La cuarta K (55 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Casi dos horas más tarde Kennedy llamó por el intercomunicador a su jefe de consejeros para decirle:

—Dazzy, acompañe al doctor Annaccone. Se marcha ahora.

Así lo hizo Dazzy, quien observó que el doctor parecía sentirse realmente asustado por primera vez. Al parecer, el presidente le había conmocionado.

El coronel Henry Canoo (retirado), director del despacho militar de la Casa Blanca, era el hombre más alegre e imperturbable de la Administración. Era alegre porque realizaba lo que creía ser el mejor trabajo del país. No era responsable más que ante el propio presidente de Estados Unidos, y controlaba los fondos secretos presidenciales acreditados por el Pentágono, no sometidos a auditoría externa más que por él mismo y el presidente. Él era, estrictamente, un administrador, no decidía cuestiones de política y ni siquiera tenía que ofrecer consejo. Era el que se ocupaba de organizar todos los aviones, helicópteros y limusinas para el presidente y su equipo; el que suministraba los fondos para la construcción y mantenimiento de los edificios utilizados por la Casa Blanca, clasificados como secretos. Dirigía la administración del «Fútbol», el oficial de órdenes y su maletín, que contenía los códigos de la bomba atómica para el presidente. Cada vez que el presidente deseaba hacer algo que costara dinero y no deseaba que lo supiera el Congreso o los medios de comunicación, Henry Canoo desembolsaba el dinero sacándolo del fondo secreto y sellaba las hojas fiscales con la más alta clasificación de confidencialidad.

A últimas horas de una tarde de mayo, cuando el fiscal general Christian Klee entró en su despacho, Henry Canoo le saludó cálidamente. Ambos habían hecho cosas juntos con anterioridad, y alprincipio de su mandato el presidente le había dado a Canoo instrucciones para que entregara al fiscal general cualquier cosa que necesitara de los fondos secretos. Las primeras veces que se planteó una situación así, Canoo lo comprobó con el presidente, pero luego dejó de hacerlo.

—Christian —dijo jovialmente—, ¿anda usted buscando información o liquidez?

—Ambas cosas —contestó Christian—. Antes el dinero. Vamos a prometer públicamente que recortaremos en un cincuenta por ciento la división del servicio secreto, así como el presupuesto de seguridad. Tengo que pasar por todo esto. Pero se tratará de una transferencia sobre el papel, porque en el fondo no cambiará nada. Sin embargo, no quiero que el Congreso se huela una sola pista financiera. Así que su oficina de Asesoría Militar se encargará de echar mano del presupuesto del Pentágono para obtener el dinero. Luego, selle la orden con la máxima clasificación de confidencialidad.

—¡Jesús! —exclamó Henry Canoo—. Eso es mucho dinero. Puedo hacerlo, pero no por mucho tiempo.

—Sólo será hasta las elecciones de noviembre —dijo Christian—. Después de eso, o ya nos los habremos quitado de encima, o el Congreso será demasiado fuerte como para que importe. Pero en estos momentos tenemos que causar buena impresión y que todo parezca limpio.

—De acuerdo —asintió Canoo.

—Y ahora la información —dijo Christian—. ¿Alguno de los comités del Congreso ha estado últimamente por aquí, olfateando?

—Oh, claro —contestó Canoo—. Más de lo habitual. Siguen tratando de descubrir de cuántos helicópteros dispone el presidente, cuántas limusinas, cuántos aviones y cosas de ésas. Intentan descubrir qué es lo que está haciendo el ejecutivo. Si supieran todo lo que tenemos se echarían las manos a la cabeza.

—¿Qué congresista, en particular? —preguntó Christian.

—Jintz —contestó Canoo—. Tiene a ese ayudante administrador, ese tal Patsy Troyca, un pequeño hijo de perra muy listo. Dice que quiere saber cuántos helicópteros tenemos, y yo le contesto que tres. Entonces dice que ha oído rumores por ahí de que tenemos quince, y yo le pregunto que qué demonios haría la Casa Blanca con quince. Pero se ha acercado bastante, porque tenemos dieciséis.-¿Y qué demonios hacemos con dieciséis? —preguntó Christian Klee sorprendido.

