La cortesana de Roma (22 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—Entonces lo preguntaré de otra manera: ¿La llamabais Augusta?

—¿Apodaríais a alguien que se llama Maddalena con un apelativo como Augusta?

—No.

—Pues ahora me siento mucho mejor, Carissimi. Augusta es un apodo de lo más estúpido.

—Yo también lo pienso, vuestra Santidad. Sin embargo, Maddalena llevaba una gargantilla de diminutas gemas que componían el nombre «Augusta».

—¿Una gargantilla, decís? Pero quién le daría... Yo... Yo nunca le había visto gargantilla semejante.

Sandro cogió un cofrecito de encima del escritorio.

—Esta es. Vedla vos mismo.

El Papa la recogió y, súbitamente, contuvo el aliento. Su mirada se dirigía al interior de su mente, donde se desarrollaban sucesos ajenos a ese momento. Una nube cubrió el sol, haciendo desaparecer de la piel del pontífice la luz que hasta ese momento le había cubierto.

—¿Habíais visto ya ese collar, vuestra Santidad?

Julio se levantó y le volvió la espalda a Sandro caminando hacia la ventana. Después de que, instantes atrás, toda su infalibilidad papal se viniera abajo, logró recomponer la voz. Las vocales se le desmigajaban, se le quebraban, y apenas lograba unirlas a las consonantes.

—No, nunca lo había visto —se volvió de pronto hacia Sandro y le miró a los ojos, como si quisiera comprobar si este le creía.

Sandro reaccionó de forma intuitiva. Hubiera querido bajar la mirada para evitar los inquisitivos ojos del Papa, pero eso habría sido como admitir sus sospechas.

Devolvió la mirada, la mantuvo.

—Le agradezco a vuestra Santidad su franqueza y su confianza.

Sandro no creyó a Julio, al menos no todo lo que le había dicho. No aceptaba su aseveración de que no conocía aquel collar, como tampoco aceptaba que el Papa hubiera visto a Maddalena por última vez la noche antes de su muerte. Su Santidad le había mentido. ¿Por qué lo habría hecho, si no era él el asesino? Pero entonces, qué clase de homicida tan extraño sería, que sin verse obligado a ello, encarga una investigación.

En el caso de los restantes sospechosos, Sandro podía golpearles con sus propias mentiras, tal y como había hecho con su padre, pero con el Santo Padre, ese método no funcionaba. La conversación con Julio había provocado más interrogantes de los que había respondido, interrogantes que estarían rondándole un buen rato, para bien o para mal.

Julio paseaba arriba y abajo por sus aposentos privados. El rostro de aquella mujer que se había encontrado en el despacho de Carissimi no le dejaba respirar. Ya había tenido suficientes problemas últimamente con los que ocupar su mente, y a pesar de ello, sus pensamientos tornaban hacia esa mujer. Sus ojos... Ya había visto antes aquellos ojos. Le recordaban algo, un algo incómodo, ocurrido hacía mucho tiempo, en la época de sus primeros demonios, de sus primeros grandes pecados.

La codicia había sido su primer pecado capital, el tronco del que habían surgido y multiplicado las impiedades posteriores, hasta construir un inmenso ramaje de culpa. Durante su juventud, mientras fue estudiante de Derecho Canónico y Continental, y posteriormente, cuando se convirtió en ayudante de cámara y en jurista de la curia, apenas había tenido ambiciones. Evidentemente quería hacer carrera, pero se hubiera conformado con el título que había obtenido. Sin embargo, su tío, que era cardenal, le empujó a ir más allá al convertirle en su sucesor como arzobispo de Siponto. La intención de Julio había sido utilizar su puesto de privilegio para hacer el bien, y en un principio, lo había conseguido de forma impresionante. Había construido refugios para los pobres, y había apoyado con entusiasmo a la orden jesuita, que protegía a los débiles y a los analfabetos. Sin embargo, en algún momento, su tío logró despertar en él un lado oscuro. Cada vez llevaba a Julio con más frecuencia a Roma, le guiaba más y más dentro de los círculos de la curia cardenalicia, y le dejaba paladear los aspectos más divertidos de la vida romana de un prelado. Las mujeres entraron en su vida, las noches se volvieron más importantes que el día. La esperanza de que algún día se le llamara al Vaticano como cardenal iba tomando prioridad en su existencia con cada mes que transcurría, hasta que, en un determinado momento, resultó evidente que los refugios para los desamparados, aunque llevaran la alegría a los más pobres, no impresionaban al influyente grupo que el Papa había reunido a su alrededor. En la curia eran muchos los que consideraban esencial fortalecer la Inquisición romana, de ahí que Julio diera orden de ampliar el número de procesos que tenían lugar en el arzobispado de Siponto. Se desató un alud de juicios, entre los que se realizaron algunos excesos abominables. Aquellos fueron sus primeros demonios.

