La cruzada de las máquinas (50 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Keats, con una mirada apropiadamente sumisa, y los otros voluntarios esperaron para acompañar a los pensadores de la Torre de Marfil a su planeta cubierto de glaciares. Estaban firmes, con expresión valiente y contrita, e Iblis dedicó una sonrisa a cada uno, haciendo un leve gesto de asentimiento cuando ellos le miraron con devoción.

Serena tocó el hombro de cada uno de ellos con la gracia de una virgen.

—Os doy las gracias por vuestro sacrificio, caballeros, por vuestra disposición a aislaros durante años. Pasaréis muchas horas de soledad en la fría Hessra, momentos perfectos de debate y conversaciones. Y, por el bien de nuestra Yihad, debéis hacer entender a los pensadores de la Torre de Marfil que la neutralidad no es la única opción.

Keats sonrió y se apartó cuando Serena fue a bendecir al siguiente hombre. Estarían fuera años, décadas, o puede que incluso el resto de sus vidas… pero en ese tiempo quizá lograrían atraer a aquellos pensadores a la justa causa de la humanidad.

Iblis le dijo a Serena unas palabras en voz baja.

—Sacerdotisa, quizá parezcan personas plácidas por fuera, pero estos voluntarios son expertos en el arte de la conversación y el debate. —Ella asintió.

Iblis sabía que los pensadores eran filósofos brillantes, pero ingenuos. Y aunque dio a Serena una explicación apropiadamente recortada de sus planes, por el brillo de sus ojos supo que lo entendía.

51

Individual y colectivamente, los humanos se mueven por la energía sexual. Curiosamente, construyen grandes edificios en torno a sus acciones en un intento por disimularlo.

E
RASMO
,
Reflexiones sobre los
seres biológicos racionales

El cuerpo móvil del cimek, tan alto como los edificios de Zimia, tenía la forma de un arácnido prehistórico hecho de acero y aleación. Sus brazos de combate se elevaban en el aire, mostrando amenazadoras torretas con armas y extremidades rematadas con cañones.

Después de tres décadas de exposición a los elementos, el cuerpo gladiador mostraba los efectos del óxido y la corrosión. Pero aquella forma cimek de combate, guiada por un cerebro humano durante el mortífero ataque de Agamenón al planeta para destruir sus transmisores de escudo, había causado grandes destrozos. Bajo la dirección de Xavier Harkonnen, la milicia salusana había repelido con éxito el ataque. Varios neocimek fueron eliminados durante la batalla, y otros liberaron sus contenedores cerebrales para que los recuperara la maltrecha flota robótica y dejaron atrás sus gigantes formas mecánicas.

Aquel cuerpo de combate estaba allí desde el frustrado ataque de las máquinas, rodeado de lo que en otro tiempo fueron las ruinas de los edificios gubernamentales. Estaba allí en recuerdo de los miles de víctimas de la primera batalla de Zimia, como un trofeo por la derrota del enemigo y también como recordatorio de que las máquinas pensantes podían volver a atacar en cualquier momento.

Después de un año luchando por la Yihad —primero en Ix y luego en otras dos escaramuzas contra naves robóticas—, Jool Noret había llegado por fin a Salusa Secundus. Estaba en la plaza ajardinada, mirando con los ojos entrecerrados la ominosa forma cimek. Aquel cuerpo mecánico pesaba diez veces más que él. Con su carácter analítico y el entrenamiento que había recibido de Chirox, Noret escudriñó los sistemas de la forma guerrera, buscando mentalmente la manera de destruirlo. De haber sido necesario, él se habría enfrentado en solitario al gigante. Sus ojos de jade recorrieron las piernas blindadas, los lanzaproyectiles implantados y la torreta superior desde la que el cerebro traicionero dirigía sus ataques. Buscaba puntos débiles.

Gracias al
sensei
mek, Noret sabía que los cimek tenían diferentes cuerpos adaptados para cada situación. Y aunque esto permitía cierta cantidad de combinaciones, los sistemas primarios de acceso a los mentrodos tenían que ser básicamente los mismos. Si Noret pudiera descubrir la forma de neutralizar y someter a máquinas como aquella, como mercenario sería mucho mejor. Y provocaría mayores daños.

Mientras observaba aquel temible artefacto, Noret recordó los ejercicios de combate que veía realizar a su padre y sintió el espíritu de Jav Barri en su interior.

—No me das miedo —le dijo en voz baja a la enorme máquina—. Eres un enemigo más, como los demás.

Una mujer alta, con cabellos claros, mirada glacial y piel lechosa, se acercó sin hacer casi ruido.

—La temeridad absurda lleva más fácilmente al fracaso que a la victoria.

Noret había oído cómo se acercaba, pero había muchos visitantes y suplicantes en aquella plaza, y todos miraban la carcasa del cimek como si fuera un demonio derrotado.

—Hay una diferencia entre la temeridad y la determinación. —Miró una vez más al inmenso cimek, luego sus ojos se volvieron hacia la mujer—. Eres una sacerdotisa de Rossak.

