La cortesana de Roma (32 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—Entonces, ¿no estuvo aquí?

—Eso es lo que he dicho.

—No directamente.

—Entonces lo diré directamente: no estuvo aquí.

—¿Seguro?

—¿Es que dudáis de mi palabra?

—En absoluto. Solo que quizá estuvo aquí sin que os dierais cuenta.

—Tener una ramera en mi casa es algo que no me perdería así como así. Mi madre, menos todavía. Es capaz de oler el rastro de mujeres de dudosa reputación incluso días después —Bianca se miró las uñas—. Probablemente sea capaz de oler también el rastro que dejéis vos.

Antonia sonrió serena. Solo podían herirla las personas que tenía en consideración, y Bianca no pertenecía a esa categoría.

—Una mujer que ama —replicó— nunca es una prostituta. Por otro lado, una mujer que se vende, ya sea por dinero, por una posición social o por un título, entra bastante bien dentro de esa categoría.

Bianca se levantó.

—Extraña conversación la que estamos llevando. Tendréis que disculparme.

Antonia también se levantó.

—Me iré. En mi lugar vendrá un oficial de interrogatorios en nombre del Papa a continuar con esta conversación.

—Un oficial del... Pero, ¿por qué? Yo no sé nada.

—Oh, eso es lo que dicen todos. Sin embargo, cuando saca sus herramientas...

Bianca abrió los ojos como platos.

—¿Herramientas? ¿Qué herramientas? No soy ninguna delincuente. Soy una Carissimi, una Farnese... El Papa no se atreverá...

—El Papa solo tiene en mente la venganza, y los vengadores son personas con las que resulta difícil razonar. No dejará ninguna vía sin utilizar para descubrir cómo murió Maddalena... y quién la mató.

—Pero... ¡Pero Sandro nunca lo permitiría!

—La influencia de Sandro es limitada. Me envió a mí como un último y discreto intento de haceros entrar en razón. Si hubierais confiado en mí, nadie sabría de dónde habría obtenido Sandro la información, pero os habéis obcecado en vuestra postura, así que se producirá un escándalo que será de todo menos «de buen gusto».

Bianca contuvo el aliento y se dejó caer sin fuerzas sobre el sillón.

—De acuerdo, la vi, de hecho —dijo, tragando saliva— fue la tarde de su muerte. Pero estaba viva cuando se fue, así que no entiendo por qué es tan importante.

—¿Hablasteis con ella?

Bianca negó con la cabeza.

—Fue un encuentro corto y sin palabras, no merece ni la pena comentarlo. Maddalena estaba en el atrio y se echaba un manto sobre...

—¿Abajo, en el recibidor?

—No, no, hablo de la entrada del
palazzo
de mi prometido. El encuentro fue en casa de Ranuccio.

Antonia estaba demasiado sorprendida como para continuar formulando preguntas, sin embargo, Bianca continuó su narración de lo que había presenciado aquella tarde.

—Estaba con Francesca, la hermana de Ranuccio, arriba, en su habitación, como una hora antes del atardecer. Ranuccio había recibido a un visitante, pero nosotras no sabíamos quién era. Se comportaba de forma muy misteriosa, quería estar solo, como había estado haciendo en las últimas dos semanas, así que no me quedó más remedio que quedarme con Francesca. Estuvimos hablando sobre la boda, porque no se me ocurría ningún otro tema, y me dediqué a restregarle la dote de siete mil ducados que mi padre le pagará a Ranuccio, porque Francesca debe saber que a partir de ahora yo soy la primera dama de la casa, y no ella, si es que alguna vez lo fue, como...

—Centrémonos en el tema —le recordó Antonia.

—Sí, bien. En cualquier caso, estaba siendo una conversación lenta, como todas las conversaciones con Francesca, pero como Ranuccio la quiere tantísimo, quería ser amable y resistí heroicamente. Honestamente, deberían canonizarme después de esa agotadora...

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó Antonia.

Bianca dejó escapar una sonrisa torcida.

—Cielo Santo, sois todavía más seca que Francesca. Pues bien, como oí ruidos en la planta baja, me surgió la oportunidad de interrumpir la conversación y divertirme un poco. Le propuse a Francesca que espiáramos un poco. Por supuesto se hizo de rogar: es espantosamente obediente y correcta, lo que demuestra la tremenda influencia que mi madre tiene sobre ella. Pero al final, la convencí. Cogí a Francesca de la mano y bajamos las enormes escalinatas. Entonces vi la silueta de una mujer. Llevaba algo de aquí para allá, entre el despacho de Ranuccio y el caballo que esperaba a la puerta. Llevaba un vestido elegante, rojo oscuro, y un precioso manto de seda que era como para morirse. He de admitir que tenía buen gusto, pero como la mayoría de las mujeres de su categoría llevaba demasiado maquillaje. Al menos hasta entonces no se había dado cuenta de nuestra presencia, porque estábamos al menos a veinte metros de distancia, pero entonces uno de los escalones inferiores chascó bajo mi pie. Se acababa de echar encima el manto, y se volvió a nosotras durante unos tres o cuatro segundos. Me miró y parecía... no sorprendida, más bien, avergonzada, completamente horrorizada.