—Los helicópteros siempre se averian —explicó Canoo—. Y si el presidente necesita uno, ¿voy a decirle que no puede ser porque está en el taller? Además, siempre hay alguien del equipo que pide uno. Usted no los utiliza mucho, Christian, pero Tappey de la CÍA y Wix los emplean en todo momento. Y Dazzy también, aunque no sé por qué razón.

—Y es mejor que no lo sepa —dijo Christian—. Quiero que me informe de cualquier husmeador del Congreso que intente descubrir el apoyo logístico de la misión presidencial. Eso afecta a la seguridad. Infórmeme personalmente y déle confidencialidad máxima.

—De acuerdo —asintió Henry Canoo alegremente—. Y si alguna vez necesita que se le haga algún trabajo en su residencia, también podemos conseguir los fondos para eso.

—Gracias, pero dispongo de mi propio dinero —dijo Christian.

La noche del mismo día, el presidente Francis Kennedy estaba sentado en el despacho Oval fumando su delgado puro habano. Revisó los acontecimientos del día. Todo había salido tal y como lo había planeado. Había mostrado la mano sólo lo suficiente para ganarse el apoyo de los miembros de su equipo personal.

Klee había reaccionado adecuadamente, como si hubiera leído la mente de su presidente. Canoo se lo había comunicado. Annaccone se mostró más difícil de convencer. Helen du Pray podía constituir un problema si no llevaba cuidado, pero necesitaba de su inteligencia y de su base política entre las organizaciones femeninas.

A Francis Kennedy le sorprendió darse cuenta de lo bien que se sentía. Ya no tenía ninguna depresión y su nivel de energía era más alto de lo que había sido desde que muriera su esposa. ¿Era porque había encontrado finalmente a una mujer que le interesaba, o era porque finalmente había recuperado el control de la enorme y compleja maquinaria política de Estados Unidos?

19

En el mes de mayo, Francis Kennedy se había enamorado, ante su propio asombro e incluso consternación. No era éste el momento, ni la mujer era la más adecuada. Formaba parte del equipo legal de la vicepresidenta.

A Kennedy le agradaba su encanto natural, su sonrisa astuta, sus ojos pardos tan vivos y tan chispeantes de ingenio. Era muy aguda en sus argumentaciones, aunque a veces las planteaba demasiado como una abogada. Poseía belleza física, una voz encantadora, y el cuerpo de una Venus de bolsillo: largas piernas, con una cintura diminuta y un busto pletónco, a pesar de que no era una mujer muy alta. Podría ser deslumbrante completamente ataviada, pero vestida con más sencillez la mayoría de los hombres no se apercibirían de su legítima belleza.

Lanetta Carr poseía esa clase de ingenuidad y franqueza que podía bordear a veces la vulgaridad. Tenía el aire romántico de una beldad del sur, por debajo de una aguda inteligencia que la había conducido al estudio del Derecho. Acudió a Washington como abogada, y tras haber trabajado en agencias gubernamentales, dedicada a la aplicación de programas sociales y a los derechos de la mujer, se convirtió en una de las ayudantes más jóvenes del equipo de la vicepresidenta.

Durante un mandato de cuatro años, era costumbre invitar al menos a una gran recepción presidencial a todos los miembros del equipo de la vicepresidenta. Lanetta Carr había sido una de las cuatrocientas personas que recibieron la invitación para acudir a dicha recepción.

