El presidente Francis Kennedy reflexionó sobre los problemas que tenía planteados y qué contramedidas podía tomar. Se sentía preocupado por las acusaciones hechas contra Christian Klee. Para él era evidente que se trataba de invenciones, y que tendría que detener el desarrollo de esa historia, pero no ahora.
Ahora tenía que decidir lo que quería hacer con Yabril y con aquellos dos jóvenes profesores, Adam Gresse y Henry Tibbot. El pueblo de Estados Unidos lanzaría vítores si ordenaba colgarlos de un balcón de la Casa Blanca, pero esa clase de poder no se podía ejercer en una democracia. Como presidente, podía perdonarlos, pero no mandarlos ejecutar. Mientras tanto, se había contratado a los abogados más exquisitos del país para que defendieran a esos hombres. Whitney Cheever, que se había hecho cargo de la defensa de Gresse y Tibbot,
pro bono
, sería un contrincante formidable. Pero Francis Kennedy sabía que en su mente había llegado a otra encrucijada. Disponía de cartas muy poderosas que podía jugar, pero ¿tenía la voluntad para jugarlas? ¿Podía descartar sus principios éticos y democráticos, tan inútiles en esta lucha concreta por el poder? ¿Podía llegar a ser tan despiadado como sus oponentes, como el Congreso, el club Sócrates y los criminales actualmente incomunicados por Christian Klee en los centros de detención? Claro que podía destruirlos a todos si disponía de la voluntad para hacerlo. Por un momento se sintió desesperado, y entonces recordó la impotencia que había sentido cuando murieron su esposa y más tarde su hija. Volvió a sentir como si su cerebro se viera comprimido por el odio, y pensó que nada tendría significado alguno si él volvía a sentirse impotente.
Aisló los peligros más inmediatos a los que tenía que enfrentarse. A principios de junio, el Congreso lanzó su primer ataque, precipitando así el final de la corta paz establecida tras la derrota de Yabril. Se formó un comité conjunto de la Cámara de Representantes y del Senado para investigar las circunstancias de la explosión de la bomba atómica en Nueva York. En los periódicos y en la televisión ya se habían filtrado rumores en el sentido de que la Administración Kennedy había cometido algún tipo de grave negligencia. Gresse y Tibbot, los dos jóvenes sospechosos de haber colocado la bomba atómica, fueron capturados veinticuatro horas antes de que se produjera la explosión. ¿Por qué no habían sido interrogados, para obligarles a revelar dónde se hallaba oculta la bomba? También había informes según los cuales los dos jóvenes físicos habían sido advertidos poco antes de su detención. ¿Quién les había advertido? ¿Había existido alguna clase de conspiración en los altos ámbitos gubernamentales? El preocupado equipo personal de Kennedy ya había aislado el tema, considerándolo «destructor» en la próxima campaña por la reelección.
También había un comité del Congreso investigando cuántas personas del servicio secreto se estaban utilizando para proteger al presidente. El Congreso afirmaba que eran más de diez mil. ¿Acaso Kennedy necesitaba realmente un ejército tan grande en una democracia como Estados Unidos?
En una reunión especial mantenida con los miembros de su equipo, Kennedy también convocó a la vicepresidenta Helen du Pray; al doctor Zed Annaccone, jefe del Instituto Nacional de Ciencias Médicas; a Theodore Tappey, el jefe de la CÍA, y a Matthew Gladyce, su secretario de Prensa.
Helen du Pray ya hacía tiempo que había descartado la definición masculina del honor. Era así de sencillo: cuando los hombres tenían una deuda con otro ser humano, ya fuera hombre o mujer, creían que pagar esa deuda constituía una deuda mayor que lo que debían al contrato social.
Las mujeres, por su parte, se tomaban el contrato social demasiado literalmente, es decir, creían que un ser humano debía subordinar sus motivos personales a las necesidades más amplias de sus semejantes. En ese sentido, las mujeres no poseían ese mismo sentido del «honor» que los hombres, como éstos insistían en afirmar contanta frecuencia. Dentro de los límites dictados por la prudencia política, Helen du Pray despreciaba este concepto de soborno hipócrita. El hecho de que lo clasificara como un concepto masculino no la cegaba ante su poder y sus restricciones sobre su propio movimiento político.
En esta mañana de primeros de mayo, antes de que se produjera la reunión con el presidente, decidió correr sus ocho kilómetros para aclararse la cabeza, sabiendo que se había convertido en una heroína ante los asesores personales del presidente por haberse negado a firmar la petición para destituir a Kennedy. Pero también sabía que todos ellos lo consideraban como un acto de honor «masculino». En consecuencia, ella tendría que llevar mucho cuidado en la próxima reunión.
