La cortesana de Roma (14 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

En la voz de la Signora podía percibirse un creciente tono que delataba su orgullo.

—No me había equivocado con ella. Era tremendamente inteligente y había puesto en práctica cada una de mis lecciones. Cuanto más fría se mostraba, cuanto más le rehuía, más sumiso y dependiente estaba él. Jugaba con él como una gata con un ratón. Sin embargo, como era de prever, le abandonó a la primera oportunidad. No duró mucho, y un candidato nuevo ofrecía más dinero por ella: el cardenal Quirini. Vino hasta mí y preguntó específicamente por Maddalena.

—¿Había oído de ella por ti?

—Según los rumores, el propio Massa había ido hablando de su hermosa cortesana por el Vaticano. Quirini le escuchó. Massa y él son enemigos acérrimos, algo que explicaba su interés en la todavía desconocida Maddalena. Quiso jugarle una mala pasada a su competidor, y puesto que un cardenal luce más que un ayuda de cámara... A mí me pareció bien. Maddalena se convirtió, de hecho, en la querida de Quirini, y abandonó el Teatro para instalarse en un ático que el propio cardenal le pagaba, en la via Santa Maria Minerva, frente al Panteón. Estaba bien equipado, yo misma visité allí a Maddalena en un par de ocasiones. Sin embargo, no había modelado a Maddalena durante años para que se conformara con una habitación. Era evidente que si Quirini no ofrecía más, más tarde o más temprano la perdería. Se había marcado el objetivo de ser ya una mujer rica e independiente para cuando cumpliera los treinta. Desde que comenzó a relacionarse con el papa Julio, parecía que iba a cumplir su sueño. Estaba en lo más alto, en el lugar al que pertenecía.

La Signora se estaba dejando arrastrar completamente por el orgullo de la creadora que ve cumplirse todas las ambiciones de su protegida. Durante un instante, Maddalena pareció surgir de los embelesados ojos de la Signora, y estar viviendo una existencia feliz.

Sin embargo, aquella ilusión se vino abajo tan pronto Carlotta pronunció las siguientes palabras:

—Parece que alguien lo veía de otra manera.

La Signora A volvió a introducir las copas en el agua de fregar.

Si hubiera seguido haciendo caso de lo que le dije... Pero no supo luchar lo suficiente, no fue culpa suya. Tengo la impresión de que ella ya estaba harta de todo y solo quería marcharse. Probablemente por eso se metió en ese negocio.

—¿En qué negocio? —preguntó Carlotta.

—Ella nunca hizo más que alusiones vagas. No me quito de encima la sospecha que esa Porzia tuvo algo que ver en todo esto.

—¿Quién es Porzia?

—Una ramera callejera del Trastevere, una auténtica verdulera, analfabeta y ordinaria. Lo peor de todo es que Maddalena la conoció aquí, en el Teatro.

—¿Cómo pudo ser?

—Esa Porzia venía aquí de vez en cuando. En las tardes de invierno suelo darles a las prostitutas callejeras de la otra orilla del río un vaso de vino caliente. Esas pobres criaturas se congelan hasta morir. Hace casi exactamente cuatro meses, el primer día de Adviento, Maddalena vino a visitarme, y conoció a Porzia por casualidad. Las dos estuvieron charlando un buen rato fuera, en el patio. Evidentemente fue algo que me sorprendió: Maddalena siempre había evitado hablar con las otras prostitutas mientras residió aquí, porque despreciaba las amistades que eran todo fachada y en las que la envidia y la traición asomaban entre bastidores. Esas eran palabras textuales suyas. Desde que había ascendido, esa decisión se había reforzado aún más. Yo era su única amiga. El que alguien como Maddalena tratara con alguien como Porzia era asombroso, y poco después me daría motivos para la preocupación. En cuanto descubrí que Porzia iba y venía por la villa de Maddalena, me surgió la sospecha de que aquella mujer le había introducido en algún tipo de negocio, o que Porzia había invertido en algo y le había pedido ayuda. A día de hoy sigo sin saber de qué se trataba; solo sé que Maddalena está muerta y que esa ordinaria de Porzia...

