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Authors: Alejandro Casona

La dama del alba (3 page)

TODOS.—¡Venga!

(Inician un juego pueril, de concatenaciones salmodiacas, limitando desmesuradamente con los gestos lo que dicen las palabras. El que dirige cada vuelta se pone en pie; los demás contestan y actúan al unísono, sentados en corro)
.

ANDRÉS.—Ésta es la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

CORO.—Ésta es la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

FALÍN
(Se levanta mientras se sienta Andrés)
.—Éste es el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

CORO.—Éste es el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

DORINA
(Se levanta mientras se sienta Falín)
.—Éste es el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

CORO.—Éste es el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

ANDRÉS.—Ésta es la tijera de cortar el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

CORO.—Ésta es la tijera de cortar el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino.

(La Peregrina, que ha ido dejándose arrastrar poco a poco por la gracia cándida del juego, se levanta a su vez, imitando exageradamente los gestos del borracho)
.

PEREGRINA.—…Y éste es el borracho ladrón que corta el cordón, que suelta el tapón, que empina el porrón y se bebe el vino que guarda en su casa el vecino.

(Rompe a reír. Los niños la rodean y la empujan gritando)
.

NIÑOS.—¡Borracha! ¡Borracha! ¡Borracha!

(La Peregrina se deja caer riendo cada vez más. Los niños la imitan riendo también. Pero la risa de la Peregrina va en aumento, nerviosa, inquietante, hasta una carcajada convulsa que asusta a los pequeños. Se apartan mirándola medrosos. Por fin logra dominarse, asustada de sí misma)
.

PEREGRINA.—Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo?… ¿Qué es esto que me hincha la garganta y me retumba cristales en la boca?…

DORINA
(Medrosa aún)
.—Es la risa.

PEREGRINA.—¿La risa?…
(Se incorpora con esfuerzo)
. Qué cosa extraña… Es un temblor alegre que corre por dentro, como las ardillas por un árbol hueco. Pero luego restalla en la cintura, y hace aflojar las rodillas…

(Los niños vuelven a acercarse tranquilizados)
.

ANDRÉS.—¿No te habías reído nunca…?

PEREGRINA.—Nunca.
(Se toca las manos)
. Es curioso… me ha dejado caliente las manos… ¿Y esto que me late en los pulsos?… ¿Y esto que me salta aquí dentro?…

DORINA.—Es el corazón.

PEREGRINA
(Casi con miedo)
.—No puede ser… ¡Sería maravilloso… y terrible!
(Vacila fatigada)
. Qué dulce fatiga. Nunca imaginé que la risa tuviera tanta fuerza.

ANDRÉS.—Los grandes se cansan en seguida. ¿Quieres dormir?

PEREGRINA.—Después; ahora no puedo. Cuando ese reloj dé las nueve tengo que estar despierta. Alguien me está esperando en el paso del Rabión.

DORINA.—Nosotros te llamaremos.
(Llevándola al sillón de la lumbre)
. Ven. Siéntate.

PEREGRINA.—¡No! No puedo perder un minuto
(Se lleva un dedo a los labios)
. Silencio… ¿No oís, lejos, galopar un caballo?

(Los niños prestan atención. Se miran)
.

FALÍN.—Yo no oigo nada.

DORINA.—Será el corazón otra vez.

PEREGRINA.—¡Ojalá! Ah, cómo me pesan los párpados. No puedo…, no puedo más.
(Se sienta rendida)
.

ANDRÉS.—Angélica sabía unas palabras para hacernos dormir. ¿Quieres que te las diga?

