La cortesana de Roma (9 page)

Read La cortesana de Roma Online

Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—Me ha funcionado estupendamente —dijo en voz alta—. Se acabó.

Vació el vaso de un trago.

—Soy un cobarde —exclamó.

El posadero, poco impresionado ante semejante confesión por parte de un monje, fue a servirle de nuevo, pero Sandro colocó el vaso boca abajo.

—No, aún me queda algo por hacer hoy.

«Quirini», pensó.

Después, la familia Carissimi.

6

Sandro nunca había podido entender por qué los pasillos podían llegar a hacerse tan largos cuando se recorrían en un estado de ligera embriaguez. Los pasillos de la Cámara Apostólica, que él atravesaba por primera vez aquel día, eran, en cualquier caso, particularmente extensos. A izquierda y derecha colgaban inmensas monstruosidades hechas pintura: sanaciones milagrosas junto a matanzas, bautismos junto a martirios, ascensiones junto a juicios finales y, en conjunto, todas las escenas favoritas de los pintores mediocres. La galería se interrumpía con puertas cuya altura casi alcanzaba el techo y que, cuando se abrían, dejaban salir a funcionarios de aspecto importante o absorbían a laboriosas abejitas cargadas con rollos de pergamino, documentos, mapas, actas o cartas. Sotanas de religioso y mundanas túnicas de notario mantenían aquí un equilibrio numérico. Reinaba un gran ajetreo, y después de todo lo que Sandro había aprendido acerca de la Cámara Apostólica, entendía que era un alboroto necesario. Todas las finanzas de la Iglesia Católica convergían allí, desde todos los rincones del mundo.

Allí iban en primer lugar los ingresos producidos por las tierras del Estado Vaticano, que se extendían desde Terracina, en el sur, hasta Ferrara en el norte, desde el mar Tirreno al Adriático. Se componían principalmente de los arrendamientos a los campesinos, pero también las tejedurías, la apicultura, los establos y similares producían cuantiosos beneficios, sin olvidar los impuestos por habitante y el tributo civil. No obstante, aquellas fuentes, que se alimentaban de los arrendamientos, resultaban insignificantes en comparación con otras con las que la Iglesia contaba.

Mucho más lucrativos eran las rentas feudales que los dirigentes del mundo católico abonaban al Papa para que les permitiera gobernar. Durante los conflictos bélicos, los tributos dejaban de llegar con su frecuencia habitual, lo que en épocas anteriores había llevado habitualmente al Santo Padre a deshacer excomuniones; sin embargo, en aquellos momentos, se había vuelto habitual que aquella medida solo sirviera para observar con impotencia su creciente falta de eficacia. Además, tras el abandono de Escandinavia e Inglaterra a favor del protestantismo, se habían producido notables y permanentes caídas en los ingresos, por lo que no había nada que se deseara más fervientemente que el retorno de aquellas naciones al abrigo de la verdadera Iglesia. Lo mismo ocurría con la Limosna a San Pedro, que debía abonar cada ciudadano de municipio católico y que se recogía en las diócesis para posteriormente enviarse a Roma.

Siempre brotaban con particular fuerza las anualidades, pues permanecían imperturbables ante las influencias políticas, lo que las salvaguardaba de cualquier crisis. La muerte, aunque pobre motivo para la euforia, constituía una fuente continua de ingresos. En lo referente a las anualidades, se reflejaba en las tasas que cada obispo, cada abad, y casi cada párroco debía pagar en cantidad variable después de su nombramiento. La muerte de un sacerdote o de un alto cargo religioso suponía la llegada de un nuevo depositario, y la Cámara Apostólica se alegraba de ello. También aquí se había sentido la pérdida de las naciones renegadas, aunque se compensaba con las parroquias y diócesis que, cual setas silvestres, surgían por todo el Nuevo Mundo. Debido, precisamente, a que la tasa por nombramiento resultaba tan lucrativa, se elevaron tasas similares por la confirmación de dichos nombramientos.

En general constituía una poderosa corriente económica, que se alimentaba, no obstante, de pequeños afluentes individuales, reunidos, combinados y repartidos de nuevo en la Cámara Apostólica. Era el sistema de riego de la Iglesia.

Durante sus comienzos como visitador en Roma, Sandro había estado muy ocupado con la Cámara Apostólica, así como con los demás organismos administrativos pontificios, y no tanto por interés como por la sencilla razón de que no se le ocurría otra manera de ocupar su tiempo. También había intentado averiguar algo sobre la cámara secreta, pero tal y como su propio nombre indicaba, le había resultado del todo imposible. La
camera secreta
era la sala del tesoro, el arca, el patrimonio privado del Santo Padre.

El cardenal Quirini recibió a Sandro como a una visita de estado: con los brazos abiertos y una sonrisa, como si en realidad llevara tiempo deseando su aparición. Era de una estatura y un volumen impresionantes, y bajo su solideo, el gorro rojo cardenalicio, despuntaban mechones de cabello gris. Sandro realizó una cortés reverencia.

—¡Hermano Carissimi! Por fin os conozco. He oído hablar tanto de vos y de vuestras actividades...