El traslado a Roma no tardó en producirse. Sin embargo, y aunque aquello debía haber traído felicidad a la vida de Julio, le produjo solo un tipo de alegría pasajera y fugaz: un asentimiento satisfecho de su tío, una palabra cordial del Papa, el orgullo pueril de quien ha obtenido éxito y avances en su carrera, varios amigos hipócritas y una «relación» con un par de mujeres, miles de fiestas... alegrías caducas que no duraban más que una noche. Se encontró así, de nuevo, en un mundo que le exigía que se abriera paso a empujones, y a veces, más que a empujones. Tras el asesinato de su tío y padrino, comenzaron a surgir los enemigos que siempre se habían opuesto a su ascenso en la curia. Respondió a las intrigas con intrigas, a las conspiraciones con sus propias conspiraciones... y por supuesto, se dedicó a contraer deudas de las que antaño no había tenido ni mención. Ninguna acción terminaba de ser la última. Una decisión siempre conllevaba otra, un enemigo más a sus espaldas, hasta que, finalmente, se vio atrapado en aquel entramado gigantesco y pegajoso del que solo había una salida.

Pero los demonios le acechaban. Casi cada noche.

Le acechaban incluso cuando fue elegido Papa, sí, su número y horror aumentaban en proporción al poder que él adquiría. Los sofocaba con fiestas, diversiones; conoció el significado de la palabra «pasatiempo» en toda su dimensión, pues de hecho, dejaba pasar el tiempo, las tribulaciones de un tiempo opresivo. El placer le hacía olvidar, aunque fuera durante un par de horas.

Entonces, Maddalena llegó a su vida. No recordaba haber querido nunca a nadie tanto como a aquella mujer, ni siquiera a su madre, ni a Dios. Cuando ya creía que era incapaz de amar, que el amor era algo bendito y, por tanto, inalcanzable para él, había aparecido Maddalena y había llevado el amor hasta él. Cuando ella decía un par de palabras, o se pasaba la mano por el pelo, a él le daba la impresión de encontrarse en otra vida, en otra piel. Las horas que pasaba con ella en la villa eran horas transcurridas sobre un barco, en algún lugar del océano de Colón, en el que Julio estaba a solas con ella, en aquella vastedad inconmensurable a la que ella le arrastraba. Allí no era el Papa, no era Julio III, era Giovanni, un joven estudiante preso en sus brazos. Maddalena y el amor le habían cambiado, habían hecho que los demonios se volvieran pequeños y lejanos, y mucho menos aterradores; le habían dado la esperanza de que, finalmente, de una vez por todas, hubiera logrado una felicidad que lo acompañaría hasta el día de su muerte.

Maddalena era el pasado. Los demonios que le atenazaban, la insoportable culpabilidad que su muerte había provocado, eran el presente. Un presente que se hacía más duro con cada día que pasaba.

Oyó cómo se abría la puerta tras él, y supo sin volverse que era Massa quien había entrado. Massa tenía una forma muy personal, asquerosamente servil, de acercarse a él, a Julio. El pontífice no deseaba en absoluto ver la cabeza de tortuga encogida de su ayudante, por lo que permaneció de espaldas a él.