PEREGRINA.—Di. Pero no lo olvides… A las nueve en punto…

ANDRÉS.—Cierra los ojos y vete repitiendo sin pensar.
(Va salmodiando lentamente)
. Allá arribita arribita…

PEREGRINA.
(Repite, cada vez con menos fuerza)
.—Allá arribita arribita…

ANDRÉS.—Hay una montaña blanca…

PEREGRINA.—Hay una montaña blanca…

DORINA.—En la montaña, un naranjo…

PEREGRINA.—En la montaña, un naranjo…

FALÍN.—En el naranjo, una rama…

PEREGRINA.—En el naranjo, una rama…

ANDRÉS.—Y en la rama cuatro nidos… dos de oro y dos de plata…

PEREGRINA
(Ya sin voz)
—Y en la rama cuatro nidos… cuatro nidos… cuatro… nidos…

ANDRÉS.—Se durmió.

DORINA.—Pobre… Debe estar rendida de tanto caminar.

(El abuelo, que ha llegado con leños y ramas secas contempla desde el umbral el final de la escena. Entra Telva)
.

DICHOS, ABUELO Y TELVA

TELVA.—¿Terminó ya el juego? Pues a la cama.

DORINA
(Imponiéndole silencio)
.—Ahora no podemos. Tenemos que despertarla cuando el reloj dé las nueve.

ABUELO.—Yo lo haré. Llévalos, Telva.

TELVA.—Lo difícil va a ser hacerlos dormir después de tanta novelería. ¡Andando!
(Va subiendo la escalera con ellos)
.

DORINA.—Es tan hermosa. Y tan buena. ¿Por qué no le dices que se quede con nosotros?

ANDRÉS.—No debe tener dónde vivir… Tiene los ojos tan tristes.

TELVA.—Mejor será que se vuelva por donde vino. ¡Y pronto! No me gustan nada las mujeres que hacen misterios y andan solas de noche por los caminos.

(Sale con los niños. Entre tanto el abuelo ha avivado el fuego. Baja la mecha del quinqué, quedando alumbrada la escena por la luz de la lumbre. Contempla intensamente a la dormida tratando de recordar)
.

ABUELO.—¿Dónde la he visto otra vez?… ¿Y cuando?…

(Se sienta aparte a liar un cigarrillo. El reloj comienza a dar las nueve. La Peregrina, como sintiendo una llamada, trata de incorporarse con esfuerzo. Deslumbra lejos la luz vivísima de un relámpago. Las manos de la Peregrina resbalan nuevamente y continúa dormida. Fuera aúlla, cobarde y triste, el perro. Con la última campanada del reloj, cae el

TELÓN

ACTO SEGUNDO

En el mismo lugar, poco después. La Peregrina sigue dormida. Pausa durante la cual se oye el tic-tac del reloj. El Abuelo se le acerca y vuelve a mirarla fijamente, luchando con el recuerdo. La Peregrina continúa inmóvil.

Telva aparece en lo alto de la escalera. Entonces el Abuelo se aparta y enciende con su eslabón el cigarro que se le ha apagado entre los labios.

TELVA
(Bajando la escalera)
.—Trabajo me costó, pero al fin están dormidos.
(El Abuelo le impone silencio. Baja el tono)
. Demonio de críos, y qué pronto se les llena la cabeza de fantasías. Que si es la Virgen de los caminos…, que si es una reina disfrazada…, que si lleva un vestido de oro debajo del sayal…

ABUELO
(Pensativo)
.—Quién sabe. A veces un niño ve más allá que un hombre. También yo siento que algo misterioso entró con ella en esta casa.

TELVA.—¿A sus años? Era lo que nos faltaba. ¡A la vejez, pájaros otra vez!

ABUELO.—Cuando abriste la puerta, ¿no sentiste algo raro en el aire?

TELVA.—El repelús de la escarcha.

ABUELO.—Y ¿nada más?…

TELVA.—Déjeme de historias. Yo tengo mi alma en mi almario, y dos ojos bien puestos en mitad de la cara. Nunca me emborraché con cuentos.

ABUELO.—Sin embargo, esa sonrisa quieta…, esos ojos sin color como dos cristales… y esa manera tan extraña de hablar…

TELVA.—Rodeos para ocultar lo que le importa.
(Levanta la mecha del quinqué, iluminando nuevamente la escena)
. Por eso no la tragué desde que entró. A mi me gusta la gente que pisa fuerte y habla claro.
(Se fija en él)
. Pero, ¿qué le pasa, mi amo?… ¡Si está temblando como una criatura!

