La cuarta K (28 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

—Estoy de acuerdo —dijo Salentine, aunque, en realidad, no lo estaba—. Absolutamente de acuerdo. Aún queda otra cuestión. Una vez que el presidente comprenda el peligro representado por el Congreso, lo primero que querrá hacer será dirigirse a la nación por televisión. Sean cuales fueren los defectos de Kennedy, es un verdadero mago en la pequeña pantalla. Una vez que haya presentado su argumentación por esa pantalla, el Congreso se encontrará con grandes problemas. ¿Qué sucederá si el Congreso inhabilita a Kennedy durante treinta días? Existe, además, la posibilidad de que el presidente tenga razón en su lectura, de que los secuestradores conviertan este asunto en algo de largo alcance, con Kennedy como un tema marginal. —Salentine volvió a hacer una pausa, tratando de llevar cuidado con lo que decía—. En tal caso, Kennedy se convertiría en un héroe aún mayor. Lo mejor que podemos hacer es dejarle que gane o pierda él solo. De ese modo, la estructura política de este país no sufrirá ningún daño a largo plazo. Quizá sea eso lo mejor.

—Y de ese modo yo pierdo cincuenta mil millones, ¿no es así? —replicó Bert Audick.

El rostro de la pantalla estaba enrojeciendo de cólera. No, no había ningún defecto en la sintonización del color.

—Es una suma de dinero muy considerable —admitió Mutford—, pero eso no es el fin del mundo.

En la pantalla, el rostro de Bert Audick adquirió un rojo asombrosamente sanguinolento. Salentine volvió a pensar que quizá fueran los controles del aparato, que ningún hombre podía adquirir unos tonos tan vivos, y que aquel condenado maníaco del petróleo no era un bosque de otoño. Pero entonces la voz de Audick reverberó en la sala de comunicaciones.

—Que le jodan, Martin, que le jodan. Y se trata de algo más que de cincuenta mil millones. ¿Qué me dice de las pérdidas de ingresos mientras reconstruimos Dak? ¿Me prestarán sus bancos el dinero sin intereses? Dispone usted de más liquidez que el Tesoro de Estados Unidos, pero ¿me entregaría cincuenta mil millones? Y una mierda me los daría.

—Bert, Bert —se apresuró a intervenir George Greenwell—, estamos contigo. Salentine sólo estaba indicando unas pocas opciones en las que posiblemente no hayas pensado teniendo en cuenta la presión de los acontecimientos. En cualquier caso, no podemos detener la acción del Congreso aunque lo intentemos. El Congreso no permitirá que el ejecutivo domine en un tema de tanta importancia.Y ahora, todos tenemos mucho trabajo que hacer, de modo que sugiero dar por terminada esta conferencia.

—Bert —dijo Salentine con una sonrisa—, esos boletines informativos anunciando el estado mental del presidente se emitirán por televisión dentro de tres horas. Las otras emisoras seguirán nuestra misma línea. Llámeme y dígame lo que piensa. Es posible que se le ocurra alguna idea. Y otra cosa más, si el Congreso vota por deponer al presidente antes de que éste solicite tiempo en la televisión, las emisoras le negarán ese tiempo, sobre la base de que se le ha declarado mentalmente incapacitado y de que ya no es el presidente.

—Hágalo así —dijo Audick con su rostro ahora ya de un color natural.

La conferencia terminó con despedidas corteses.

—Caballeros —dijo finalmente Lawrence Salentine—, sugiero que nos dirijamos todos a Washington en mi avión. Creo que deberíamos hacerle una visita a nuestro viejo amigo Oliver Oliphant.


El Oráculo
—dijo Martin Mutford con una sonrisa—. Mi viejo mentor. Él nos dará algunas respuestas.

Una hora más tarde volaban ya hacia Washington.

A Sherif Waleeb, embajador de Sherhaben, convocado por el presidente Kennedy, se le enseñaron vídeos secretos de la CÍA en los que se veía a Yabril cenando con el sultán en el palacio de éste. El embajador quedó verdaderamente conmocionado. ¿Cómo podía estar implicado el sultán en una tentativa tan peligrosa? Sherhaben era un país pequeño, apacible y amante de la paz, como era prudente para una nación militarmente débil.

La reunión tuvo lugar en el despacho Oval, ante la presencia de Bert Audick. El presidente estaba acompañado por dos miembros de su equipo personal, Arthur Wix, asesor de Seguridad Nacional, y Eugene Dazzy, jefe de sus consejeros.

Tras haber sido formalmente presentado, el embajador de Sherhaben le dijo a Kennedy:

—Mi querido señor presidente, créame que no tenía el menor conocimiento de esto. Le ruego acepte mis más sinceras disculpas personales y mi rechazo por lo ocurrido. —El hombre estaba a punto de echarse a llorar—. Pero debo añadir algo en lo que creo. El sultán no puede haber estado de acuerdo en causarle ningún daño a su hija.

—Espero que eso sea cierto —dijo Francis Kennedy con gravedad—, porque en tal caso estará de acuerdo con mi propuesta.