—Vuestra Santidad, ¿habéis ido a ver a Carissimi? ¿Qué tal fue la conversación, si se me permite preguntar?

—Ha hecho preguntas, tal y como temía.

No había sido él el que se lo había temido, sino Massa, pero Massa se tragaría diez sapos antes de replicarle, o tan siquiera de corregirle mínimamente. Julio odiaba ese servilismo, pero al mismo tiempo disfrutaba teniéndolo siempre frente a él, provocándolo. La sensación que le producía era similar a la de un baño frío en invierno: insoportable, pero al mismo tiempo, revigorizarte. Hacía surgir en su interior una sensación de calor de lo más tenebrosa.

—¿Ha descubierto algo, Vuestra Santidad? ¿Ha dicho algo Carissimi de que...?

—¡No!

Tras unos instantes de espera, que Massa consideró necesarios antes de volver, lentamente, a insistir, comentó:

—Vuestra Santidad, me pregunto si Carissimi será la persona más adecuada para esta cuestión. Puede que sus cualidades como investigador sean notables, pero se comporta de forma totalmente independiente hacia mí, si entendéis lo que os quiero decir. Podría descubrir cosas que no le atañen en absoluto.

—Pensaba que habíais tomado medidas de precaución.

—Aun así: puede ser peligroso.

—¿Para quién? —preguntó Julio, contundente—. ¿Para ti o para mí?

Aquello selló los labios de Massa: un buen adulador sabe también cuándo callar. Sin embargo, Carissimi no era un adulador, no era ambicioso, eso era algo que Julio había entendido ya en Trento y que aquel día había confirmado, cuando el muchacho había sondeado los límites de sus posibilidades y, a pesar de todo, se había arriesgado a provocar su disgusto. Había rozado la arrogancia. Que se hubiera atrevido a permanecer sentado en su sillón... ¡Cielo santo! Julio comenzaba a apreciar a aquel joven jesuita, en contra de su costumbre. No era solo porque hubiera sido amigo de Innocento, sino porque había descubierto en él uri carácter que estaba llamado a hacer grandes cosas; el mismo espíritu que él mismo había tenido, hacía muchos, muchos años. En algún momento, atraería a Carissimi más cerca de él, le mostraría favores aún mayores, le empujaría a hacer carrera. Después de haber perdido a Innocento y a Maddalena, ¿cómo no iba a hacerlo? ¿Por qué no iba a promocionar a alguien que le fuera simpático? Era un deber casi paternal para Julio proporcionarle a aquel joven los requisitos necesarios para su ascenso, y como todos los hijos, debía andarse con cuidado, para que no se diera cuenta de que le preparaba el camino.

En ese momento, no obstante, Julio debía ocuparse de otra cosa.

—Había una mujer con Carissimi —le dijo a Massa—. Se llama Carlotta da Rímini, probablemente un nombre falso.

—¿Es su concubina?

—No, no lo creo.

—¿Y por qué la menciona, Vuestra Santidad?

De nuevo vio aquellos ojos ante él, unos ojos que le perturbaban de algún modo.

—Quiero que averigües todo lo que puedas sobre ella, Massa. Envía espías. Quiero un informe en los próximos dos días.

16

La venganza puede convertirse en una adicción que nunca se ve del todo saciada. Durante años, Carlotta había conservado la venganza como único pensamiento: venganza por el asesinato de su hija, venganza por un marido tan destrozado que fue capaz de quitarse la vida, venganza por todas las demás consecuencias; la maltratada Inés, su ahijada, que aún entonces se encontraba trastornada por lo sucedido. Carlotta había matado a Innocento en Trento, y todo para que su padre, el Papa, sufriera un duro golpe. Al castigar al Papa se había castigado a sí misma, pues el remordimiento que había seguido a aquel acto, era una tortura permanente.

