La cortesana de Roma (21 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—Esta es Carlotta da Rímini, vuestra Santidad. Una... ayudante.

Julio miró al principio a Carlotta durante un breve instante, pero después volvió a observarla como si hubiera despertado su curiosidad.

«Cielos, no hagáis que la desee», pensó Sandro, imaginando a Carlotta tendida en la cama junto al Papa, tomando un puñal, clavándoselo en el pecho. Entonces él sería el hombre que habría presentado, en esa misma habitación, al Papa y a la asesina.

—Gracias,
signora
da Rímini —dijo Sandro, con cortesía pero con seguridad—. Proseguiremos esta conversación en otro momento.

El monje experimentó un gran alivio cuando ella se fue, no solo por la presencia del Papa, sino también porque aquella charla había supuesto una especie de prolongación de la catástrofe anterior con Antonia.

El Papa se dejó caer sobre una de las sillas de visitantes ante el escritorio, sobre la que Carlotta había estado sentada.

—Por favor, hijo mío —dijo Julio, e indicó a Sandro que podía sentarse, algo que a él le había supuesto un dilema.

De haberse acomodado en su sillon, tras el escritorio, habría sido casi como si hubiera recibido al Papa en audiencia: algo imposible. La segunda silla para los visitantes estaba colocada muy cerca de la del pontífice, lo que implicaba una proximidad de confianza que no se correspondía con un religioso de bajo rango como él. Sin embargo, el Papa había acudido a él, ¿verdad? Y precisamente aquel día no parecía demasiado preocupado por cuestiones protocolarias. Sandro optó por arriesgarse y se volvió a sentar en su sillón.

Julio dio impresión de pensar brevemente si debía plantear la cuestión de inmediato, pero optó por no hacerlo.

—¿Os sentís a gusto en vuestro despacho y en vuestra alcoba, hijo mío?

—Le agradezco el interés, vuestra Santidad. Mi cuarto es lujoso en extremo; no estoy seguro de ser digno de tantas comodidades.

—Os exigí que os trasladarais a Roma, y eso fue lo que hicisteis. Interpretad el lujo como una compensación, Carissimi —Julio entornó ligeramente los ojos, como si estuviera reflexionado sobre algo que le hubiera interesado durante largo tiempo—. Decidme, Carissimi, ¿cómo es que no tenéis ningún amigo en el Vaticano, a nadie que pueda responder de vos? Ya han surgido, de hecho, vuestros primeros detractores.

—Vuestra Santidad, nadie tiene motivo alguno para considerarme su enemigo.

Julio respondió con un tono que delataba haber repetido mil veces una frase que ya fuera su especialidad.

—Contar con mi favor es ya motivo suficiente, pues la simpatía atrae la envidia. Pensé que os lo habría explicado ya con claridad en Trento. Si persistís, Carissimi, llegará un día en que las campanas de Roma anunciarán mi muerte, y vos no contaréis con ningún apoyo; algo que podría resultaros fatal.

—Quizá una simpatía más discreta fuera el medio más adecuado para salvarme, vuestra Santidad —dijo Sandro, y sus propias palabras le sonaron, de inmediato, peligrosamente impertinentes.

La voz del Papa, de hecho, tenía un toque de impaciencia en su réplica.

—Erais amigo de mi hijo, Carissimi, por eso os tengo en buena consideración. Podríais hacer una carrera prometedora en la Iglesia, si os manejarais de forma algo más hábil. Contar con mi favor os supone, con mucho, más una ventaja que un inconveniente. La envidia que este genera se puede utilizar fácilmente para obtener aliados que esperarán sucederos en vuestros cargos o contar con la opción de que intercedáis en su favor.

Era absolutamente poco recomendable señalarle al Vicario de Cristo que aquel consejo promovía el uso del pecado capital de la envidia para despertar el pecado capital de la soberbia. Independiente del hecho de que a Sandro no le agradara la conversación en torno a su posición en el Vaticano, le parecía aún más inadmisible sentarse junto al fuego de la chimenea frente al Papa y charlar con él animadamente, como si fueran dos viejos amigos que, en los últimos años, hubieran residido en países diferentes. El jesuita se aproximó a Julio III a su pesar. Le espantaba su cinismo, su aceptación de la simonía y su volubilidad. Sin embargo, sabía que el destino los había conectado; al fin y al cabo Julio III no era solo la cabeza electa de la Iglesia, sino también el receptor del juramento de fidelidad de Sandro. Por último, el monje presentía que Julio sufría por la pérdida de su hijo, y ahora de su amante, quizá incluso por algo más, y el sufrimiento era algo ante lo que Sandro, como jesuita, no podía permanecer impasible o reacio.

—Por el momento —comentó el joven—, no me siento llamado a nada más urgente que a encontrar al asesino de Maddalena Nera.