—Y tú un mercenario de Ginaz —dijo ella—. Soy Zufa Cenva. Mis mujeres combaten y destruyen cimek. Es nuestra carga y nuestra habilidad convertirnos en el azote de todas las máquinas con mente humana.

Noret esbozó una fría sonrisa.

—A mí me gustaría ser el azote de todas las máquinas… sean de la clase que sean.

Ella lo estudió con escepticismo, como si tratara de interpretar la peligrosa sensación de calma que rodeaba al mercenario.

—Veo que hablas convencido de lo que dices, Jool Noret.

Él asintió, pero no preguntó cómo sabía su nombre.

—Mis sacerdotisas pueden eliminar a muchos cimek —repitió Zufa—. Cada una de ellas puede aniquilar a diez pequeños neocimek tras freír sus traicioneros cerebros.

Noret siguió examinado el enorme cuerpo cimek.

—Cada vez que una de tus sacerdotisas desata su mente, debe morir. Cada golpe es una misión suicida.

Zufa se molestó.

—¿Desde cuándo un mercenario de Ginaz no está dispuesto a sacrificarse por la Yihad? ¿Acaso eres un cobarde que solo pelea cuando todo es seguro?

Aunque era una mujer que imponía, Noret no se amilanó. La miró con expresión distante.

—Siempre estoy dispuesto a sacrificarme, pero hasta ahora no he tenido ninguna oportunidad que valiera la pena. En cada batalla he sobrevivido para seguir destruyendo enemigos, año tras año. Si estuviera muerto, no podría continuar con la lucha.

Zufa tuvo que darle la razón, de mala gana. Miró al mercenario sombrío y distante y asintió.

—Si hubiera más como nosotros, las máquinas no tendrían más remedio que huir… por su propia seguridad.

Un sinfín de planes y posibilidades, a cuál más complicado, ocupaban la mente del Gran Patriarca durante todas sus horas de vigilia. Planes para beneficiar a la raza humana… y a sí mismo, por supuesto. Todo lo que hacía tenía incontables ramificaciones. Cada decisión llevaba implícitas unas consecuencias.

Iblis Ginjo tenía muchas cosas que ocultar y sopesar. Por el momento, solo él y Yorek Thurr conocían la existencia de su nuevo aliado, Hécate. Y el comandante de la Yipol siempre había tenido una gran capacidad para guardar secretos.

Gracias a las discretas maquinaciones de la policía de la Yihad, Iblis había arrestado a un número cada vez mayor de líderes de la oposición que ingenuamente querían poner fin a aquel estado de guerra permanente. También había llevado a la muerte a enemigos políticos que interferían en sus grandes planes para la Yihad. Como Muñoza Chen. No era algo con lo que disfrutara particularmente, pero había que hacerlo. Para protegerse a sí mismo, el Gran Patriarca tenía gente vigilando a la gente que vigilaba a otra gente, aunque Yorek Thurr siempre se las arreglaba para evitar la vigilancia.

Iblis consideraba que era su deber sagrado tomar ciertas decisiones difíciles y desagradables que muchos no habrían entendido. Si querían destruir a las máquinas pensantes, había que hacer ciertas cosas en secreto. Sí, el Gran Patriarca tenía muy claras sus honorables motivaciones, pero sabía que no podía compartirlas con nadie, sobre todo con la sacerdotisa de la Yihad, a la que tan bien había preparado. La inocencia de aquella mujer no era fingida.

Por desgracia, la independencia recién descubierta de Serena había trastocado algunos planes muy complejos. Había mucho en juego, e Iblis no podía permitirle que siguiera por aquel desagradable camino. Tenía que hacerla entrar en vereda. La solución era evidente, y esperaba que ella también supiera ver las ventajas. Iblis sabía que, cuando se trataba de asuntos personales, el corazón de Serena era como un bloque de hielo, por muchos actos de caridad que protagonizara con los yihadíes y los refugiados. Podía llegar a ella, pero tenía que proceder con tiento y hacerle entender la conveniencia de una alianza entre ambos.

Serena no tardaría en llegar a sus habitaciones, y entonces Iblis utilizaría todas sus armas para convencerla.

Por la ventana de su ático en Zimia, Iblis miró los imponentes edificios gubernamentales que había ante la inmensa plaza central, donde miles de personas se congregaban para los mítines semanales de la Yihad. Él imaginaba multitudes aún más grandes en el futuro, derramándose por el centro de las ciudades en todos los mundos de la Liga. Si se la alimentaba correctamente, aquella guerra santa podía seguir creciendo y creciendo.

Sin embargo, primero tenían que pasar ciertas cosas. A Camie, su esposa, no le iba a gustar, y las cosas podían ponerse muy feas con sus tres hijos. Pero si se casó con ella fue solo por su supuesta influencia política. Y luego tuvo una gran decepción cuando vio que esa influencia no existía. En cambio, a ella le encantaba estar casada con su título de Gran Patriarca, aunque no con él. Y si se ponía pesada… bueno, Thurr se encargaría. Todo sea por la Yihad.