El embajador escuchó con un recelo que era más personal que político. Se había educado en una universidad estadounidense y era admirador del estilo de vida de Estados Unidos. Le gustaba la comida, las bebidas alcohólicas, las mujeres estadounidenses y su rebeldía ante el yugo masculino, la música y las películas de Estados Unidos. Había entregado dinero a todos los que pudo utilizar y enriquecido a los burócratas del departamento de Estado. Era un experto en petróleo y amigo personal de Bert Audick.

Ahora estaba desesperado más por su propia desgracia personal que por Sherhaben o su sultán. Lo peor que podría suceder serían las sanciones económicas. Probablemente la CÍA montaría operaciones encubiertas para desplazar al sultán del poder, pero eso incluso podría representar una ventaja para él. Por eso se sintió profundamente conmocionado al escuchar el discurso cuidadosamente articulado que le dirigió Kennedy.

—Debe usted escucharme con toda atención —dijo Francis Kennedy—. Dentro de tres horas estará usted a bordo de un avión con destino a Sherhaben para transmitirle al sultán un mensaje personal. Le acompañarán el señor Bert Audick, a quien usted conoce, y Arthur Wix, mi asesor de Seguridad Nacional. Y el mensaje es el siguiente: su ciudad de Dak será destruida dentro de veinticuatro horas.

El embajador, horrorizado, con la garganta encogida, no pudo decir una sola palabra.

—Se tiene que liberar a los rehenes y se nos tiene que entregar a Yabril. Vivo. Si el sultán no lo hace así, el Estado de Sherhaben dejará de existir.

El embajador parecía tan conmocionado, que Kennedy pensó que quizá tuviera problemas para comprender. Kennedy se detuvo un momento y luego continuó con un tono tranquilizador:

—Todo eso estará escrito en los documentos que enviaré a través de usted para que le sean entregados al sultán.

—Señor presidente —dijo por fin el embajador, aturdido—, discúlpeme, ¿ha dicho que va a destruir Dak?

—En efecto —asintió Kennedy—. Su sultán no creerá en mis amenazas hasta que no vea las ruinas de la ciudad de Dak. Permítame repetirlo: los rehenes tienen que ser liberados, Yabril debe entregarse y se le debe vigilar para que no se suicide. Y no habrá negociaciones.

—No puede usted amenazar con destruir un país libre —dijo el embajador con incredulidad—, por muy pequeño que sea. Y si destruye Dak, habrá destruido inversiones estadounidenses por valor de cincuenta mil millones de dólares.

—Eso puede ser cierto —dijo Kennedy—. Ya veremos. Asegúrese de que el sultán comprenda que mi posición es inamovible en esta cuestión. Ésa es su misión. Señor Audick, señor Wix, ustedes viajarán en uno de mis aviones particulares. Les escoltarán otros dos aviones. Uno para traer de regreso a los rehenes y el cuerpo de mi hija. El otro para traer a Yabril.

El embajador no pudo decir nada más; en realidad, apenas si podía pensar. Aquello debía de ser una pesadilla. El presidente se había vuelto loco. Una vez que se quedó a solas con Bert Audick, éste le comentó:

—Ese hijo de perra habla muy en serio, pero aún nos queda por jugar una carta. Hablaré con usted en el avión.

En el despacho Oval, Eugene Dazzy estaba tomando notas.

—¿Ha dispuesto el envío de todos los documentos al despacho del embajador y al avión? —le preguntó Francis Kennedy.

—Hemos maquillado un poco el mensaje. La destrucción de Dak ya es una noticia bastante mala, pero no podemos decir por escrito que destruiremos todo el país de Sherhaben. Sin embargo, su mensaje está claro. ¿Por qué enviar a Wix?

—El sultán sabrá que hablo muy en serio cuando vea que le envío a mi asesor de Seguridad Nacional —contestó Kennedy sonriendo—. Y Arthur repetirá mi mensaje verbalmente.

—¿Cree usted que funcionará? —preguntó Dazzy.

—Esperará a ver cómo queda destruida Dak —contestó Kennedy—. Entonces seguro que se pondrá a trabajar como un demonio, a menos que se haya vuelto loco. —Guardó un momento de silencio y anadió—: Dígale a Christian que quiero cenar con él antes de que veamos esa película, esta misma noche.

11

Parecía casi imposible destituir al presidente de Estados Unidos en un plazo de veinticuatro horas, un procedimiento conocido como
impeachment
. Sin embargo, y durante varias horas después del ultimátum de Kennedy a Sherhaben, el Congreso y el club Sócrates creyeron tener la victoria al alcance de la mano.

Después de que Christian Klee abandonara la reunión, la sección de vigilancia computarizada de su división especial del FBI le entregó un informe completo de las actividades de los líderes del Congreso y de los miembros del club Sócrates. Se registraron tres mil llamadas telefónicas. En el informe también se incluían diagramas y registros de todas las reuniones celebradas. Las evidencias eran claras y abrumadoras. La Cámara de Representantes y el Senado de Estados Unidos intentarían destituir al presidente en las próximas veinticuatro horas.

