tenido. Antes, nunca le sucedían cosas así.

Llamaban a la puerta. Al menos no se había imaginado también los golpes.

Antonia sumergió rápidamente la cara en la palangana. Cuando se enderezó, las gotas de agua le resbalaron por la barbilla y el pecho.

Cubrió entonces su cuerpo desnudo con la manta con la que había dormido y atravesó descalza la vivienda hasta la puerta.

—¿Quién está ahí? —preguntó.

—Soy yo.

Reconoció la voz de inmediato, y su mano abrió la puerta incluso antes de que su mente llegara a darle la orden.

—¡Sandro! —gritó, pero de inmediato se corrigió, a la vista del hábito—. Hermano Sandro. Qué... sorpresa. Cuánto me alegro de verte... de veros. Si lo hubiera sabido...

—Yo mismo no sabía que iba a venir. ¿Es un mal momento?

—No, por supuesto que no, yo... —bajó la mirada y se echó un vistazo. Cubierta con la manta y con el cabello mojado, parecía una náufraga a la que acabaran de rescatar del mar—. Por favor —dijo, haciéndose a un lado.

La forma en la que él comenzó a examinar la casa le recordó a la joven que nunca antes había estado en ella, a pesar de lo mucho que la inquilina lo hubiera deseado. Tras su llegada a Roma, había residido durante algunos días en una fonda, donde él la había visitado, y en el entierro de su padre, Sandro la había esperado en la calle, frente al edificio en el que vivían Carlotta y ella.

Antonia intentó imaginarse qué efecto podía provocar aquella casa en alguien que estuviera menos desinteresada en esas cosas que ella. Daba igual que fuera la ropa, los peinados, las joyas o las viviendas: nunca le había resultado particularmente precioso todo aquello que para las demás mujeres solía tener gran importancia, como los peines, los espejos, las gargantillas, y todo aquello que fuera bonito. Lo único con lo que ella era capaz de establecer una relación más íntima, o más bien erótica, era con el cristal y con los hombres desnudos. De esto último, por descontado, no guardaba nada en casa, pero sí de lo primero. Le gustaba experimentar con nuevos conceptos en la elaboración de vidrieras, nuevos motivos y combinaciones de color. Esa era la razón por la cual se había hecho con un estudio junto a Santa Maria del Popolo, incluso en ocasiones se despertaba en mitad de la noche porque sentía la necesidad imperiosa de probar alguna técnica o idea nueva. Cristales multicolor, dos caballetes, un cortavidrios y un par de botes de pintura ocupaban en completo desorden el espacio de la habitación principal, que ella utilizaba como salón de visitas, algo de lo que Antonia se percató por primera vez cuando el hombre al que tan ansiosamente había esperado comenzó a pasear la mirada por la estancia.

Siguió aquella mirada por las arcas cubiertas con una ligera capa de polvo, por los candelabros de pared, por una mesa medio escondida medio ocupada por fragmentos de cristal, por la colorida ventana decorada a mano que daba a la piazza del Popolo, y entre trayecto y trayecto ella observaba el rostro de él. Antonia siempre había sentido una sintonía especial con Sandro en aquellos momentos en los que él ofrecía aspecto de agotamiento, sin afeitar, con los ojos enrojecidos, casi como si su buena presencia se hubiera alejado de su tendencia a la autodestrucción. Tenía un efecto especial en ella. Quizá fuera porque descubriera en él algo parecido a lo que latía en sí misma: la fiebre, el éxtasis.

—Hoy está todo un poco desordenado —se disculpó.

—¿I lay alguna vez en que esté diferente? —replicó él, sonriendo. Aún recuerdo el ático de Trento. Te tropezabas continuamente con los caballetes, y entre los aperos, los botes de pintura y los hierros de quemar se encontraban siempre los objetos más insospechados, como un cuenco con pudín de avena, un par de zapatos o una jarra de agua. Una vez incluso descubrí ropa interior femenina.

Rieron, y mientras tanto la mirada de la joven absorbía la presencia de aquel hombre, al que tanto había añorado y que ya tenía frente a ella.

—No fue culpa mía —dijo él—, la ropa apareció simplemente ante mí —y ella volvió a reír—, pero nunca dije nada.

—¿Por qué no?

—Porque me pareció muy típico de...

Una voz en su interior le pidió que lo dijera en voz alta: «de ti. De ti, de ti, de ti».

—De los artistas, de los pintores de vidrieras —concluyó, y siguió vagando por la casa.

La alegre emoción del recuerdo que los había envuelto a umbos como una ola, se fue difuminando.

—¿Qué tal está vuestra familia? —inquirió ella, tratando de retomar el hilo de la conversación, pero de inmediato entendió que había formulado la pregunta equivocada para llegar a tal fin.