Antonia reflexionó un instante.

—¿Se os ocurre por qué se espantaría así?

Bianca recuperó su tono superficial e indolente, pero Antonia no perdió la sospecha de que lo había logrado solo con gran esfuerzo.

—Evidentemente —dijo Bianca—, acababa de tener una cita con mi prometido. Lo mínimo que yo esperaría de alguien a quien han cazado con las manos en la masa es que se avergonzara. Aunque quizá ella tuviera también algo que ocultar.

—¿Por ejemplo?

Bianca se encogió de hombros.

—Ni idea. Algún delito, algún crimen, algún secreto. Tenía unos ojos malvados y corruptos, pero por lo menos tuvo la decencia de no dirigirme la palabra y de marcharse muy rápido.

—¿Mencionasteis el tema a vuestro prometido?

Bianca hizo un gesto de desinterés.

—No, sería algo indecoroso. Además, traería muchas complicaciones, porque a Ranuccio le enfurecen las intromisiones en sus asuntos. Le hice prometer a Francesca que no contaría nada de lo que habíamos visto, sobre todo a mi madre. Intentó consolarme, puso un gesto de aflicción... En realidad, ¡era su cara de siempre! Afortunadamente no tuve que soportar aquellos estúpidos gestos de ánimo durante mucho tiempo, porque ya era muy tarde, así que me despedí, y al día siguiente llegué a la conclusión de que había hecho lo correcto. ¿Qué habría conseguido contándoselo a alguien?

Aquella última observación de Bianca, dicha de forma casual y pretendiendo aparentar indiferencia, hizo reflexionar a Antonia. ¿Qué habría conseguido Bianca? La pregunta estaba formulada con absoluta corrección. ¿Qué habría obtenido enfrentando a su prometido o a cualquier otra persona con el hecho de que la amante del Papa entrara y saliera tras el atardecer del despacho de Ranuccio? La respuesta era clara: nada en absoluto. Su madre había logrado una nueva oportunidad de evitarle a su hija el matrimonio con un sinvergüenza, incluso su padre vacilaría. Tras todo lo que Sandro le había contado a Antonia sobre Ranuccio, no era el tipo de hombre al que se atrevería reprocharle nada. Así pues, había callado, que era lo único inteligente que podía hacer, según la lógica de Bianca, obsesionada con un matrimonio buscado a cualquier precio.

Era posible, incluso probable, que Bianca no amara a su futuro marido y, por tanto, no pudiera sentir celos por él. Sin embargo, Antonia se preguntaba si una mujer que permite que su prometido le pegue, e incluso llega a protegerle, no debería reivindicar de alguna forma sus derechos sobre su marido y sentirse aún más herida por sus infidelidades de lo que ella daba a entender.

Muchos monjes y religiosos de rango bajo que servían en el Vaticano se alojaban en el edificio de la via di Porta Angelica, justo al lado del cuartel de la Guardia Suiza y de la Imprenta Pontificia. Eran espacios sencillos, sin ningún tipo de confort: pequeños, grises, oscuros y sin calefacción, tal y como prescribía la norma monástica, pero, a diferencia de los conventos, carecían de ese entorno espiritual, divino. Los conventos irradiaban calma y compostura, eran centros de reflexión y trabajo silencioso. En las casas de la via di Porta Angelica, no obstante, reinaba una incómoda sobriedad: eran austeros, pero no sublimes; lleno de rincones, pero que no invitaban a la oración; pero por encima de todos los males se encontraba el ruido ensordecedor de la vecina imprenta y del patio de maniobras militares, que llegaba hasta la capilla y las celdas.

Sandro se encontraba en medio de uno de esos cubículos de dos por dos pasos. Tenía que inclinar ligeramente la cabeza para no darse contra el techo, pero Sebastiano había sido más bajo que él, por lo que no debía haber sufrido el mismo problema. Una cama y una mesa baja, sobre la que había colocada una palangana, componían todo el mobiliario. Ni siquiera contaba con un reclinatorio, algo usual entre los dominicos. El dolor que se experimentaba al mantener la postura de rezo debía ser una expresión de devoción, pero Sandro dudaba de que Sebastiano hubiera rezado con profusión cuando se encontrara solo.

—¿Dónde están los efectos personales del hermano Sebastiano? —preguntó Sandro.

El prior permanecía en la puerta, pues era considerablemente más voluminoso que Sandro, y tendría que haberse inclinado en un ángulo de 45 grados para poder entrar en la habitación. Frunció su poblado ceño.

—No está permitido traer objetos personales a las celdas —replicó.

—Quizá un libro, una carta...

—Los libros se leen exclusivamente en el
scriptorium
, y solo se pueden abrir y responder cartas en mi presencia. Sin excepción. Las excepciones son la ponzoña que nos aleja de la fe. Nosotros somos muy estrictos con eso.