A ella le entusiasmó la perspectiva de ver a Francis Kennedy en carne y hueso. Ahora, al fondo de la hilera que entraba en la Casa Blanca, vio al presidente saludando a sus invitados. Para ella, era el hombre más atractivo que nunca hubiera conocido. Los planos de su rostro tenían esa encantadora simetría que sólo parecen haber heredado los irlandeses. Era alto, muy delgado y tenía que inclinarse un poco para decir unas pocas palabras corteses a cada uno de sus invitados. Observó que trataba a todo el mundo con una cortesía exquisita. Y entonces, mientras esperaba que le llegara el turno, él volvió la cabeza, sin verla aún, aparentemente sumido en un movimiento interno de aislamiento, y ella captó la mirada de tristeza en aquellos ojos celestes, el rostro congelado en alguna clase de dolor. Y un instante después, volvió a ser el político elegante y atractivo que la saludaba.

La vicepresidenta Helen du Pray estaba al lado de Kennedy y le murmuró que Lanetta Carr era una de sus ayudantes. Kennedy se mostró en seguida más cálido, más amistoso, al saber que pertenecía al equipo de su más directa colaboradora. Le apretó las manos con las suyas y ella se sintió tan atraída que, siguiendo un impulso, y aun sabiendo que se les había advertido a todos que nunca se hablara de aquel tema, dijo:

—Señor presidente, siento mucho lo ocurrido a su hija.

Se dio cuenta de la ligera mirada de desaprobación en el rostro de Helen du Pray. Pero Kennedy le contestó con serenidad.

—Gracias.

Le soltó la mano y ella continuó caminando. Lanetta se unió a otros compañeros del equipo de la vicepresidenta, que también asistían a la fiesta. Acababa de beberse un vaso de vino blanco cuando le sorprendió ver al presidente y a la vicepresidenta caminando lentamente por entre los invitados, charlando breves instantes con la gente a medida que avanzaban, pero dirigiéndose evidentemente hacia el grupo donde ella se encontraba.

Sus compañeros guardaron silencio inmediatamente. La vicepresidenta Helen du Pray presentó a los cinco miembros de su equipo, añadiendo ahora comentarios amistosos e íntimos sobre el valor del trabajo del que eran responsables. Por primera vez, Lanetta observó lo atractiva que era la vicepresidenta como mujer, lo femenina que podía llegar a ser. Con qué instinto se mostraba sensible a todas las necesidades psicológicas de su personal y, sobre todo, a la de ser destacados ante el presidente de Estados Unidos. Cómo parecía quedar envuelta en un aura sexual que ella no le había visto nunca hasta ese momento. Lanetta adivinó en seguida que eso se veía estimulado no por Kennedy, como hombre, sino por un hombre que tenía el poder supremo. A pesar de todo, experimentó un extraño aguijonazo de celos.

El resto del grupo guardó un respetuoso silencio y se limitó a mostrar sonrisas de agradecimiento ante las palabras de alabanza. Kennedy hizo algunos amables comentarios, pero se quedó mirando directamente a Lanetta. Así que ella dijo lo primero que se le ocurrió.

—Señor presidente, en todos los años que llevo en Washington, nunca había estado en la Casa Blanca. ¿Podría pedirle a uno de sus ayudantes que me la enseñara? Sólo las salas abiertas al público, desde luego.

No era consciente de la bella imagen que ofrecía, con unos ojos grandes en un rostro muy joven para sus años, una complexión extraordinaria, con la piel mostrando una mezcla de blanco cremoso y un exquisito rosado en las mejillas y las orejas. El presidente Kennedy sonrió; fue una sonrisa genuina, no política. Se sentía encantado sólo de verla. Y la voz de aquella mujer le atrajo. Era muy suave y apenas se notaba en ella una traza de acento sureño. De pronto se dio cuenta de que en los últimos años no había escuchado aquella clase de voz. Así que la tomó de la mano y le dijo:

—Yo mismo se la enseñaré.

