La cuarta K (32 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

El senador Thomas Lambertino y el congresista Alfred Jintz mantuvieron reuniones constantes con sus colegas durante todo el miércoles, tanto en la Cámara como en el Senado, para tratar sobre la acción de destituir a Kennedy. El club Sócrates se puso en contacto con todos los políticos sobre los que ejercía influencia. Cierto que la interpretación de la Constitución era un tanto turbia para que el Congreso se designara a sí mismo como cuerpo con capacidad de decisión, pero la situación exigía tal tipo de acción drástica. Era evidente que el ultimátum de Kennedy a Sherhaben se basaba en emociones personales y no en razones de Estado.

Al finalizar el miércoles ya se había logrado establecer la coalición. Ambas Cámaras, con apenas los dos tercios de los votos asegurados, se reunirían el jueves por la noche, pocas horas antes de que expirara el ultimátum de Kennedy de destruir la ciudad de Dak.

Lambertino y Jintz mantuvieron a Oddblood Gray plenamente informado, confiando en que, de ese modo, Francis Kennedy terminara por anular su ultimátum a Sherhaben, aunque el asesor del presidente les aseguró que éste no lo haría. Luego informó a Francis Kennedy.

—Otto —dijo Kennedy—, creo que usted, Chris y Dazzy deberían cenar conmigo esta noche, a última hora. Que sea hacia las once. Y calculen que no tardarán en regresar a casa.

El presidente y su equipo cenaron en la sala Amarilla, que era la favorita de Kennedy, a pesar de que eso significó una gran cantidad de trabajo adicional para la cocina y los camareros. Como era habitual, la cena fue muy sencilla para Kennedy, un pequeño filete a la plancha, un plato de tomates finamente cortados, y luego café con una variedad de crema y tarta de frutas. A Christian y a los demás se les ofreció la opción de tomar pescado. Ninguno de ellos comió más que unos pocos bocados.

Kennedy parecía sentirse perfectamente cómodo, mientras que los demás estaban inquietos. Todos ellos llevaban brazaletes negros sobre las mangas de las chaquetas, al igual que Kennedy. En la Casa Blanca, todos, incluidos los sirvientes, llevaban brazaletes idénticos, algo que a Christian le pareció arcaico. Sabía que Eugene Dazzy había enviado un memorándum ordenando que se hiciera así.

—Christian —dijo el presidente—, creo que ya es hora de que compartamos nuestro problema. Pero no irá más allá. Nada de memorándums.

—Se trata de algo grave —dijo Christian.

Les informó a todos de lo ocurrido con la amenaza de bomba atómica, y les dijo que los dos jóvenes en cuestión se habían negado a hablar, siguiendo el consejo de su abogado.

—¿Que han colocado un ingenio nuclear en la ciudad de Nueva York? —preguntó Oddblood Gray con incredulidad—. No me lo creo. Toda esta mierda no puede estar sucediendo al mismo tiempo.

—¿Está seguro de que realmente colocaron ese artefacto nuclear? —preguntó Eugene Dazzy.

—Creo que sólo hay un diez por ciento de posibilidades de que sea así —contestó Christian.

En realidad, creía que las posibilidades eran del noventa por ciento, pero no estaba dispuesto a decirlo.

—¿Qué va a hacer al respecto? —preguntó Dazzy.

—Tenemos trabajando a los equipos de investigación nuclear —contestó Christian—. Pero hay una cuestión de tiempo. —Se volvió, dirigiéndose directamente a Kennedy—. Aún necesito su firma para poner en marcha al equipo de interrogatorio médico que los someta a prueba.

Explicó a continuación la parte secreta contenida en la ley de Seguridad Atómica.

—No —dijo Francis Kennedy.

Todos quedaron asombrados ante la negativa del presidente.