El prior acentuó particularmente el «nosotros» y el «muy», y Sandro supo que no lo había hecho al azar. En algunas órdenes, las reservas hacia los jesuitas eran particularmente fuertes, sobre todo porque estos pretendían educar a las gentes sencillas, y la educación suponía igualmente una ponzoña que alejaba de la fe, al menos desde el punto de vista de algunas congregaciones. De entre ellos, los dominicos estaban particularmente celosos de la ascendente posición de los jesuitas en la jerarquía del Santo Padre, pues veían menguar su propia influencia.

Sandro apartó la manta y buscó el más sencillo escondrijo de cualquier indicio que pudiera ayudarle a obtener datos sobre el asesino y sus motivos.

—No encontraréis nada —dijo el prior, y frunció aún más el ceño, de forma que casi había borrado todo espacio entre ceja y ceja—. Comprobamos una vez a la semana las celdas de nuestros novicios. Nosotros somos extremadamente cuidadosos.

Sandro no se dejó impresionar, se arrodilló y miró debajo de la cama.

—¿Notasteis algo inusual en el hermano Sebastiano en los últimos días?

El prior observó a Sandro, interrogante, con gesto despectivo.

—¿Inusual? No. Estaba igual que siempre.

—¿Y cómo era él siempre?

—Descuidado.

Sandro, que se había sumergido hasta la mitad del cuerpo debajo de la cama, miró al prior con una expresión tan paciente como llena de expectativas.

—Si fuerais tan amable de extenderos un poco más en vuestras explicaciones, hermano prior, os estaría sumamente agradecido.

El prior jadeó.

—No se podía confiar en él, nunca se concentraba. Lo hacía todo mal continuamente, y no porque no pudiera hacerlo mejor, sino porque no le interesaba.

Sandro apartó alguna pelusa.

—¿Diríais, hermano prior, que Sebastiano se tenía por alguien demasiado bueno como para ser dominicano?

El prior tensó los codos como si se estuviera preparando para saltar sobre Sandro como una lechuza sobre un ratón.

—Demasiado bueno... ¿Qué queréis decir con eso? ¿Que hubiera sido mejor que fuera jesuita?

—Con esa pregunta, quería únicamente saber —explicó Sandro—, si el hermano Sebastiano Farnese era alguien adecuado para la sencilla vida monacal, incluso dentro de una orden tan respetable y venerable como la vuestra.

La aclaración pareció apaciguar al prior o, más bien, devolverle a su nivel habitual de desconfianza y rechazo. Sandro se sintió ligeramente orgulloso de ser capaz de utilizar la diplomacia incluso debajo de una cama y rodeado de pelusas.

—Bueno, ya que lo preguntáis... No, no era un buen dominico. Hablé con él en dos ocasiones para pedirle que se replanteara si la vida de monje era la más adecuada para él, pero a pesar de sentirse visiblemente incómodo, permaneció con nosotros. Para mí era algo incomprensible. Su hermano no nos hizo ningún donativo, por lo que para Sebastiano resultaba muy difícil ascender en la jerarquía de la orden. ¿Sabéis si os queda mucho de tanto... reptar y hurgar?

Sandro surgió de debajo de la cama y recibió una mirada de desaprobación.

—Mirad vuestro hábito —exclamó el prior—. Está completamente lleno de polvo.

—Se quita con facilidad —replicó Sandro, sacudiéndose la suciedad de encima.

—Me refiero a que el hermano Sebastiano contaba con tiempo de sobra para limpiar su celda. Le di instrucciones precisas de que utilizara sus arrestos para arreglar sus negligencias.

—¿Le... arrestasteis?

—Nosotros somos extremadamente estrictos en ese aspecto. El hermano Sebastiano no limpiaba su celda, por lo que se le castigó con el arresto.

—¿Cuándo fue eso?

—Fue... Dejadme que piense. Fue la mañana siguiente a que tuviera que cumplir servicio en la portería. Aproveché ese momento para inspeccionar su celda y encontré porquería por todas partes. Nosotros somos absolutamente pulcros.

—La mañana siguiente a que cumpliera servicio en la portería estuvo hablando conmigo. No pudo estar bajo arresto.

—Claro que pudo: ignoró mi orden. Si me hubiera informado de que quería dar testimonio ante un visitador del Papa, le habría permitido visitaros, pero se marchó sin hablar conmigo sobre el castigo que se le había impuesto. Ya había hecho antes cosas así, pero nunca de una forma tan descarada. Cuando regresó, le pedí cuentas y, debo decirlo: se mostró pensativo y, hasta cierto punto, molesto. Prologué su arresto, algo que aceptó a regañadientes.

—Le vi en la fiesta de compromiso de su hermano.

El prior asintió.

—En vista de la particularidad del acontecimiento familiar en cuestión, le permití esa salida. La mañana siguiente volvía a tener prohibido salir durante tres días. Nosotros somos sumamente meticulosos con esas cosas.

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