ABUELO.—No sé… Tengo miedo de lo que estoy pensando.

TELVA.—Pues no piense… La mitad de los males salen de la cabeza.
(Cogiendo nuevamente su calceta, se sienta)
. Yo, cuando una idea no me deja en paz, cojo la calceta, me pongo a cantar, y mano de santo.

ABUELO
(Se sienta nervioso, junto a ella)
.—Escucha, Telva, ayúdame a recordar. ¿Cuándo dijo esa mujer que había pasado por aquí otras veces?

TELVA.—El día de la nevadona; cuando la nieve llegó hasta las ventanas y se borraron todos los caminos.

ABUELO.—Ese día el pastor se perdió al cruzar la cañada, ¿te acuerdas? Lo encontraron a la mañana siguiente, muerto entre sus ovejas, con la camisa dura como un carámbano.

TELVA
(Sin dejar su labor)
.—¡Lástima de hombre! Parecía un San Cristobalón con su cayado y sus barbas de estopa; pero cuando tocaba la zampoña, los pájaros se le posaban en los hombros.

ABUELO.—Y la otra vez… ¿no fue la boda de la Mayorazga?

TELVA.—Eso dijo. Pero ella no estuvo en la boda; la vio desde lejos.

ABUELO.—¡Desde el monte! El herrero había prometido cazar un corzo para los novios… Al inclinarse a beber en el arroyo, se le disparó la escopeta y se desangró en el agua.

TELVA.—Así fue. Los rapaces lo descubrieron cuando vieron roja el agua de la fuente.
(Inquieta de pronto, suspende su labor y lo mira fijamente)
. ¿A dónde quiere ir a parar con todo eso?

ABUELO
(Se levanta con la voz ahogada)
.—Y cuando la sirena pedía auxilio y las mujeres lloraban a gritos en las casas, ¿te acuerdas?… Fue el día que explotó el grisú en la mina. ¡Tus siete hijos, Telva!

TELVA
(Sobrecogida, levantándose también)
.—¿Pero qué es lo que está pensando, mi Dios?

ABUELO.—¡La verdad! ¡Por fin!
(Inquieto)
. ¿Dónde dejaste a los niños?

TELVA.—Dormidos como tres ángeles.

ABUELO.—¡Sube con ellos!
(Empujándola hacia la escalera)
. ¡Cierra puertas y ventanas! ¡Caliéntalos con tu cuerpo si es preciso! ¡Y llame quien llame, que no entre nadie!

TELVA.—¡Ángeles de mi alma!… ¡Líbralos, Señor, de todo mal!…

(Sale. El Abuelo se dirige resuelto hacia la dormida)
.

ABUELO.—Ahora ya sé dónde te he visto.
(La toma de los brazos con fuerza)
. ¡Despierta, mal sueño! ¡Despierta!

PEREGRINA Y ABUELO

PEREGRINA
(Abre lentamente los ojos)
.—Ya voy. ¿Quién me llama?

ABUELO.—Mírame a los ojos y atrévete a decir que no me conoces. ¿Recuerdas el día que explotó el grisú en la mina? También yo estaba allí, con el derrumbe sobre el pecho y el humo agrio en la garganta. Creíste que había llegado mi hora y te acercaste demasiado. ¡Cuando, al fin, entró el aire limpio, ya había visto tu cara pálida y había sentido tus manos de hielo!

PEREGRINA
(Serenamente)
.—Lo esperaba. Los que me han visto una vez no me olvidan nunca…

ABUELO.—¿A qué aguardas ahora? ¿Quieres que grite tu nombre por el pueblo para que te persigan los mastines y las piedras?

PEREGRINA.—No lo harás. Sería inútil.

ABUELO.—Creíste que podías engañarme, ¿eh? Soy ya muy viejo, y he pensado mucho en ti.