—No podemos correr ese riesgo —dijo Dazzy—. Firme la orden.-La invasión del cerebro de un individuo por parte de funcionarios gubernamentales es una acción peligrosa —dijo Kennedy con una sonrisa. Hizo una pausa, antes de añadir-: No podemos sacrificar los derechos individuales de un ciudadano basándonos únicamente en sospechas. Sobre todo cuando se trata de ciudadanos potencialmente tan valiosos como esos dos jóvenes. Cuando se disponga de mayor información, vuélvamelo a pedir, Chris. —Luego, dirigiéndose a Oddblood Gray, le pidió-: Otto, informe a Christian y a Dazzy sobre cómo marchan las cosas en el Congreso.

—Éste es su plan de acción —dijo Gray—. Ahora saben que la vice-presidenta no firmará la declaración de destitución acogiéndose a la enmienda vigesimoquinta. Pero la han firmado suficientes miembros del gabinete, de modo que aún pueden emprender la acción. Designarán al Congreso como el otro cuerpo con capacidad para determinar su incapacidad. Se reunirán el jueves por la noche y votarán la destitución. Sólo para evitar que continúe usted al frente de las negociaciones para conseguir la liberación de los rehenes. Su argumento consiste en afirmar que se encuentra usted bajo una tensión excesiva debido a la muerte de su hija.

»Una vez que lo hayan destituido, el secretario de Defensa dará contraorden acerca de sus órdenes de bombardear Dak. Cuentan con que Bert Audick convencerá al sultán para que libere a los rehenes durante ese período de treinta días. Es casi seguro que el sultán aceptará.

—Redacte una directiva —dijo Kennedy volviéndose a Dazzy—. Ningún miembro de este gobierno se pondrá en contacto con Sherhaben. Eso será considerado como traición.

—Teniendo en cuenta que la mayoría de los miembros de su gabinete están en contra de usted, no hay la menor posibilidad de que se cumplan sus órdenes —dijo Eugene Dazzy con suavidad—. En estos momentos no dispone usted de poder.

—Chris —dijo Kennedy volviéndose hacia Christian Klee—, necesitan los dos tercios de los votos para destituirme de mi cargo, ¿no es así?

—Así es —asintió Christian—. Pero, al no contar con la firma de la vicepresidenta, eso es básicamente ilegal.

—¿No hay nada que usted pueda hacer? —preguntó Kennedy mirándole directamente a los ojos.En ese momento, la mente de Christian Klee dio otro salto. Francis creía que él podía hacer algo, pero ¿qué era? A modo de prueba, dijo:

—Podemos convocar al Tribunal Supremo y decir que el Congreso está actuando en contra de la Constitución. El lenguaje de la enmienda vigesimoquinta es ambiguo. O podemos argumentar que el Congreso actúa en contra del espíritu de la enmienda, al constituirse a sí mismo como parte instigante después de que la vicepresidenta se negara a firmar. Puedo ponerme en contacto con el Tribunal Supremo, para que lo regule inmediatamente después de la votación del Congreso.

Observó la mirada de desilusión en los ojos de Kennedy y buscó furiosamente en su propio cerebro. Estaba pasando algo por alto.

—El Congreso va a atacarle por su capacidad mental —dijo Oddblood Gray con expresión de preocupación—. Sacarán a relucir la semana en que usted desapareció, poco antes de inaugurar su mandato.

—Eso no es asunto de nadie —dijo Kennedy.

Christian se dio cuenta de que los demás esperaban a que él hablara. Sabían que él había estado con el presidente durante aquella misteriosa semana.

—Lo que sucedió en aquella semana no nos hará ningún daño —dijo.

—Euge —dijo Francis Kennedy—, prepare los documentos necesarios para destituir a todo el gabinete, excepto a Theodore Tappey. Prepárelos en cuanto le sea posible, y los firmaré inmediatamente. Haga que el secretario de Prensa informe a los medios de comunicación antes de que se reúna el Congreso.

Eugene Dazzy tomó unas notas y luego preguntó:

—¿Qué me dice del presidente de la junta de Jefes de Estado Mayor? ¿También lo destituye?