La llevó por toda la planta baja, cruzaron la sala Verde, con la chimenea de repisa blanca y las sillas y canapés blancos; luego pasaron por la sala Azul, con la pared cubierta por seda azul y dorada; por la sala Roja, engalanada con seda del color de la cereza y una alfombra roja y marrón en el suelo, y a continuación por la sala Oval Amarilla, que, según le comentó él, era su favorita porque, según le dijo, las paredes amarillas, los tapices y sofás de colores similares parecían relajarle. Y durante todo ese tiempo no dejaba de hacerle preguntas sobre ella misma y de observarla.

Él se dio cuenta de que parecía mucho más interesada por la conversación que por el respeto que inspiraba la belleza de las salas. Que hacía preguntas inteligentes sobre las pinturas históricas y los diversos objetos antiguos. No parecía sentirse excesivamente impresionada por lo que la rodeaba. Finalmente, le mostró el famoso despacho Oval del presidente.

—Odio esta habitación —dijo Kennedy.

Ella pareció comprenderle. El despacho Oval se utilizaba siempre para las fotografías oficiales que publicaban todos los periódicos, las charlas con los dignatarios extranjeros de visita, la firma de leyes y tratados importantes. Eso le proporcionaba un aura de falta de intimidad.

Aunque no lo demostrara, Lanetta estaba muy emocionada con la visita, así como por hallarse en compañía del presidente. Era muy consciente de que ese tratamiento representaba algo más que una cortesía ordinaria.

En el camino de regreso hacia la gran sala de recepción, él le preguntó si le gustaría acudir a la semana siguiente a la Casa Blanca para asistir a una pequeña cena. Ella dijo que así lo haría.

En los días que siguieron, antes de la noche prevista para la cena, Lanetta esperaba que la vicepresidenta Helen du Pray la llamara para tener con ella una charla sobre cómo debía comportarse y preguntarle cómo había conseguido que el presidente la invitara. Pero la vicepresidenta no lo hizo. De hecho, ni siquiera parecía saber nada al respecto, aunque eso era algo que a ella no le parecía que pudiera ser cierto.

Lanetta Carr sabía, ¿qué mujer no lo sabría?, que Francis Kennedy tenía por ella un interés que era sexual. Indudablemente, no estaría pensando en ella para el cargo de secretaria de Estado.

La pequeña cena informal para ella en la Casa Blanca no fue un éxito. A cualquier mujer le habría parecido intachable el comportamiento que Francis Kennedy tuvo con ella. Fue persistente en su amistosa cortesía, la indujo a participar en la conversación dejando que las discusiones continuaran, y casi siempre se puso de su parte cuando ella discrepó de los miembros del equipo personal del presidente. Ella no se sintió temerosa por saber que aquellos hombres eran los más poderosos del país. Le agradó Eugene Dazzy, a pesar del escándalo que se había publicado sobre él en los medios de comunicación. Se preguntó cómo podía soportar su esposa el aparecer con él en público, después de aquello, pero eso era algo que no parecía incomodar a ninguno de los presentes. Arthur Wix se mostró reservado, pero discutieron de una forma civilizada cuando Lanetta dijo que, en su opinión, habría que recortar el presupuesto de Defensa a la mitad. Otto Gray le pareció encantador. Las esposas de ellos le parecieron mujeres dominadas por sus maridos.

Christian Klee le disgustó, aunque no supo por qué. Quizá fuera por la siniestra reputación que tenía ahora en Washington. Pero se dijo a sí misma que ella era la menos indicada para tener un prejuicio así, con toda su experiencia en Derecho. Las acusaciones sin pruebas no son más que habladurías, y él seguía siendo inocente. Lo que la repelía era su total ausencia de interés o respuesta hacia ella como mujer. Parecía estar siempre vigilante. Uno de los camareros que servían la cena se había inclinado por detrás de Klee durante un momento más prolongado de lo estrictamente necesario, y Klee volvió en seguida la cabeza y empezó a mover el cuerpo en la silla, deslizando hacia adelante el pie derecho. El camarero, que simplemente se había detenido allí para desplegar una servilleta, se sintió evidentemente sorprendido ante la mirada que le dirigió Klee.

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