El inesperado encuentro con Julio había constituido una auténtica prueba de fuego. ¿Podría olvidar la destrucción que aquel hombre había llevado a su vida? Si podía ocurrir algo que la hiciera recaer, eso era un encuentro con el hombre que, para ella, era un asesino.

Su primer pensamiento tras abandonar el despacho de Sandro, fue conseguir un arma, regresar y clavárselo a Julio. Llena de envidia observó las alabardas de los guardias suizos. Sintió impotente cómo sus peores instintos se desataban. Ya no pensaba en sus buenos propósitos, en su renuncia a la venganza, en el tormento del remordimiento por el asesinato de Innocento. Recorrió los pasillos del Vaticano indecisa, cada vez más veloz y más trastornada. Al salir a un patio, sumergió el rostro en una pequeña fuente que surgía de la pared. Vio la mueca de un rostro odioso ante ella, una Medusa, de cuya boca surgía el reguero de agua que chapoteaba en el recipiente inferior. Estaba destrozada, pero sus ojos dementes tenían un efecto potente; tan aterrador como fascinante. Carlotta se mantuvo largo rato en la misma posición, frente a esa pequeña fuente de la Medusa, escuchando en su interior. Seguía perturbada, pero había surgido un sentimiento diferente que comenzaba a dominarla y crecía con cada respiración. Aunque iba en aumento, aún tardó en reconocerlo.

Sí, eso era: cansancio. Estaba cansada de la venganza. Ya no tenía necesidad de ella, no le quedaba odio, se había consumido, como un hedor que, finalmente, se hubiera evaporado. Se le había agotado la maldad, y solo le había dejado la nostalgia por los perdidos, por Laura y Pietro y Hieronymus, y la amistad por los vivos, por Antonia y por Inés. Ya había tenido suficiente de ese veneno, de esa peste, suficiente venganza, que ya había pagado con creces. No perdonaría a Julio, no olvidaría el sufrimiento... pero quería paz. ¿Estaría Laura de acuerdo, ella que, por culpa de una venganza, había perdido la vida arrastrando a otros consigo? ¿No se volvería esa nueva
vendetta
en contra de Sandro y Antonia? ¿Cuánta gente más tendría que morir porque, años atrás, la Inquisición ejecutó a una muchacha? No más asesinatos. No más inquisiciones, ni siquiera las propias. Carlotta aceptaba la muerte y la pena, y tomaba la culpa ajena como propia.

Se irguió y contempló la mirada de la Medusa. Era como si cerrara una puerta que llevara al sótano, y así se abriera una ventana desde la cual se podía contemplar una ranura de cielo. De pronto, se sintió mucho más ligera, como si se hubiera zafado de una cadena enredada en torno a su cuerpo.

Era libre. Así se sentía: liberada.

Pasó la tarde paseando por Roma, disfrutando agradecida de la brisa, observando los acrobáticos giros de las golondrinas, escuchando las disputas de los gorriones. Entonces, entró en la única casa que aún significaba algo para ella. El Teatro era su patria, su lugar de acogida, poblado de gente con la que sabía relacionarse, cuya conversación entendía, cuyas penas conocía. Incluso aunque fuera imposible ser feliz allí, Carlotta iba a regresar.

Antonia miraba sonriente las piernas de Milo. Caminaba un par de pasos por detrás de él, e intentaba por todos los medios concentrarse en recordar el camino al alojamiento de Porzia, que él le estaba mostrando. Sin embargo, por mucho que se esforzara, siempre volvía la vista de nuevo hacia sus piernas. Eran muy morenas, cubiertas de vello oscuro. Caminaba descalzo, algo ya de por sí inusual, pero además llevaba unos pantalones pesqueros de color claro que solo le llegaban hasta la rodilla. La túnica estaba metida de forma descuidada en el pantalón, con algunos pliegues dentro y otros colgando fuera, aunque era difícil precisar si se había hecho así de forma premeditada o accidental. Parecía un marinero en tierra.

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