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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (17 page)

A pesar de su evidente bochorno, Don Alfonso mantenía la postura que había adoptado anteriormente y que no había cambiado.

—Disculpad, capitán, si os ruego que me dejéis solo un momento con mi hijo.

Forli entendió que había circunstancias que un hombre prefería tratar con su propio hijo antes que con un extraño. Se iba a levantar, cuando Sandro le dijo:

—De ninguna manera, Forli. Os quedáis aquí.

—No tengo nada en contra...

—He dicho que os necesito aquí. Lo lamento, padre, pero el capitán Forli me está ayudando en esta investigación.

Forli sintió como las entrañas se le contraían con solo oír la palabra «ayudar». El no estaba ayudando a nadie, sino que dirigía la investigación conjuntamente con Carissimi. Tal y como el jesuita lo expresó, parecía que él fuera tan solo su asistente, y ese era un papel que no estaba dispuesto a representar. Ya era bastante malo que lo igualaran con un monje. Maldita sea, era capitán. Había tenido una ciudad entera a sus órdenes. Un centenar de soldados habían servido bajo su mando, y había adquirido esa posición a base de duro trabajo. Sin embargo, había otra razón por la cual no podía permitir que Sandro Carissimi se impusiera en esta investigación: había comprometido la misión que le habían designado, y él no lo iba a consentir. Bajo ningún concepto.

Agarró a Sandro Carissimi del brazo.

—Vamos fuera.

—¿Cómo decís?

—Me habéis entendido muy bien —no le supuso ningún esfuerzo arrastrar a un peso ligero como el de Carissimi a lo largo de media habitación, hasta que este finalmente claudicó y le siguió.

Forli cerró la puerta ruidosamente.

—¿Habéis perdido el juicio, Forli? Haced el favor de dejarme tranquilo —Sandro se sacudió de encima la mano de Forli sin éxito, porque este no soltó la presa que había hecho en su brazo.

—¿Os parezco un novicio, Carissimi? No sois el Papa, no podéis tratarme como si fuera vuestro subordinado.

—¿Y por eso interrumpís mi interrogatorio?

—Nuestro interrogatorio —replicó el capitán, enfatizando el «nuestro».

Carissimi se sumergió las dos manos en su melena negra y comenzó a caminar en círculos.

—No puede ser verdad. ¿Por semejante bagatela horadáis la autoridad de los dos delante de él? El hombre que está en esa habitación quería expulsaros de ella, y vos os levantasteis y estabais dispuesto a iros. Por eso os quité la palabra.

—No soy vuestro ayudante.

—No, después de semejante escena es evidente que no se podrá presentar así.

Clavó el dedo sobre el pecho de Carissimi.

—Ya habéis pasado por alto mi propuesta de presentarnos ante Quirini con la evidencia que encontré, el jirón de túnica cardenalicia. Antes me lo he tragado, pero eso se acabó, ¿me habéis entendido?

Carissimi se apartó con un movimiento de la mano el dedo de Forli de encima del pecho, y se inclinó sobre este para susurrarle.

—Discutamos esto más tarde. Quiero continuar con este interrogatorio, con nuestro interrogatorio, y para eso os necesito... dentro de la habitación.

Carissimi no permitió que retomara la palabra, y regresó al despacho de su padre. Forli ardía de rabia. En otras circunstancias, no habría permitido que Carissimi hubiera salido de ésta tan fácilmente, pero aquel no era ni el lugar adecuado ni el momento propicio. Era lo único en lo que el monje tenía razón. Así pues, se tragó su rabia y retomó el lugar en el que se encontraba antes.

Entre tanto, don Alfonso apenas se había movido. Cuando vio a Forli entrar de nuevo, sus ojos se avivaron durante un instante antes de que su expresión volviera a ser tan opaca como antes.

—El capitán Forli nos acompañará de nuevo en esta conversación, padre. Volvamos a Maddalena Nera.

—Debo insistir, Sandro, en que nos quedemos...

—Maddalena Nera —repitió su hijo con frialdad.

—Te diría, incluso, que estoy más que dispuesto a contarte a ti...

—Maddalena Nera.

El rojo uniforme que había lucido su rostro se dividió en manchas de edad salpicadas por toda la cara. Las puntas de los dedos del comerciante palidecieron por la presión.

—Pues bien: Maddalena Nera. Sí, le di dinero, ¿ya estás satisfecho?

—Yo ya sabía que le habías dado dinero, padre. ¿Cuándo fue?

—¿Cuándo? ¡Qué sé yo cuándo! Hará más de un año, dieciocho meses. Dos años, quizás.

—¿Con qué propósito le pagaste?

—No entiendo la pregunta.

—¿Es tan difícil de entender? ¿Le prestaste el dinero, se lo regalaste o le pagaste algún tipo de servicio?

—Creí que también sabías eso.

—Me gustaría oírlo de tus labios.

—¡Por el amor de Dios! Le pagué.

—¿Y
por qué le pagaste?