En aquel momento, una jarra de cristal estalló en la mano de la señora. Asustada, e incapaz de reaccionar, miró al agua de fregar en el que se iba dibujando una mancha de sangre.

Antonia, por el contrario, actuó con celeridad. Debido a su trabajo, se había cortado miles de veces y sabía lo que hacer para detener la hemorragia. Vertió agua fría de una jarra sobre la herida, le extrajo un par de esquirlas, limpió de nuevo la llaga y la vendó provisionalmente con un paño recién lavado.

—Esto debería servir en un principio. El corte no es profundo, pero debéis preocuparos de ir a ver a un doctor,
Donna.

Por primera vez en toda la conversación, la muchacha vio sonreír a la Signora.

—No, querida niña, trátame de tú. Y llámame Signora A, como todas.

—Encantada, Signora A. Volviendo a Porzia: ¿Cuál es su apellido y dónde se la puede encontrar?

—No sé su apellido: las prostitutas solo necesitan un nombre de pila, ¿entiendes? Aparte de que ronda la zona del Trastevere, no sé nada sobre ella.

—¿Cuándo estuvo aquí por última vez?

—Hará una semana, aproximadamente. Refrescó por la noche. Sin embargo, estos días en los que hace calor... Algunas veces la he visto junto al Tíber, en el puente que lleva al Trastevere.

—¿Te importaría, Signora A, que trabajara aquí una temporada... sirviendo bebidas? No pediría ningún salario. Para Carlotta y para mí es importante encontrar a esa Porzia, nos podría dar información esencial. Quizá vuelva por aquí o la vuelvas a ver en el puente.

La Signora A miró alternativamente a Carlotta y a Antonia.

—Por supuesto que puedes trabajar aquí, niña. Solo que no lo entiendo. ¿Información? ¿Es que estáis buscando al asesino de Maddalena?

—Digamos —contestó Carlotta antes de que lo hiciera Antonia—, que estamos recopilando pistas para alguien que lo busca. En cualquier caso, Signora A, esto debe permanecer entre nosotras. Ninguna de las chicas, nadie en absoluto, debe saber nada de todo esto.

La Signora asintió.

—Podéis contar conmigo. En los últimos veinte años varias de mis chicas han desparecido o las han encontrado muertas, y cada vez que me enteraba era un mal trago. Tú y yo sabemos, Carlotta, cómo reacciona la policía romana ante el asesinato de una prostituta, cómo ignoran nuestras muertes... Si esta vez atraparan al asesino, serviría para compensar a todas las demás muchachas, y también, particularmente, a mí.

—Pero, ¿en qué estabas pensando? —preguntó Carlotta con severidad—. Aprobé que me acompañaras, pero nunca hablamos de que acabaras de camarera en un prostíbulo.

La Signora A había ido al médico para que le curaran el corte, y Antonia y Carlotta se habían quedado solas bajo la turbia luz del salón de alterne.

—Estamos buscando a Porzia, ¿no? De momento es nuestra única pista.

—Soy yo la que busca a Porzia.

—Tendremos más éxito si nos repartimos la búsqueda. Tú puedes buscarla en el Trastevere porque ya te lo conoces bien y sabes a quién debes preguntar. Yo permaneceré en el Teatro, y espero que la Signora A la encuentre finalmente. Además, así puedo enterarme de si alguna de las chicas sabe algo más aparte de lo que nosotras ya conocemos, que tampoco sería imposible, ¿verdad?

Antonia se aproximó a la tina de cobre, tiró el agua manchada de sangre al patio de los dos tilos y retiró los fragmentos de cristal de la jarra rota.

—Antonia en un lupanar. Sandro Carissimi va a reventar de rabia cuando se entere —profetizó Carlotta pero, al ver la sonrisa picara de la muchacha, continuó—. De eso se trata precisamente, ¿no es verdad? No tiene nada que ver con Porzia.