Serena era más importante, y con ella las posibilidades eran mucho más interesantes.

Iblis se recostó en un sillón suspensor, notó cómo se amoldaba a su cuerpo rechoncho. Su posición conllevaba tanta tensión que no se había preocupado mucho por su dieta ni por su físico. En los últimos diez años, desde la formación del Consejo de la Yihad, había ganado bastante peso, y hacía meses que Camie no se dignaba acostarse con él. Iblis había actuado siempre con discreción por necesidad, pero, con su carisma y su posición, sabía que podía conseguir a cualquier mujer que quisiera.

Excepto a Serena Butler. Desde que la capturaron las máquinas pensantes en Giedi Prime, la mujer había evitado a toda costa los amores. Aquella resolución y dedicación tan férreas le daban un aura de nobleza y sacrificio, pero también la hacían menos humana. Los más fanáticos entre sus seguidores la veían como la Madre Tierra, una madona, una virgen.

Pero el amor era más que un simple concepto esotérico. Para ser realmente eficiente, la sacerdotisa tenía que demostrar su capacidad de amar. Ser una compasiva María en lugar de una inflexible Juana de Arco. Y él tenía intención de hacer algo al respecto ese mismo día.

De un cajón de una mesa lateral, sacó un frasco de sutiles feromonas y se espolvoreó un poco por el cuello y en el dorso de las manos. El olor era ligeramente acre, y no particularmente agradable, pero actuaría discretamente sobre los instintos de aquella mujer. Iblis no necesitaba de aquellas artimañas, pero no quería dejar nada al azar.

Sabía muy bien que las habituales técnicas de seducción no funcionarían con Serena. Tenía que recurrir a otras formas de persuasión, demostrarle los beneficios que aquello significaría para la Yihad…

Se oyó un timbre discreto y uno de sus cabos entró escoltando a Serena Butler.

—Señor, la sacerdotisa de la Yihad.

Iblis escondió enseguida el frasco de feromonas.

—Gran Patriarca —dijo ella con una rígida inclinación de cabeza—. Espero que sea importante. Últimamente mis obligaciones han aumentado considerablemente.

Culpa tuya.
Sin manifestar su irritación, Iblis sonrió con gesto cordial y se adelantó para cogerla de la mano.

—Hoy estáis especialmente radiante.

Serena llevaba un traje negro con el cuello y las mangas blancas. Iblis le indicó que tomara asiento en el sofá suspensor de cuero que había sobre la alfombra de importación.

—Llevo horas al sol —comentó ella con una sonrisa lacónica—. Y ayer pasé horas hablando en el mitin.

—Lo sé. He visto las grabaciones. —Iblis se sentó junto a ella en el elegante sofá, que se balanceó un poco—. Un trabajo eficaz, como siempre. —Por mucho que lo hubiera escrito ella misma, sin hacer caso de sus sugerencias…

Un criado con bigote apareció con una bandeja de bebidas humeantes y la colocó sobre la mesa, ante el sofá.

—Té verde de los mejores importadores —anunció Iblis, tratando de impresionarla—. Una mezcla especial de Rossak.

Ella aceptó una taza, pero la sujetó entre las manos sin dar ningún sorbo.

—¿De qué teníamos que hablar, Gran Patriarca? —Parecía tan distante—. Hay que aprovechar el tiempo.

Desde que se había producido el cambio y había insistido en dirigir el Consejo de la Yihad, Iblis se había dado cuenta de que estaba redefiniendo la estructura de poder según su conveniencia, con lo que lo relegaba a él a una posición subordinada. Sin embargo, tal vez podría seguir guiándola y dirigiendo sus pasos, aunque fuera de una forma diferente.

—He tenido una idea que tal vez os sorprenderá, Serena, pero estoy seguro de que cuando lo penséis veréis que es ideal y que ayudará a fortalecer la Yihad. Ya es hora de que hablemos de ello.

Ella esperó sin decir nada. Su expresión no se había suavizado, pero Iblis sabía que tenía toda su atención.

Se sentía totalmente relajado, pero no dijo nada de las cápsulas de melange que había tomado hacía menos de una hora. Serena no veía con buenos ojos el consumo de ninguna clase de droga; lo consideraba un signo de debilidad. Así que Iblis tomó especia con aditivos especiales que disimulaban el olor.

Iblis expuso el caso.

—Durante muchos años hemos colaborado, pero no lo bastante estrechamente. Siempre hemos sido socios en la Yihad… vos y yo, el Gran Patriarca y la sacerdotisa. Nuestros objetivos son los mismos, y nuestras pasiones. Cuanto más estrecha sea nuestra alianza, más cosas podremos conseguir.

Iblis hablaba con una voz estudiada y seductora mientras contemplaba el perfil de Serena. Tenía cuarenta y tantos, pero seguía siendo sorprendentemente hermosa: facciones suaves, pelo dorado y aquellos extraordinarios ojos.

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