—No lo sé —repuso él, sin siquiera mirarla—. No les he ido a ver.

Se dirigió, quizá simplemente por cambiar de tema, a un caballete que portaba una vidriera. Tres angelitos de aspecto juvenil, rodeados de una espesa vegetación, se encontraban sentados unos junto a los otros. Uno de ellos miraba discretamente por encima del hombre, los otros dos se observaban mutuamente, como si trataran de juzgarse el uno al otro. Tan solo iras un examen más preciso se podía apreciar que uno de los ángeles tenía una baraja de cartas en la mano. Era uno de los motivos de temática arriesgada tan típicos de Antonia, que expresaba de esta manera su opinión acerca de que el Todopoderoso tenía más sentido del humor que sus sumos sacerdotes terrenales.

—Me gusta —dijo él.

—Gracias. Ya sabéis que me encantan los ángeles.

—Sí.

¿Había entendido él la insinuación? En el dormitorio de Antonia había otro caballete, que no se podía vislumbrar desde el punto en el que se encontraba el recién llegado, pero la puerta estaba ligeramente abierta, y Sandro, que por lo general no dejaba escapar ni el más diminuto detalle, debía haber reparado en la vidriera. A la luz del día, brillaba con todo su esplendor. Era «El Ángel y la Muchacha», la pintura que ella había terminado en Trento: un ángel con el aspecto de Sandro rozaba la mejilla de una joven muy similar a Antonia. Desde que él descubrió por accidente aquella imagen en el ático de Trento, ambos supieron lo que significaban el uno para el otro sin haberlo expresado verbalmente. Ya entonces, Sandro había evitado hablar de sus sentimientos, que demostraba únicamente a través de sus miradas, sus gestos y sus insinuaciones.

Aparentemente, nada había cambiado.

Para Antonia, por aquel entonces, su comportamiento tenía un cierto encanto: aquella manera de actuar, tan similar al acecho; la profundidad de su mirada; aquellas caricias, casi imperceptibles; el beso que le había dado mientras ella dormía; su anillo... Sin embargo, a lo largo de aquel tiempo, y aunque no se había dado cuenta hasta ese mismo momento, había llegado a no soportar su actitud. Habían sido muchos meses de angustiosa espera, y sentía que en su interior, en sus vísceras, algo se tensaba, se revolvía, se impacientaba.

Era una tortura. El jesuita hacía como si no hubiera visto la reluciente vidriera que siempre estaba en su dormitorio, con la que ella se dormía y se despertaba cada día. Volvía la mirada a otro lado como si le diera miedo. Ponía fin a todo intento de conversación natural entre ambos.

La joven se preguntó qué ocurriría si dejaba caer la manta con la que se envolvía el cuerpo. ¿Saldría despavorido de la habitación? Evidentemente aquello supondría un mensaje claro, pero por supuesto ella esperaba y deseaba una reacción radicalmente distinta: que se acercara a ella y le cogiera la cara entre las manos, que dejara caer el hábito al suelo. Por primera vez, Antonia se los imaginó a ambos compartiendo desnudez, cuerpo contra cuerpo, dos figuras esbeltas y vibrantes, la piel morena de él contra la palidez de ella, en aquella habitación, bajo la luz de la vidriera, en medio de miles de rayos rojos y azules que el sol emitiría a través de las ventanas y que se desperdigarían por las paredes y por sus cuerpos.

—Estoy poniendo mucho empeño en que el Papa os encargue un nuevo trabajo —dijo él—, pero no es sencillo. Con la muerte de vuestro padre habéis perdido prácticamente toda vuestra legitimación como pintora de vidrieras. El gremio solo acepta a hombres, y exige que la administración vaticana encomiende sus encargos solo a sus afiliados. Es injusto, lo sé, pero el Papa no quiere entrar en disputas con los gremios. A pesar de todo, creo que pronto estaré en posición de solicitarle algún favor y entonces...

—¿Por eso habéis venido? —exclamó ella, y se preguntó si el tono había sido más frío de lo que pretendía.

Dos manchas rojas aparecieron de inmediato en las mejillas del joven, y ella entendió que su reacción le había desconcertado. Era tan fácil abochornarle... Era imposible ser cruel con él durante un tiempo prologado, y eso la enfurecía. No podía permitirle que se dedicara a hablar de vidrieras y luego, simplemente, desapareciera por la puerta, pues quizá volvieran a pasar meses hasta que volviera a verle.

—Creía —contestó él, con cuidado—, que queríais nuevos encargos.

—¡Encargos! Sí, claro que quiero nuevos encargos. Pero, ¿por qué puedo quererlos precisamente en Roma, cuando podría ir a París, a Colonia o a Venecia? ¿Por qué he venido a Roma y por qué quiero quedarme aquí? No se debe a los encargos, y no soy capaz de creer que tú... que vos no lo sepáis.