PEREGRINA.—No seas orgulloso, abuelo. El perro no piensa y me conoció antes que tú.
(Se oye una campanada en el reloj. La Peregrina lo mira sobresaltada)
. ¿Qué hora da ese reloj?

ABUELO.—Las nueve y media.

PEREGRINA
(Desesperada)
.—¿Por qué no me despertaron a tiempo? ¿Quién me ligó con dulces hilos que no había sentido nunca?
(Vencida)
. Lo estaba temiendo y no pude evitarlo. Ahora ya es tarde.

ABUELO.—Bendito el sueño que te ató los ojos y las manos.

PEREGRINA.—Tus nietos tuvieron la culpa. Me contagiaron su vida un momento, y hasta me hicieron soñar que tenía un corazón caliente. Sólo un niño podía realizar tal milagro.

ABUELO.—Mal pensabas pagar el amor con que te recibieron. Y pensar que han estado jugando contigo!

PEREGRINA.—¡Bah! Los niños juegan tantas veces con la Muerte sin saberlo.

ABUELO.—¿A quién venías a buscar?
(Poniéndose ante la escalera)
. Si es a ellos tendrás que pasar por encima de mí.

PEREGRINA.—¡Quién piensa en tus nietos, tan débiles aún! ¡Era un torrente de vida lo que me esperaba esta noche! ¡Yo misma le ensillé el caballo y le calcé la espuela!

ABUELO.—¿Martín?…

PEREGRINA.—El caballista más galán de la sierra… Junto al castaño grande…

ABUELO
(Triunfal)
.—El castaño grande sólo está a media legua. ¡Ya habrá pasado de largo!

PEREGRINA.—Pero mi hora nunca pasa del todo, bien lo sabes. Se aplaza, simplemente.

ABUELO.—Entonces, vete. ¿Qué esperas todavía?

PEREGRINA.—Ahora ya, nada. Sólo quisiera, antes de marchar, que me despidieras sin odio, con una palabra buena.

ABUELO.—No tengo nada que decirte. Por dura que sea la vida, es lo mejor que conozco.

PEREGRINA.—¿Tan distinta me imaginas de la vida? ¿Crees que podríamos existir la una sin la otra?

ABUELO.—¡Vete de mi casa, te lo ruego!

PEREGRINA.—Ya me voy. Pero antes has de escucharme. Soy buena amiga de los pobres y de los hombres de conciencia limpia. ¿Por qué no hemos de hablarnos lealmente?

ABUELO.—No me fío de ti. Si fueras leal no entrarías disfrazada en las casas, para meterte en las habitaciones tristes a la hora del alba.

PEREGRINA.—¿Y quién te ha dicho que necesito entrar? Yo siempre estoy dentro, mirándolos crecer día por día desde detrás de los espejos.

ABUELO.—No puedes negar tus instintos. Eres traidora y cruel.

PEREGRINA.—Cuando los hombres me empujáis unos contra otros, sí. Pero cuando me dejáis llegar por mi propio paso… ¡cuánta ternura al desatar los nudos últimos! ¡Y qué sonrisas de paz en el filo de la madrugada!

ABUELO.—¡Calla! Tienes dulce la voz, y es peligroso escucharte.

PEREGRINA.—No os entiendo. Si os oigo quejaros siempre de la vida, ¿por qué os da tanto miedo dejarla?

ABUELO.— No es por lo que dejamos aquí. Es porque no sabemos lo que hay al otro lado.

PEREGRINA.—Lo mismo ocurre cuando el viaje es al revés. Por eso lloran los niños al nacer.

ABUELO
(Inquieto nuevamente)
.—¡Otra vez los niños! Piensas demasiado en ellos…

PEREGRINA.—Tengo nombre de mujer. Y si alguna vez les hago daño no es porque quiera hacérselo. Es un amor que no aprendió a expresarse… ¡Que quizá no aprenda nunca!
(Baja a un tono de confidencia intima)
. Escucha, abuelo. ¿Tú conoces a Nalón el Viejo?

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