En el fondo de su corazón creía que la única solución a los males del mundo consistía en la transferencia de poder desde el patriarca. No abrigaba sueños alocados de que eso pudiera lograrse mientras ella viviera. Lo único que podía hacer era empujar unos pocos centímetros más y esperar a que se iniciara una nueva historia. O una nueva «feistoria», una palabra que les encantaba utilizar a las feministas ardientes, y que odiaban la mayoría de los hombres. Pero historia o «feistoria», a ella le daba igual. Su trabajo consistía en lograr que el mundo funcionara. Se preparó mentalmente para la reunión con Kennedy. Sabía que sería una ocasión importante y peligrosa.
El doctor Zed Annaccone temía esta reunión con el presidente Kennedy y los miembros de su equipo personal. Le ponía ligeramente enfermo hablar de ciencia y mezclarla con objetivos políticos y sociológicos. Jamás habría aceptado ser nombrado asesor médico-científico del presidente de no haber sido porque sabía que ésa era la única forma de asegurarse los fondos necesarios para el desarrollo de su querido Instituto Nacional de Investigación del Cerebro. Las cosas no se ponían tan feas cuando tenía que tratar directamente con Francis Kennedy. Aquel hombre era realmente brillante y demostraba cierta inclinación por la ciencia, aunque era totalmente absurda la afirmación que a veces hacían los periódicos, según la cual el presidente habría sido un gran científico. No obstante, sí comprendía los valores sutiles de la investigación y la forma en queeso podía afectar a todos los ámbitos de la vida. También era capaz de utilizar su imaginación para hacerse una idea de los resultados casi milagrosos que se podrían alcanzar con las teorías científicas, incluso con las más osadas. Kennedy no representaba el verdadero problema. El problema estaba en los miembros de su equipo, en el Congreso, y en todos aquellos dragones burocráticos, además de la CÍA y el FBI, que siempre le miraban por encima del hombro.
Hasta que no empezó a trabajar en Washington, el doctor Zed Annaccone no llegó a percibir el horrible abismo existente entre la ciencia y la sociedad en general. Era escandaloso que el cerebro humano hubiera podido dar un salto tan grande hacia adelante en todas las ramas de la ciencia, mientras que las disciplinas políticas y sociológicas habían permanecido casi estacionadas. La ciencia había solucionado muchos misterios del cuerpo y del cerebro y, sin embargo, la sociedad, en general, seguía perpleja y confundida, inmersa en la Era de la Oscuridad.
Le parecía increíble que la humanidad siguiera tolerando la guerra interna, a un coste enorme y sin ninguna ventaja. Era inconcebible que los individuos, hombres y mujeres siguieran asesinándose mutuamente, cuando había tratamientos capaces de eliminar las tendencias asesinas en los seres humanos. Le parecía despreciable que los políticos y los medios de comunicación atacaran la ciencia de la ingeniería genética, como si la manipulación del espíritu de la humanidad fuera una corrupción de alguna especie de espíritu santo. Sobre todo cuando era evidente que la raza humana estaba condenada, tal y como estaba constituida genéticamente en la actualidad.
El doctor Zed Annaccone había sido informado de lo que se trataría en la reunión. Aún quedaban algunas dudas sobre si la explosión de la bomba atómica había formado parte del complot terrorista por desestabihzar la influencia estadounidense en el mundo, y sobre si existía una conexión entre los dos jóvenes profesores de física, Gresse y Tibbot, y el líder terrorista Yabril. Se le preguntaría si se debería haber utilizado el escáner cerebral PVT para interrogar a los detenidos y determinar la verdad.
Eso hizo que el doctor Zed Annaccone se irritara. ¿Por qué no le habían pedido que aplicara el PVT antes de que estallara la bomba atómica? Christian Klee había dicho que se hallaba enfrascado en la crisis del secuestro, y que la amenaza de bomba no le había parecido tan peligrosa. Era el razonamiento propio de un asno. Y el presidente Kennedy se había negado a firmar la petición de Klee para que se aplicara el escáner cerebral PVT, aduciendo razones humanitarias. Sí, claro, si los dos jóvenes resultaban inocentes y se producía algún daño en sus cerebros durante el procedimiento, hubiera resultado ser un acto inhumano, pero Annaccone sabía que eso no era más que una justificación política para cubrirse las espaldas. Había informado detalladamente a Kennedy acerca del procedimiento, y el presidente le había comprendido. El escáner PVT era casi del todo seguro, y haría que el sujeto contestara ajustándose a la verdad. Podrían haber localizado y desarmado la bomba. Habría habido tiempo para hacerlo.