—No —contestó Francis Kennedy—. Básicamente, estará con nosotros. Los otros lo habrán arrollado. El Congreso no podría hacer esto de no ser por esos hijos de perra del club Sócrates.

—Me he encargado del interrogatorio de los dos jóvenes —dijo entonces Christian—. Prefieren guardar silencio. Y si su abogado se mantiene firme, habrá que ponerlos en libertad bajo fianza mañana.

—En la ley de Seguridad Atómica hay una sección que le permite retenerlos —dijo Dazzy con brusquedad—. En esa sección se suspende el derecho de
habeas corpus
y las libertades civiles. Debe usted saber eso, Christian.

—En primer lugar —replicó Christian—, ¿de qué sirve retenerlos si el presidente se niega a firmar la orden de interrogatorio médico? Su abogado solicita la fianza y, si nos negamos, seguiremos necesitando la firma del presidente para suspender el derecho de
habeas corpus
en este caso. Señor presidente, ¿está usted dispuesto a firmar una orden de suspensión del
habeas corpus
?

—No —contestó Kennedy con una sonrisa—. El Congreso utilizaría eso contra mí.

Ahora, Christian se sintió más seguro. Sin embargo, y por un instante, percibió una ligera náusea y la bilis se le subió a la boca. Tragó saliva y se dio cuenta de lo que quería Kennedy; sabía lo que tenía que hacer.

Kennedy tomó un sorbo de café. Ya habían terminado de cenar, pero ninguno de ellos había probado más que unos pocos bocados.

—Discutamos sobre la crisis real —dijo Kennedy—. ¿Voy a seguir siendo presidente dentro de cuarenta y ocho horas?

—Rescinda la orden de bombardear Dak —dijo Oddblood Gray—, deje las negociaciones en manos de un equipo especial. En tal caso, el Congreso no emprenderá ninguna acción para destituirlo.

—¿Quién le ha ofrecido ese trato? —preguntó Kennedy.

—El senador Lambertino y el congresista Jintz —contestó Otto Gray—. Lambertino es un buen tipo, y Jintz es responsable en un asunto político como éste. No podrían engañarnos.

—Muy bien, ésa es otra opción —dijo Kennedy—. Eso y acudir al Tribunal Supremo. ¿Qué más?

—Aparecer mañana en la televisión y dirigirse a la nación, antes de que se reúna el Congreso —dijo Eugene Dazzy—. El pueblo estará con usted, y es posible que eso detenga al Congreso.

—Está bien —asintió Kennedy—. Euge, arréglelo con los de la televisión para que aparezca en todas las emisoras. Sólo quince minutos; eso es todo lo que necesitamos.

—Señor presidente —dijo Eugene Dazzy con voz suave—, nos disponemos a dar un paso terriblemente peligroso. El presidente y el Congreso enfrascados en una confrontación tan directa, y dirigirse a las masas para que emprendan alguna clase de acción. La situación puede complicarse mucho.-Creo que el presidente está tomando la decisión correcta —dijo entonces Oddblood Gray—. Ese tal Yabril nos va a tener atados de pies y manos durante semanas, convirtiendo mientras tanto a este país en un buen montón de mierda.

—Se ha corrido el rumor de que uno de los miembros del equipo, presentes en esta sala, o bien Arthur Wix, se dispone a firmar esa declaración para destituir al presidente. Sea quien fuere, debería hablar ahora.

—Ese rumor es una estupidez —dijo Kennedy con impaciencia—. Si alguno de ustedes hubiera pensado en hacer eso, habría dimitido con anterioridad. Les conozco muy bien a todos. Ninguno de ustedes me traicionará.

Después de la cena, abandonaron la sala Amarilla y se dirigieron a la pequeña sala de proyecciones de la Casa Blanca. Francis Kennedy le había dicho a Dazzy que quería ver toda la información televisada de que se disponía acerca del asesinato de su hija.