La mención de aquel nombre hizo desaparecer de improviso al político imperialista y ambicioso, y en su lugar dejó a un pobre hombre herido. La transformación fue tan abrupta como si Sandro hubiera utilizado alguna palabra mágica. Julio se hundió profundamente en la silla, con las extremidades apoyadas en los brazos de ésta, y las manos aferradas a la madera. Probablemente no fuera consciente de su cambio de actitud en ese preciso momento, pues su voz relampagueaba con una fuerza que se correspondía tan poco con su imagen como si una ardilla bufara con la potencia de un oso.

—¿Habéis llegado muy lejos en vuestras indagaciones, hijo mío?

—Sigo numerosas pistas, vuestra Santidad.

—¿Y a dónde os llevan?

—Preferiría no comentarlo aún.

—¿Por qué?

—Os ruego que confiéis en mí, vuestra Santidad —la palabra confianza probablemente habría sonado algo menos cómica si la hubiera pronunciado en un nido de serpientes—. Aún me encuentro en los inicios de la investigación —prosiguió—, pero sin la ayuda de su Santidad no lo conseguiré.

—¿Mi ayuda? Si creyera que yo he nacido con dones deductivos, yo mismo me habría encargado de buscar las huellas, Carissimi.

—Con ese propósito precisamente, vuestra Santidad, debo haceros algunas preguntas.

—A mí me corresponde hacer preguntas, no responderlas. ¿Qué queréis saber?

—Hay un par de cuestiones en la declaración del hermano Massa que no comprendo.

A Sandro no se le escapó la forma en la que las manos del Papa se aferraron a los apoyos de la siila.

—Entonces, dirigíos a Massa.

—Maddalena no era confidente de Massa, sino de vuestra Santidad —respondió Sandro, ligeramente irritado, asombrándose a sí mismo tanto como al Papa.

No se interrogaba a un pontífice como a un vulgar ladrón. Se estaba internando en un desfiladero peligrosamente estrecho.

Sandro carraspeó y miró al suelo.

—Os ruego que me perdonéis, vuestra Santidad. Como investigador, es mi obligación y mi mayor deseo desentrañar el asesinato de la
signorina
Nera, sin embargo, vuestra Santidad, un delito es como un complicado aparato que resulta imposible de comprender hasta que no se cuenta con todos los componentes. Si queréis que el daño que se infringió contra la
signorina
Nera quede expiado, como estoy convencido de que así es, entonces debo conocer más detalles de la vida de la joven.

Cuando Sandro volvió a alzar la mirada, la habitación estaba iluminada directamente por una luz resplandeciente, y un pequeño rayo de sol impactaba sobre la cabeza del pontífice, como una aureola de santidad. Julio seguía aferrando con fuerza los brazos de la silla, puede que incluso con más énfasis, por lo que Sandro vio.

—Bien, Carissimi. Haced vuestras preguntas.

—Se lo agradezco a vuestra Santidad. En primer lugar quisiera resolver algunas cuestiones generales en torno a vuestra relación con la
signorina
Nera. Por ejemplo, cómo os conocisteis.

Julio miró a Sandro con aire distraído, y entonces una sonrisa apenas perceptible apareció en sus labios. Aparentemente el joven había elegido la pregunta correcta: una que despertaba recuerdos hermosos.

—Fue en un banquete que organicé. Habría treinta o cuarenta personas, entre aristócratas, comerciantes, un par de prelados y demás. Debía ser marcadamente informal, tal y como yo había especificado en mi invitación. Quería pasar una tarde divertida.

—Eso significa —dedujo Sandro, evitando mirar directamente al Papa —que los caballeros invitados sabían que podían acudir acompañados de damas que no fueran precisamente sus esposas.

La respuesta se hizo esperar un par de segundos.

—Así es.

—¿El banquete tuvo lugar en el Vaticano?

—Sí, en los appartamenti Borgia —el conjunto de esos
appartamenti
llevaban el nombre de quien los construyó, el papa de los Borgia, Alejandro VI, quien había compartido con Julio III su excesivo hedonismo.

—¿Qué prelados estaban invitados?

—¿Cómo voy a saberlo, Carissimi? Desde entonces he dado cientos de banquetes.

—¿Recordáis si el cardenal Quirini estaba presente?

—¿Por qué no se lo preguntáis a Quirini?

Como Sandro no podía simplemente replicar con cortesía que por favor respondiera la pregunta, se limitó a callar y a darse durante largo rato repetidos toquecitos en la punta de la nariz, porque se sentía directamente incapaz de parar quieto, hasta que, finalmente, el Papa cedió y contestó.

—No, Quirini no estaba allí —dijo Julio—. Lo sé porque nunca le he invitado a uno de mis banquetes. No es que tenga nada en su contra, es que simplemente somos personas muy diferentes. Su cometido es recaudar mi dinero, no le pido nada más.

—¿A quién acompañaba Maddalena esa tarde?

—No lo sé. Me dijo un nombre que no conocía. No me presentaron a aquel hombre ni esa tarde ni con posterioridad.