—También tiene que ver con Porzia. Soy una persona curiosa y quiero saber qué es lo que hay detrás de todo esto. Sin embargo, tienes razón: no tengo ganas de esperar a que el señor jesuita decida si me quiere o no me quiere, y si, en caso de que así sea, qué va a hacer conmigo. Así pues, voy a obligarle a salir de su coraza.

—Cuando le obligaste a salir de su coraza esta mañana, destrozó tu vidriera favorita, ¿o ya se te ha olvidado?

—Ahora ya no tendrá nada a mano que pueda romper.

—El truco que quieres utilizar es el más viejo del mundo.

—¿Y precisamente por qué es tan viejo? Porque funciona.

—Tengo un mal presentimiento.

Antonia acarició el hombro de Carlotta.

—Mira, Carlotta, sé que tienes buena intención y que estás preocupada. Para mí eres como una hermana, pero precisamente por eso sabes por qué hago esto por lo que estamos discutiendo. Acabo de perder a mi padre y es algo doloroso, pero así es como funciona en el mundo y hay que conformarse con ello. Sin embargo, lo de Sandro... Soy como una viuda sin cadáver, ¿entiendes lo que te quiero decir? Llevo luto por alguien que ni está muerto, ni es mi marido ni mi amante. Cada día que he pasado en esta ciudad me he sentido culpable por un amor imposible que no me ofrece ninguna esperanza, ni un cuerpo, ni una promesa, ni un futuro. Solo la culpabilidad que me crea un monje. No me quedan más que dos opciones, Carlotta: o abandono a Sandro y me marcho de Roma... o lucho por él. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Qué harías tú si, después de haber estado con tantos hombres como has estado, hubieras encontrado a uno que significara más para ti que todos los demás juntos?

Carlotta observó a Antonia durante un largo rato. Las sombras de los tilos bailaban sobre su rostro.

—Espero —suspiró finalmente— que sepas lo que estás haciendo.

10

El palazzo de los carissimi se alzaba sobre la colina del esquilino como una poderosa roca en medio de la calma del mediodía. La fachada relucía con el color del oro, interrumpido por las ventanas bordeadas de blanco, cuyo cristal reflejaba los destellos del sol. El
palazzo
, de un piso de altitud, carecía de patio principal: desde la entrada se accedía directamente a la calle. Sandro recordó que, desde que le alcanzaba la memoria, sus padres habían considerado siempre aquella cercanía al exterior como un gran inconveniente, y sin embargo no existía ninguna forma de cortar medio edificio y empujarlo para atrás. En lugar de ello, habían reformado el portón para que fuera considerablemente más grande. Al principio una puerta doble, equilibrada y sencilla, con un marco pequeño de piedra les había bastado; ahora les recibía un imponente y oscuro portal de madera de nogal, que parecía capaz de resistir un asedio enemigo. El portal estaba delimitado por cuatro columnas de estilo griego, dos a cada lado, y por un porche que imitaba la cubierta de los templos helenos, solo que aparecía decorada con frescos del Nuevo Testamento, como si se hubiera buscado un acuerdo entre el boato de la Antigüedad Clásica y la modestia del cristianismo primitivo. En cualquier caso, a Sandro le pareció que el
palazzo
era mucho más grande que cuando lo dejó, ocho años atrás, y tras un análisis más exhaustivo se dio cuenta de que, de hecho, lo habían ampliado en los laterales, de tal forma que, en cada piso, había ahora una hilera de doce ventanas, en lugar de diez. Además de estas alas laterales se le había añadido otro piso del que surgían dos pequeños torreones, sobre los que se acumulaban incontables nidos de golondrinas.