—De mí y de mis actividades: suena casi como si acechara en los bosques, robara a los ricos y lo repartiera entre los pobres —le interrumpió Sandro.

Los dos vasos de vino habían logrado relajarle y volverle vivaz.

El cardenal Quirini respondió a la broma con una sonora carcajada, una demasiado ruidosa y larga como para ser sincera, en opinion de Sandro. El rostro de Quirini, no obstante, perdio en seguida la máscara jovial en cuanto este ofreció un asiento a Sandro.

—¿Gustáis quizás de un vaso de vino? —sugirió—. Es mediodía, y el calor es bochornoso.

El jesuita no podía negar que le apeteciera, pero también sabía que necesitaría mantener la mente medianamente despejada.

—No, gracias, su Eminencia.

—Muy estoico por vuestra parte —le elogió Quirini—. Sois un gran ejemplo.

«Y vos sois un gran juez de la conducta humana», pensó Sandro, mientras agitaba mentalmente la cabeza.

Acordaron que Quirini bebería lo que él gustara, probablemente vino, mientras que Sandro se contentaría con agua. El dominicano les sirvió a ambos con gran presteza y después volvió a su asiento.

—Bienvenido a la Cámara Apostólica —exclamó Quirini, abriendo los brazos en ademán teatral, como tratando de abarcar los territorios que controlaba.

Aquel gesto delataba un orgullo inconmensurable. Sandro sabía de él lo que sabía: que llevaba tres años en su puesto, pues ya lo había ocupado con el papa Pablo III, y no habían sido pocos los que habían quedado atónitos ante su renovación. Por lo general, quien ocupaba aquella posición, como cualquier otro alto cargo de la Iglesia, hacía gala de algo de lo que Quirini no podía presumir: de pertenecer a la aristocracia más rancia, o de poseer un capital cuantioso. Quirini no pertenecía a una familia importante. Su padre, según los rumores, había sitio sastre en casa del duque de Parma, de quien había ganado la confianza de forma maliciosa y percibía un salario mucho mayor de lo debido por su cometido. Así, pudo arreglarle a su hija un matrimonio extraordinariamente provechoso e ingresar a su hijo pequeño, Vincenzo, en un convento dominico de renombre, donde el joven comenzó a ascender de manera tan fulgurante como misteriosa.

Una maliciosa combinación de envidia, intransigencia estamental y perfidia dio luz a aquellos rumores y los puso en circulación. La alta y adinerada nobleza no toleraba a los advenedizos procedentes de estratos inferiores que quisieran medrar, los consideraba casi como una violación del orden natural, una perturbación de las más antiguas leyes. Sin embargo, aun cuando las historias fueran ciertas, lo que los envidiosos no podían pasar por alto era que la vía del ascenso de Vincezo Quirini podía calificarse de muchas formas, pero no de secreta. No tardó en obtener, en la abadía, el cargo de
thesaurarius
, responsable de los intereses económicos. Su efectividad en el puesto fue tan evidente que el arzobispo no tardó en reparar en él y reclamarlo en Rávena. Desde allí llegó al Vaticano, a la Cámara Apostólica, donde desempeñó diversas funciones. Fuera cual fuera el cometido que se le otorgara, siempre que tuviera relación con el aspecto financiero, lo llevaba a cabo con brillantez. Quirini era al dinero lo que Rafael a la pintura, o César al campo de batalla.

Normalmente, se le habría permitido llegar a
thesaurarius
de la Cámara Apostólica para obtener provecho de sus facultades, sí, o quizá, en un alarde de generosidad, se le hubiera concedido el puesto de vicetesorero. Sin embargo, hacerle cardenal o, sobre todo,
camerarius
, un cargo que hasta la fecha solo habían obtenido miembros de las familias más ricas y nobles, como los Sforza, los Riario o los Orsini... aquello era inaudito. La trayectoria del cardenal Quirini era un accidente que, a decir de las malas lenguas, solo podía deberse a que el papa Pablo III, en sus últimos años, no se encontrara en plenas facultades mentales. El que Julio III no hubiera despedido y sustituido ya a Quirini se explicaba únicamente con el hecho de que él mismo era un advenedizo y un caso accidental, que no se encontraba en las mejores relaciones con las familias más preponderantes, por no hablar de sus propios enemigos.

Quirini, no obstante, se sentía muy seguro en su posición, o al menos aquella era la impresión que pretendía ofrecer.

—Mi querido Carissimi... ¿puedo llamaros así? No sé si entendéis del todo el lugar en el que os encontráis. Somos uno de los organismos más importantes de la cristiandad. Nuestras instalaciones no solo albergan el corazón de la Santa Iglesia Romana en la basílica de San Pedro, ni su cerebro en el Santo Oficio. Nosotros somos el estómago. A nosotros nos llega lo que nos mantiene con vida: el dinero. Sin nosotros, la Iglesia moriría de hambre.

Quirini rio, travieso.