—¿Y no os pareció extraño?

—No.

El Papa arrugó el ceño, y Sandro tuvo la impresión de que sería mejor no incidir demasiado en el hecho de que Maddalena se encontrara en compañía de otro hombre, de uno que probablemente Julio no había invitado, o que es posible que ni siquiera existiera. Maddalena había conseguido de alguna manera colarse en aquel banquete con el propósito expreso de conocer al Papa y, hasta cierto punto, cazarlo: un pensamiento que, al parecer, no había pasado por la mente de Julio.

—Deduzco que, tras esa tarde, os encontrasteis a menudo con Maddalena, ¿me equivoco? —preguntó Sandro.

—Sí, como mínimo dos veces por semana; la mayoría, más.

—¿Siempre a última hora de la tarde?

—Con escasas excepciones. La mayoría de las veces acudía a verla a su villa en el Gianicolo. La última fue la noche de su muerte.

Sandro anotó con interés que el Papa había contestado una pregunta que aún no le había formulado.

—¿La villa fue un regalo de vos?

—Regalo, no. Lo tenía a su disposición.

—Entonces, la villa, ¿a quién pertenecía?

Julio se encogió de hombros.

—A la Iglesia, ¿a quién si no?

—Sí, por supuesto. ¿A quién si no? ¿Recibía allí otras visitas?

—Se le había permitido recibir a quien quisiera —miró a Sandro fijamente y concluyó la frase, categórico—, excepto en el caso de que os estéis refiriendo a otros hombres. No recibía ese tipo de visitas.

—¿Porque vuestra Santidad acordó esos términos con ella?

Las manos del Papa agarraron con más fuerza todavía los brazos de la silla.

—No, por eso no —repuso—. Maddalena nunca me habría hecho algo así. Ella me amaba.

Sandro perdió durante un instante el control sobre sus propios rasgos.

—Yo... Entiendo.

¿Sería posible que el Papa realmente creyera lo que acababa de decir? ¿El mismo hombre al que apodaban «el Domador», que regía los Estados Pontificios y mantenía en jaque a las grandes potencias de los reinos germanos y de Francia? ¿Creía en el amor de Maddalena, en el amor de su concubina? La imagen que Sandro percibía de la cortesana era muy diferente, sin embargo, debía andarse con cuidado. Ya era suficientemente duro para un Papa soportar aquella ronda de preguntas y respuestas de manos de un monje, particularmente tratándose de su querida. Julio no toleraría ninguna duda en cuanto a lo que estaba diciendo.

Consciente de que le convenía medir sus palabras, preguntó:

—La
signorina
Nera percibía algún salario en retribución por sus servicios, ¿verdad?

—Por supuesto. Un salario muy generoso. La cantidad provenía directamente de mi arca personal, de la
camera secreta.

—¿En qué forma recibía la Signorina Nera el dinero? Es decir, ¿cómo le pagabais?

—¿No creeréis que cada vez que iba a verla llevaba una bolsa en la mano? Vuestra pregunta bordea los límites de lo ofensivo, Carissimi.

—Os pido que me disculpéis, vuestra Santidad, pero intento entender un par de puntos que me llamaron la atención en la villa. En este caso se refiere a una serie de taleguillas para monedas.

—¿Talegas? ¡Por todos los ángeles del Cielo! ¿Qué tendrán que ver las talegas con la muerte de...? —respiró hondo una vez más, y Sandro permaneció callado hasta que Julio decidió continuar—. Massa era quien le abonaba su salario. Como mi ayudante de cámara, dirige la
camera secreta.

—¿De qué color son las bolsas de la
camera secreta
?

El Papa le miró sin comprender.

—Las bolsas de la
camera secreta
son marrones.

—¿Todas?

—Todas, sin excepción. Son talegas de cuero vacuno, muy valiosas y laboriosamente trabajadas. ¿Qué tiene que ver el cuero de vaca con la muerte de Maddalena?

Sandro pensó en el pequeño montón de bolsas marrones, caras y complejas, que encontró en el secreter de la fallecida. Aquellas eran las que recibía de Massa. Sin embargo, justo al lado, había dos saquitos negros, considerablemente más grandes, doblados sobre sí mismos, e igualmente elaborados y caros.

—Imagino —dijo Sandro, sin contestar a la pregunta de Julio— que las bolsas de la
camera secreta
serán marrones para diferenciarse de las de la Cámara Apostólica.

—Pero qué jovencito más listo sois —replicó Julio con bastante sarcasmo.

Su irritabilidad había ido en aumento, algo que Sandro atribuía a la creciente tensión.

—Y las bolsas de la Cámara Apostólica...

—... son negras —concluyó Julio.

—Ya lo suponía. ¿Le disteis a Maddalena algún apelativo cariñoso?

El repentino cambio de tema aparentemente confundió al pontífice.

—Bueno... sí... —balbuceó—. De verdad que no sé a dónde queréis llegar con esto, Carissimi.

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