El resto de la calle, no obstante, no había cambiado en absoluto, o por lo menos eso parecía. Entre los adoquines mal colocados florecían dientes de león y margaritas silvestres, y en aquella hora de la tarde, la sombra tapaba media acera, ofreciendo a los niños un refrescante patio de juegos. Sandro los observó durante un instante, mientras Forli y él se aproximaban al palazzo Carissimi, pero lo que vio no fue el presente. Se vio a sí mismo, con sus mejores amigos, Giorgio y Rinaldo, molestando a las larvas de mosca que nacían en los toneles de agua de lluvia; vio los adoquines ardiendo bajo el sol de julio, tan calientes que no se podía pasar descalzo sobre ellos, y la nieve de enero, que él adoraba arrojar a los demás. Vio cómo acorralaba a sus diversas novias contra la pared del
palazzo
, como las besaba y les susurraba bonitas tonterías al oído. Vio cómo acudía con su madre a la pequeña capilla del otro lado de la calle, donde encenderían velas para los muertos y se arrodillarían juntos y en silencio durante un buen rato.

—No está mal, Carissimi —exclamó Forli, extrayéndole por la fuerza de sus recuerdos—. No sabía que vuestra familia fuera tan rica.

—Yo tampoco —respondió.

Les abrió la puerta una muchacha, vestida de forma demasiado delicada y, sobre todo, demasiado piadosa, para ser una sirvienta. El vestido negro cerrado hasta la garganta hacía que sus rasgos, ya de por sí poco llamativos, resultara aún más insípidos, pero no creaba esa impresión de severidad que solían ofrecer las mujeres ataviadas con prendas tan temerosas de Dios. Con la más dulce de las sonrisas, examinó a Sandro y Forli.

—Por favor, entrad, reverendo padre —dijo, arrodillándose mansamente mientras le sobrevenía un enfermizo ataque de tos—. Os hemos estado esperando.

Sandro había enviado a un mensajero tras su conversación con Quirini en el Vaticano, para que informara de su inminente llegada. Había estado pensando un buen rato qué palabras debía escoger para su pequeño anuncio, pues no quería parecer ni demasiado emotivo ni demasiado brusco, pero todo lo que se le ocurría tendía a una u otra dirección, o al menos, eso le parecía. Después de que la cuarta nota siguiera sin gustarle, y de que el novicio que se encargaba de entregarla le observara con una combinación de diversión e incomprensión, escribió finalmente: «A don Alfonso Carissimi. Por motivos religiosos de rigurosa urgencia, me presentaré esta misma tarde en el palazzo Carissimi, en via Domitilla. Se requiere asistencia». La última frase la había tachado varias veces, algo que después le pareció todavía más idiota que el haberla dejado. Se sintió feliz cuando el maldito mensajero finalmente se marchó y se acabó la posibilidad de seguir cambiando las palabras.

El atrio al que entraron era una sala cuadrada de reluciente mármol que se abría hasta el techo. Una amplia escalinata, que se dividía en dos brazos, competía por atraer la vista con dos monumentales pinturas de Tintoretto.

Sandro no conocía aquella habitación. Al parecer, en los últimos ocho años, habían vaciado y renovado el
palazzo
entero. La decoración inicial, que reflejaba elegancia y una posición discretamente acomodada, había dado paso a un estilo llamativo de corte casi aristocrático.

Siguieron a la desconocida con algunos pasos de distancia a través de un pasillo hasta otra habitación más discreta, tapizada con terciopelo de diferentes colores e iluminada con arañas de cristal. Pasaron ante un cuadro que mostraba a sus padres a tamaño natural. Sandro se espantó, aunque afortunadamente Forli no llegó a verlo, pues aquel terror nacía de lo más profundo de su interior. Lo que vio al contemplar aquella imagen no fue a su padre y a su madre, sino a Alfonso y Elisa Carissimi, dos aristócratas de rasgos adustos. ¿Dónde estaba la expresión vivaracha y astuta de su padre, el comerciante; dónde la bondad en el rostro de su madre? La barba de Alfonso estaba espesa y completamente gris, y ya no se podía reconocer ninguna alegría tras ella. Cuando le retrataron, se encontraba colocado junto a un diván púrpura, con pose imperial: con una mano colocada sobre un mapa del mundo, y con la otra sobre la cadera, de la que colgaba un puñal con las iniciales AC grabadas en su superficie.

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