Christian, temblando de rabia, se guardó los informes en la cartera y acudió presuroso a la Casa Blanca. Antes de marcharse, sin embargo, ordenó a Peter Cloot que sacara a diez mil agentes de sus puestos de servicio y los trasladara inmediatamente a Washington.

En ese mismo momento, en la noche del miércoles, el senador Thomas Lambertino, el hombre fuerte del Senado, se reunió en su despacho con su ayudante Elizabeth Stone y el congresista Alfred Jintz, el portavoz demócrata de la Cámara. También estaba presente Patsy Troyca, ayudante del congresista Jintz, para, como solía decir, cubrirle el trasero a su jefe, que podría hacer muchas idioteces. No cabía la menor duda de la astucia de Patsy Troyca, y no sólo para él mismo, sino también en Capitol Hill.

En aquella madriguera de legisladores, Patsy Troyca también era un destacado mujeriego y un elegante promotor de las relaciones entre ambos sexos. Troyca ya había observado que Elizabeth Stone, la ayudante jefe del senador, era una mujer hermosa, pero aún le faltaba por descubrir hasta dónde llegaba su fidelidad. Y en estos momentos no le quedaba más remedio que concentrarse en la tarea encomendada.

Troyca leyó en voz alta las frases pertinentes de la vigesimoquinta enmienda a la Constitución de Estados Unidos, suprimiendo frases y palabras extrañas. Leyó con lentitud y cuidado, con una voz de tenor muy bien controlada.

—El vicepresidente asumirá inmediatamente los poderes y deberes del puesto como presidente en funciones, siempre que el vicepresidente y la mayoría o bien de los funcionarios principales de los departamentos ejecutivos —hizo una pausa, se inclinó hacia Jintz y le susurró-: Eso es el gabinete. —Luego, su tono de voz se hizo más enfático al continuar-: o bien de algún otro cuerpo que el Congreso determine por ley, transmitan al Senado y a la Cámara de Representantes su declaración escrita de que el presidente se halla incapacitado para desempeñar los poderes y deberes de su cargo.

—Mierda —exclamó el congresista Jintz—. No puede resultar tan sencillo destituir al presidente.

—No lo es —dijo el senador Lambertino con voz tranquilizadora—. Continúe leyendo, Patsy.

Patsy Troyca pensó amargamente que era típico que su jefe no conociera la Constitución, por muy sagrada que fuese. Terminó por abandonar sus esfuerzos. Que se joda la Constitución; Jintz jamás lo entendería, así que tendría que explicarlo en lenguaje llano.

—Esencialmente —dijo—, el vicepresidente y el gabinete deben firmar una declaración de incompetencia para destituir a Kennedy. En tal caso, el vicepresidente se convierte en presidente. Un segundo más tarde, Kennedy emite una contradeclaración y dice estar bien. Así, vuelve a ser presidente. Entonces, es el Congreso el que decide. Mientras tanto, Kennedy puede hacer lo que guste.

—Y con eso desaparece Dak —dijo el congresista Jintz.

—La mayoría de los miembros del gabinete firmarán la declaración —dijo el senador Lambertino—. Tendremos que esperar a ver qué hace la vicepresidenta. No podemos proceder sin su firma. El Congreso tendrá que reunirse no más tarde de las diez de la noche del jueves para decidir el tema a tiempo para impedir la destrucción de Dak. Y para ganar debemos contar con una votación favorablede dos tercios, tanto en la Cámara como en el Senado. Yo puedo garantizar el resultado en el Senado. ¿Podrá la Cámara hacer su trabajo?

—Desde luego —asintió el congresista Jintz—. He recibido una llamada del club Sócrates. Ellos se disponen a presionar a todos los miembros de la Cámara.

—La Constitución dice: «O bien de algún otro cuerpo que el Congreso determine por ley». ¿Por qué no evitar la firma de todo el gabinete y de la vicepresidenta y hacer que el propio Congreso sea ese cuerpo? En tal caso, podrían decidir sin dilaciones.

—Eso no funcionará, Patsy —dijo el congresista Jintz con paciencia—. No tiene que parecer como una venganza. El público votante puede estar del lado del presidente, y eso es algo que tendríamos que pagar más tarde. Recuerde que Kennedy es muy popular. Un demagogo siempre cuenta con esa ventaja en comparación con los legisladores responsables.

—No deberíamos tener ningún problema limitándonos a seguir el procedimiento —dijo el senador Lambertino—. El ultimátum del presidente a Sherhaben es demasiado extremista y demuestra una mente temporalmente desequilibrada por su propia tragedia personal. Por la que, desde luego, siento la mayor simpatía y pena, como, de hecho, nos sucede a todos.

—Mi gente en la Cámara tiene que presentarse a la reelección cada dos años —dijo el congresista Jintz—. Kennedy eliminaría a un buen puñado de ellos si fuera declarado competente después de ese período de treinta días. Tenemos que mantenerlo fuera del cargo.

El senador Lambertino asintió con un gesto. Sabía que los seis años de mandato de los senadores era algo que siempre molestaba a los miembros de la Cámara de Representantes.

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