La tensión de Alfonso Carissimi estalló como un trueno. Dio un salto hacia adelante que, para un hombre a principios de los sesenta, suponía un esfuerzo extraordinario, y golpeó con la mano abierta la superficie de la mesa.

—Era mi querida, mi ramera, mi amante, como quieras llamarlo. Me la beneficié una y otra, y otra vez, y me encantó: me pareció un placer señorial.

Su grito resonó en toda la sala, y lo siguiente que se pudo oír fue el sonido de la ropa de Sandro Carissimi cuando se inclinó hacia adelante y tomó su taza de café. Forli no percibió el más mínimo asomo de temblor en la mano del jesuita mientras bebía y finalmente volvía a dejar el recipiente vacío sobre la bandeja. Era como si toda la calma del padre se hubiera traspasado al hijo.

Don Alfonso parecía molesto por su propio arrebato. Luchó por recuperar la calma.

—No tienes idea de cómo es mi matrimonio, Sandro. Tu madre pervive solo para tener todo tipo de miedos. Le teme a la riqueza, al amor, a Roma, a la risa, al mal... Las demás mujeres se asustan de las ratas, de las calles sucias y de cualquier cosa desagradable, y es lo normal, pero Elisa teme a las cosas bellas, y eso no tiene el más mínimo sentido. Tu madre, Sandro, es una mujer profundamente desequilibrada. Vivo con una loca.

Forli oyó como el hijo exhalaba profundamente y después preguntaba con voz fría como el hielo:

—¿Cuándo la viste por última vez?

Don Alfonso no parecía entender.

—¿A quién? ¿A tu madre?

—Seguimos hablando de Maddalena Nera, padre —replicó Sandro—. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—Cuando le di el dinero —Don Alfonso cayó, sin fuerzas ya, sobre la silla.

—¿Se lo diste todo de una vez o en plazos?

—De... en plazos. O no. Sí, se lo di en plazos. Siempre le llevaba una parte cada vez que la veía.

—¿Estás seguro o quieres pensártelo un par de veces?

—Estoy seguro.

—¿De verdad?

—Ya te he dicho...

—¿Cuántas veces te viste con ella?

—Yo... no lo sé, tendría... que pensarlo. Unas diez veces.

—¿Dividido en cuánto tiempo?

—Algo menos de tres meses, calculo yo.

—Eso significa que la viste aproximadamente cada siete días.

—¿Eso es una pregunta o una lección de rectitud?

—Ambas. Es un espejo para tu autoexploración personal.

Lo que a los ojos de Forli había constituido una frenética exhibición, impedía que don Alfonso recuperara la calma por medio de comentarios sarcásticos, y en su lugar logró que el tono rojo delator de su vergüenza regresara a su rostro.

—Así que por espacio de tres meses acudiste cada siete días a casa de una mujer que cobra por sus servicios —concluyó Carissimi una vez más.

—Se... se podría decir así.

—¿Todos los domingos después de misa, o en otro momento?

—No seas insolente, Sandro.

—Soy visitador del Papa, y si quieres, el capitán Forli puede explicarte con gusto que tengo todo el derecho a formular estas preguntas. No puedo otorgarte ningún trato de favor.

—Eso no te otorga la autoridad moral para tratarme como a un granuja.

—La autoridad moral. ¿No te parece que es una palabra demasiado elevada para alguien que, aunque se presentara como personificación de la corrección moral y educara a su hijo en consecuencia, luego buscaba los servicios de una prostituta cada siete días? A propósito de lo cual: ¿Dónde la conociste?

—Por el Trastevere.

—¿Qué significa «por»?

El padre giró la cabeza.

—En una casa, en un prostíbulo en el Trastevere. Cielo santo, Sandro, ¿por qué es tan importante?

—Porque a mí me lo parece.

Alfonso Carissimi reunió de nuevo todas sus fuerzas.

—La forma en la que estás realizando las preguntas es escandalosa. ¿Solo porque hace dos años me llevé a una prostituta a la cama soy sospechoso de haberla matado?

Don Alfonso se estremeció, después se quedó rígido y fue saltando con las pupilas alternativamente entre su hijo y Forli. Sandro Carissimi miraba con frialdad indiferente a su padre.

—¿Por qué... por qué me miráis así los dos? ¿Qué es lo que he dicho? —preguntó el mercader.

Puesto que su hijo callaba, fue Forli quien contestó:

—Don Alfonso. No hemos mencionado en ningún momento que mataran a Maddalena Nera. Ni siquiera que estuviera muerta.