—No se nos escapa nada, ni el más mínimo denario —continuó—. De Roma no sale el nombramiento de ningún nuevo obispo sin que mi Cámara haya registrado la correspondiente anualidad. No encontraréis ninguna oficina dentro de la administración de la Iglesia que trabaje de forma más infatigable que la mía. No puedo menos que tomarme ligeramente a mal que hasta ahora no nos hayáis honrado con vuestra atención.

Volvió a reír, esta vez para hacer entrever que no lo había dicho enteramente en serio. Sin embargo, debió notar una cierta expresión en el rostro de Sandro que le llevó a dejar finalmente a un lado aquella especie de orgullo paternal al hablar de «su» Cámara Apostólica.

—Pero imagino que ese no es el motivo de vuestra visita —dijo.

—Por desgracia —asintió Sandro—. He venido a traerle una penosa noticia, Eminencia. Se trata de Maddalena Nera.

Sandro había elegido intencionadamente aquella forma de expresarlo para analizar la reacción de Quirini. La respuesta fue llamativa.

—¿Maddalena? ¿Qué le ocurre?

Podía haber negado que la conociera, pero no lo hizo. O bien preveía o sabía que existía una lista de clientes, o bien no encontró motivos para fingir ante un simple jesuita que no guardaba relación alguna con una conocida cortesana local.

—Me temo, Eminencia, que ha fallecido.

La expresión de Quirini se heló en el acto. Toda muestra de su alegría anterior desapareció en un solo parpadeo. Tras unos instantes de silencio, se levantó y se aproximó a la ventana, donde el sol de mediodía le impactó de lleno, iluminando su sotana roja, como empapada en sangre. Se apoyó en la ventana sobre la mano derecha. La izquierda reposaba sobre los lumbares y Sandro se dio cuenta de que llevaba allí desde que él había entrado en la habitación. De no ser así, se habría percatado antes de que estaba parcialmente vendada. La envoltura recorría el pulgar hasta la articulación, pero el resto de la mano parecía intacta.

—¿Cómo... cómo ocurrió? —preguntó Quirini.

Sandro redirigió la mirada, desde la mano vendada, hasta los ojos de Quirini.

—La asesinaron, Eminencia. La apalearon y después la apuñalaron. Quizá se defendió, pero lo desconozco.

Sandro cayó en la cuenta de que, el día anterior, había olvidado buscar otros rastros de sangre. ¡Qué descuidado por su parte! La inexperiencia se cobraba su tributo.

Quirini volvió a sentarse. Tomó un largo trago de vino, y a Sandro le pareció particularmente interesante que no temblara.

—Ignoraba que le produciría tal conmoción —dijo el jesuita—. Mantenía usted una relación cercana con la signorina Nera, por lo que puedo ver.

—No, no exactamente —negó Quirini—. Hacía tiempo que no la veía.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando?

Quirini contestó a la pregunta sin reparos. Parecía entender en nombre de quién estaba actuando Sandro.

—Aproximadamente un año.

—¿Qué relación mantenía usted con la signorina Nera?

Quirini sonrió agradecido ante el indulgente respeto con que Sandro estaba manejando el tema.

—Creo que ya sabéis qué relación mantenía con ella. Ahorrémonos las miradas y los carraspeos vergonzosos.

—Con gran placer. Así pues, os acostasteis con ella. ¿Más de una vez?

—Más de una vez —repitió él—. Durante aproximadamente medio año estuvimos viéndonos a intervalos irregulares.

—¿En torno a cuántos denarios le abonasteis a Maddalena?

La pregunta pareció sorprender a Quirini, y necesitó un momento para repasar la cuenta con los dedos. Finalmente hizo un movimiento vago con la mano.

—Entre cuatro mil y cinco mil. Dadas mis circunstancias, fue generosa. Sin duda habría oído que no me encuentro entre los cardenales más ricos.

Sandro se preguntó por qué Maddalena no habría anotado aquella suma en la lista. ¿Se debería simplemente a un descuido, o acaso habría alguna otra razón? Lo que era más importante: ¿Por qué se encontraba el nombre de Quirini en aquella lista, si no había visto a Maddalena en el último año?

—¿Fue la falta de dinero el motivo por el cual dejasteis de veros con ella? —inquirió Sandro.

—No, no. El Papa la convirtió en su concubina particular, por lo que me retiré.

—Entiendo. Eso fue hace catorce meses.

—Si vos lo decís, Carissimi... No los he contado.

—¿La presentasteis vos al Papa?

—No, no sé cómo la conoció. Imagino que ella misma se preocuparía de darse a conocer ante él.

—¿La amabais? ¿U os amaba ella a vos?

Quirini frunció el ceño.

—¿Por qué lo preguntáis?

—Disculpadme, Eminencia, pero al informaros de su muerte, vuestra reacción no ha sido exactamente la de un hombre que hace catorce meses se separara de una cortesana cualquiera y no la volviera a ver desde entonces.

Other books

Baby Breakout by Childs, Lisa
Addie Combo by Watson, Tareka
Peter and Veronica by Marilyn Sachs
A Maiden's Grave by Jeffery Deaver
Dreamfever by Kit Alloway
7 Sorrow on Sunday by Ann Purser
The Lost Art of Listening by Nichols, Michael P.
Wrecked by West, Priscilla