Claro que era lamentable que tantas personas hubieran tenido que morir o resultar heridas. A pesar de todo, el doctor Annaccone sentía una furtiva admiración por aquellos dos jóvenes científicos. Hubiera deseado estar en su lugar, pues ellos habían dejado clara una cosa, algo lunático, desde luego, pero habían dejado claro que a medida que el hombre incrementa sus conocimientos, aumenta la posibilidad de que cualquiera provoque un desastre atómico. También era cierto que a la misma situación se podía llegar por la avidez del empresario individual, o la megalomanía de un líder político. Pero aquellos dos jóvenes pensaban, sin lugar a dudas, en los controles sociológicos, no en los científicos. Pensaban reprimir a la ciencia, detener su progreso. La verdadera respuesta, claro está, consistía en cambiar la estructura genética del hombre, de tal modo que la violencia se convirtiera en un acto imposible. Poner freno a los genes y al cerebro del mismo modo que se instalan frenos en una locomotora. Así era de simple.
Mientras esperaba en la sala de gabinete de la Casa Blanca a que llegara el presidente, el doctor Zed Annaccone se apartó del resto de los presentes, dedicándose a leer el montón de memorándums y artículos que había traído consigo. Siempre se mostraba reticente al personal del presidente. Christian Klee seguía los progresos del Instituto Nacional del Cerebro, y a veces daba una orden secreta para conocer los detalles de su investigación. Eso era algo que no le gustaba, y por ello utilizaba tácticas dilatorias siempre que podía. A menudo le sorprendía que Klee pudiera ser más listo que él en tales temas. Los otros miembros del equipo, Eugene Dazzy, Oddblood Gray y Arthur Wix, eran personas primitivas, sin una verdadera comprensión de la ciencia, inmersas en aquellas cuestiones comparativamente poco importantes de la sociología y el gobierno.
Observó la presencia de la vicepresidenta Helen du Pray, y también la de Theodore Tappey, el jefe de la CÍA. Siempre le había sorprendido que una mujer hubiera podido alcanzar la vicepresidencia del gobierno de Estados Unidos. Tenía la sensación de que la ciencia se opondría a una cosa así. En sus investigaciones sobre el cerebro, pensaba que algún día encontraría alguna diferencia fundamental entre el cerebro del hombre y el de la mujer, y le extrañaba no haberla encontrado ya. Le extrañaba porque si realmente la encontrara, las cosas marcharían de forma mucho más sencilla.
Siempre había considerado a Theodore Tappey un ejemplar de Neanderthal, con todas aquellas inútiles maquinaciones para conseguir una ligera ventaja en los asuntos exteriores, en contra de otros semejantes de la raza humana. A largo plazo, aquél era un comportamiento totalmente inútil.
El doctor Zed Annaccone extrajo unos documentos de su maletín. Había un artículo muy interesante sobre una partícula hipotética denominada taquión. Pensó que ninguno de los presentes habría escuchado jamás aquella palabra. Aunque su especialidad era el cerebro, el doctor Annaccone poseía un vasto conocimiento de todas las ciencias.
Ahora se dedicó a estudiar el artículo que trataba de los taquiones. ¿Existían realmente? Los físicos llevaban discutiendo el tema desde hacía veinte años. Los taquiones, si es que existían, resquebrajarían las teorías de Einstein, ya que viajarían con mayor velocidad que la luz, lo que era imposible, según Einstein. Claro que se había encontrado la justificación de que los taquiones ya se movían con más rapidez que la luz desde el principio, pero ¿qué significaba eso? Además, la masa de un taquión es un número negativo. Algo que, supuestamente, era imposible. Pero lo imposible en la vida real podía ser posible en el mundo misterioso de las matemáticas. Y entonces, ¿qué sucedería? ¿Quién podía saberlo? ¿A quién le importaba? Desde luego, no le importaría a nadie de los presentes en esta sala, consideradas como las personas más poderosas del planeta. Eso era una ironía en sí mismo. Los taquiones podrían cambiar la vida humana mucho más de lo que pudieran concebir cualquiera de estas personas.
Finalmente, el presidente hizo su entrada y todos los presentes se levantaron. El doctor Annaccone dejó a un lado sus papeles. Probablemente disfrutaría de esta reunión si se mantenía alerta y contaba los parpadeos que se produjeran. La investigación demostraba que los parpadeos podían revelar si una persona estaba mintiendo o no. Y tenía la impresión de que en esta reunión habría muchos parpadeos.
Francis Kennedy acudió a la reunión vestido con unos cómodos pantalones deportivos, una camisa blanca cubierta por un chaleco de cachemira azul, y un humor extraordinario para ser un hombre tan agobiado por las dificultades.
La vicepresidenta Helen du Pray se preguntó cómo era posible que el hecho de estar enamorado pusiera tan alegres a los hombres y produjera tanta tensión entre las mujeres.
Después de haberlos saludado, el presidente dijo:
—Tenemos hoy con nosotros al doctor Annaccone para ver si podemos aclarar la cuestión de si el terrorista Yabril estuvo relacionado de algún modo con la explosión de la bomba atómica. También está aquí para responder a las acusaciones aparecidas en los periódicos y en la televisión, según las cuales nosotros podríamos haber descubierto la bomba antes de que explotara. Y ahora, para empezar como es debido, Christian, ¿existe alguna prueba que indique la conexión con Yabril?