La falta de eufemismos con la que la joven se expresó le desarmó completamente. Su voz era exigente e imperativa, y el titubeo de Sandro le dio la oportunidad de continuar con su discurso. Ya no podría marcharse sin adoptar una postura clara.

La joven juntó las manos y se forzó a mostrarse tranquila y objetiva.

—Desde Trento, desde el éxito que compartimos encontrando al asesino de obispos, mantenemos esta... esta extraña relación. Ya sabéis lo que siento por vos, y no ignoráis que, al conseguirme, por mediación del Papa, y sin que ni mi padre ni yo os lo pidiéramos, el trabajo en Santa Maria del Popolo, iba a vivir en vuestra cercanía. No tendríais por qué haberlo hecho, y sin embargo, lo hicisteis.

Por primera vez desde que se despidieron en Trento, él la miró de una manera que evidenciaba cuánto la amaba, pero a pesar de todo, reprimía ese amor.

—Lo sé —dijo.

Ella esperaba alguna palabra más.

—Eso es todo lo que vos... —se interrumpió—. Ese eterno «vos» y «os» es irritante. Lo utilizamos incluso cuando estamos solos. A veces incluso evitamos los vocativos para no tener que utilizarlos. Es ridículo.

El sonrió.

—Sí, es cierto. Si es eso lo que...

—No, no es solo eso —le interrumpió ella y ahogó así la encantadora sonrisa con la que él pretendía ganarse el perdón.

Aquello que se revolvía en las entrañas de la joven volvió a contraerse, se preparó para saltar. Podía haber terminado la conversación, o haberle dado un giro más conciliador pero, ¿qué habría conseguido entonces? Que él la tuteara. Todo lo obtenido tras medio año de esperanzas y paciencia era un «tú».

—Durante cuatro meses esperé una palabra, una carta, una señal, una visita, una promesa, un progreso, un «nosotros», o un mero, paciente «tú»... algo que me demostrara que no me lo había imaginado todo, que no soy una maldita loca, que no estoy sola en nuestra extraña relación.

Aquellas palabras le sacaron de su letargo como si le hubieran clavado un aguijón.

—Soy jesuita, Antonia, y ya te he explicado los motivos por los cuales no puedo abandonar la orden.

Ella frunció el ceño.

—¿No puedes?

—No quiero —se corrigió, con excesiva rapidez—. Pretendía decir que no quiero dejarla.

Ella suspiró de forma sonora y rotunda, mezclando en su expresión la rabia con la comprensión. En Trento, Sandro le había explicado que la resolución de aquellos asesinatos había sido el único logro que había obtenido en toda su vida, que no tenía nada más por lo que sentirse orgulloso, que con su nuevo cargo de visitador había encontrado algo parecido a un destino, al menos provisionalmente. Era algo que ella misma podía entender: podía compararlo con que le concedieran un trabajo para la catedral de Chartres, la reina de todas las catedrales.

Sin embargo, aquello no era excusa para la forma en la que la había ignorado en los últimos meses.

—¿Y alguna vez te has planteado lo que supone para mí convivir con tus motivos?

—Por supuesto.

—¿Y a qué conclusiones has llegado?

—Es duro para ambos. Yo... evidentemente yo no puedo esperar que permanezcas aquí... —dejó la frase en el aire, incapaz de terminarla.

Antonia apenas podía creer que la estuviera tratando como si fuera un error de cálculo.

Lo que la reconcomía por dentro, finalmente saltó.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? Después de todos los sentimientos que he volcado en ti, por no hablar de que vine hasta Roma por ti, de que mi padre muriera aquí.

Estaba siendo injusta y ella lo sabía. Relacionarle a él, aunque fuera de forma indirecta, con la muerte de su padre, era una maniobra miserable.

Sandro la miró; en sus ojos contenía la tristeza de un día lluvioso, pero eso ya no lograba conmoverla. Ya se había salvado demasiadas veces gracias a aquella mirada. Aunque era fácil turbarle, o ponerle entre la espada y la pared una vez se conocían sus puntos débiles, al final, de alguna forma, lograba siempre salir victorioso, porque guardaba un invencible as en la manga. Se le podía arrastrar a una conversación, exigirle un debate, una solución, pero Sandro, como quien realiza un truco de magia, se limitaría a atrincherarse, a reflejar tristeza en sus ojos negros, a sonreír, a suplicar comprensión, a apelar a todo sentimiento de misericordia, y después, salir cerrando la puerta tras de sí, de tal forma que ya era muy tarde para cuando se hacía evidente que había vuelto a lograr salirse con la suya.

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