El jesuita, que había permanecido de pie desde el principio, tomó asiento. Forli le miró fugazmente, y finalmente lo comprendió todo. Evidentemente Sandro Carissimi había perseguido todo el tiempo y de forma sistemática hacer que su padre, un hombre acostumbrado a dominar y a poner cuidado en sus actuaciones, perdiera el autocontrol. Había evitado que buscara protección en la intimidad de una conversación de tú a tú, solo le había mostrado desprecio, y le había forzado a contarle cada detalle de su relación con la fallecida. Para alguien como Alfonso Carissimi, un comerciante duro de roer, los temas eróticos despertaban en él, no obstante, un tremendo pudor, por lo que le resultarían tan penosamente vergonzosos, que podrían llegar a desestabilizarle. Sandro Carissimi había desarmado y desenmascarado a su propio padre, pues si sabía que Maddalena estaba muerta, debía también, si no lo había hecho él mismo, al menos estar informado de su fallecimiento.

Forli casi había olvidado que aquel monje flaco con cara de
gigolo
siempre tenía un as en la manga. Estaba impresionado, pero también en guardia. Sandro Carissimi podía ser muy peligroso.

—¿No... no habéis mencionado su muerte? —preguntó el padre ligeramente confuso.

—Así es —replicó Forli.

—Pero... Es evidente. Que está muerta, quiero decir. Se decía que Maddalena Nera era la amante del Papa, y mi hijo es visitador pontificio. Teniendo en cuenta la clase de interrogatorio a la que me habéis sometido, he deducido... he deducido... —agarró la taza, llevado por la necesidad tras su ataque, pero cuando se dio cuenta de que las manos le temblaban, volvió a dejarla en su sitio.

—Y ahora, padre —exclamó Sandro Carissimi—, me vas a decir las auténticas razones por las cuales pagaste a Maddalena.

11

—Si creéis que la lista de clientes de Maddalena en realidad era una lista de personas a las que chantajeaba, algo que vuestro padre acaba de negar vehementemente, entonces surge la pregunta de cómo les chantajeaba, tanto a él como a los otros —le dijo Forli a Sandro.

Caminaban el uno junto al otro por una senda que descendía del Esquilino en dirección al Coliseo, por cuyas arcadas se podía contemplar el cielo vespertino de la ciudad dividido en sus vanos. Los primeros indicios del inminente atardecer comenzaban a extenderse por la ciudad: la luz se cortaba, las nubes se teñían de gris y se volvían transparentes, los ruidos se iban extinguiendo. Sobre los muros que delimitaban los jardines de las villas sobre la colina fluía el aroma procedente de los limoneros y los rosales.

Aquella tarde, Sandro recordó que amaba Roma, que siempre la amaría y que, a pesar de todas las dificultades, se sentía feliz de volver a vivir allí. Adoraba las piedras que ardían bajo el sol del mediodía, las campanas que enviaban su clamor por encima de los tejados, los gritos de los vendedores, las reprimendas de las madres romanas que llamaban a sus hijos... Lo único por lo que no sentía afecto era por la extendida miseria y por la elevada criminalidad, aun cuando sabía que pertenecían a Roma desde que la eternidad de aquella ciudad había dado comienzo, al igual que las enfermedades forman parte de la vida de las personas. Como jesuita y visitador, se le permitía y encomendaba combatir ambas enfermedades: la pobreza y el crimen.

—En lo concerniente a mi padre —replicó Sandro—, me parece plausible que el objeto del chantaje hubiera sido, precisamente, su idilio con Maddalena. Ya lo has visto, Forli. Para un hombre de su posición es algo indeciblemente vergonzoso tener que recurrir a una prostituta.

—Siete mil denarios me parece mucho dinero solo para evitar la humillación.

—No lo es para alguien que cada mes gana veinte veces más, y tampoco cuando se sopesan las repercusiones de que se revelara ese secreto.

Forli hizo un sonido despectivo.

—¡Repercusiones! No hay un solo comerciante en Roma que no haya echado una canita al aire al menos una vez.

—No conocéis a mi madre. Es una mujer y esposa profundamente piadosa, y ya abandonó antaño a un hombre porque no comulgaba con sus normas religiosas. Aquello fue mucho antes de mi nacimiento, pero ese aspecto de su personalidad no ha hecho sino fortalecerse con el tiempo. Y el derecho canónico concede a la mujer el divorcio si el hombre ha cometido adulterio reiterado.

—No tengo la impresión de que vuestro padre se sintiera profundamente deprimido si su matrimonio terminara.

—Un divorcio es algo muy poco frecuente, Forli, y el nombre Carissimi no volvería a ser lo que es hoy. Teniendo en cuenta que mi padre está dispuesto a unir a nuestra familia con los Farnese, evitar que se produzca un escándalo es un motivo plausible para ceder ante una chantajista.

—Entiendo —dijo Forli, y Sandro entendió que, en esa clara aprobación, se incluía algún tipo de reconciliación tras aquella interrupción tan impropia por parte de Forli durante el interrogatorio.

El capitán no era del tipo de personas que se disculparan formalmente, pero había comprendido que había estado a punto de dar al traste con la técnica de interrogatorio de Sandro, con la que había jugado con su padre.

—¿Y creéis —preguntó Forli —que también es motivo para matar a alguien?

—¿Por qué no?

—Por el amor de Dios, Carissimi. Estamos hablando de vuestro padre.

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