En la oscuridad, la voz nerviosa de Eugene Dazzy dijo:

—La información televisada empieza ahora.

La pantalla apareció surcada durante unos segundos por unas rayas negras que parecían extenderse a todo lo largo.

Luego se iluminó con brillantes colores y las cámaras de televisión mostraron el enorme avión detenido sobre la pista, en medio de las arenas del desierto, como un bicho horroroso. Las cámaras enfocaron la figura de Yabril, que mostraba a Theresa Kennedy en la puerta del avión. Kennedy observó que su hija sonreía ligeramente y luego hizo un saludo con la mano hacia la cámara. Fue un saludo extraño, como tratando de tranquilizar, y, sin embargo, indicativo de su subyugación. Yabril estaba a su lado. Luego se situó ligeramente por detrás. Y entonces se produjo el movimiento del brazo derecho, en cuya mano aún no se veía el arma. Inmediatamente después, el estampido fulminante del disparo, la fantasmagórica nubecilla rosada y el cuerpo de Theresa Kennedy cayendo. Kennedy escuchó el gemido de la multitud, y lo reconoció como de dolor, y no de triunfo. Luego la figura de Yabril apareció en la puerta del avión. Empuñaba el arma, un tubo brillante y aceitoso de metal negro. La sostuvo como un gladiador habría empuñado una espada, pero no hubo vítores. La película terminaba ahí. El propio Eugene Dazzy la había editado con austeridad.

Se encendieron las luces, pero Francis Kennedy permaneció inmóvil. Le sorprendió percibir un debilitamiento de su cuerpo. Se sintió incapaz de mover las piernas o el torso. Pero su mente estaba clara, no se produjo ninguna conmoción, ningún desorden en su cerebro. No experimentó la impotencia propia de la víctima de una tragedia. Ya no tendría que luchar contra el destino o contra Dios. Sólo tenía que luchar contra sus enemigos en este mundo, y a ésos los conquistaría.

No permitiría que un hombre mortal lo derrotara. Cuando murió su esposa no pudo contar con ningún recurso contra la mano de Dios o los defectos de la naturaleza. Había inclinado todo su ser, aceptándolo. Pero esta muerte de su hija, cometida por un malvado, eso sí que recibiría su castigo y reparación. Eso entraba dentro de su mundo material. Esta vez no inclinaría la cabeza. ¡Ay de aquel mundo! ¡Ay de sus enemigos, de los malvados de este mundo!

Cuando fue finalmente capaz de levantar su cuerpo del sillón, sonrió tranquilizadoramente a los hombres que le rodeaban. Había logrado su propósito. Había hecho que sus amigos más íntimos y poderosos sufrieran con él. Ahora ya no se opondrían tan fácilmente a las acciones que debía llevar a cabo.

Christian pensó en aquel otro día, a principios de diciembre, de hacía tres años, en el que Francis Kennedy, presidente electo de Estados Unidos, que juraría su cargo en el siguiente mes de enero, lo había esperado a las afueras del monasterio, en Vermont. Pues aquél era el secreto al que tan a menudo se referían los periódicos y sus oponentes políticos: la desaparición de Kennedy durante una semana. Hubo especulaciones, según las cuales había estado bajo tratamiento psiquiátrico, se había desmoronado o había tenido una relación íntima secreta. Pero sólo dos personas conocían la verdad: el abad del monasterio y Christian Klee.

Fue una semana después de las elecciones cuando Christian condujo a Francis Kennedy al monasterio católico situado en las afueras de White River Junction, en Vermont. Salió a recibirles el abad, que era el único que conocía la identidad de Kennedy.Los monjes residentes vivían apartados del mundo, separados de todos los medios de comunicación, e incluso de la ciudad. Estos monjes sólo se comunicaban con Dios y con la tierra en la que cultivaban sus alimentos. Todos ellos habían hecho voto de silencio y no hablaban a no ser para rezar o para lanzar gritos de dolor cuando se ponían enfermos o se herían en algún accidente doméstico.

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