Authors: Alejandro Casona
QUICO.—Cosas… Que si esto y que si lo otro y que si lo de más allá. Ya se sabe: la lengua es la navaja de las mujeres.
TELVA.—¡Díjolo Blas, punto redondo! ¿Y eso es todo? Además de ese caldo alguna tajada habría en el sermón. ¡Habla!
QUICO.—Que si Adela llegó sin tener dónde caerse muerta y ahora es el ama de la casa… Que si está robando todo lo que era de Angélica… Y que, si empezó ocupándole los manteles, por qué no había de terminar ocupándole las sábanas. Anoche estaba de gran risa comentándolo con el rabadán cuando llegó Martín.
TELVA.—¡Ay, mi Dios! ¿Martín lo oyó?
QUICO.—Nadie lo pudo evitar. Entró de repente, pálido como la cera, volcó al rabadán encima de la mesa y luego quería obligarlo a ponerse de rodillas para decir el nombre de Adela. Entonces los mozos quisieron meterse por medio… y tuvieron unas palabras.
TELVA.—¡Ah! Fuertes debieron ser las palabras porque ha habido que vendarle la mano. ¿Y después?
QUICO.—Después nada. Cada uno salió por donde pudo; él se quedó allí solo bebiendo… y buenas noches.
TELVA
(Recogiendo de golpe jarra y vaso)
.—Pues buenas noches, galán. Apréndete tú la lección por si acaso. Y dile de mi parte a la tabernera que deje en paz las honras ajenas y cuide la suya, si puede. ¡Que en cuestión de hombres, con la mitad de su pasado tendrían muchas honradas para hacerse un porvenir! ¡Largo de aquí, pelgar!…
(Ya en la puerta del fondo, a gritos)
. ¡Ah, y de paso puedes decirle también que le eche un poco más de vino al agua que vende!… ¡Ladrona!
(Queda sola rezongando)
. ¡Naturalmente! ¿De dónde iba a salir la piedra? El ojo malo todo lo ve dañado. ¡Y cómo iba a aguantar ésa una casa feliz sin meterse a infernar!
(Comienza a subir la escalera)
. ¡Lengua de hacha! ¡Ana Bolena! ¡Lagarta seca!…
(Vuelve el Abuelo)
.
ABUELO.—¿Qué andas ahí rezongando?
TELVA
(De mal humor)
.—¿Le importa mucho? ¿Y a usted qué tábano le picó que no hace más que entrar y salir y vigilar los caminos? ¿Espera a alguien?
ABUELO.—A nadie. ¿Dónde está Adela?
TELVA.—Ahora le digo que baje. Y anímela un poco; últimamente le andan malas neblinas por la cabeza.
(Sigue con su retahíla hasta desaparecer)
. ¡Bruja de escoba! ¡Lechuza vieja! ¡Mal rayo la parta, amén!
(Pausa. El Abuelo, inquieto, se asoma nuevamente a explorar el camino. Mira al cielo. Baja Adela)
.
ABUELO Y ADELA
ADELA.—¿Me mandó llamar, Abuelo?
ABUELO.—No es nada. Sólo quería verte. Saber que estabas bien.
ADELA.—¿Qué podría pasarme? Hace un momento que nos hemos visto.
ABUELO.—Me decía Telva que te andaban rondando no sé qué ideas tristes por la cabeza.
ADELA.—Bah, tonterías. Pequeñas cosas, que una misma agranda porque a veces da gusto llorar sin saber por qué.
ABUELO.—¿Tienes algún motivo de queja?
ADELA.—¿Yo? Sería tentar al cielo. Tengo más de lo que pude soñar nunca. Madre se está vistiendo de fiesta para llevarme al baile; y hace la noche más hermosa del año.
(Desde el umbral del fondo)
. Mire, abuelo: todo el cielo está temblando de estrellas. ¡Y la luna está completamente redonda!
(El Abuelo se estremece al oír estas palabras. Repite en voz baja como una obsesión)
.
ABUELO.—Completamente redonda…
(Mira también el cielo, junto a ella)
. Es la séptima vez desde que llegaste.
ADELA.—¿Tanto ya? ¡Qué cortos son los días aquí!
ABUELO
(La toma de los brazos, mirándola fijamente)
.—Dime la verdad, por lo que más quieras. ¿Eres verdaderamente feliz?
ADELA.—Todo lo que se puede ser en la vida.
ABUELO.—¿No me ocultas nada?
ADELA.—¿Por qué había de mentir?
ABUELO.—No puede ser… Tiene que haber algo. Algo que quizá tú misma no ves claro todavía. Que se está formando dentro, como esas nubes de pena que de pronto estallan… ¡y que seria tan fácil destruir si tuviéramos un buen amigo a quien contarlas a tiempo!
ADELA
(Inquieta a su vez)
.—No le entiendo, abuelo. Pero me parece que no soy yo la que está callando algo aquí. ¿Qué le pasa hoy?
ABUELO.—Serán imaginaciones. Si por lo menos pudiera creer que soñé aquel día. Pero no; fue la misma noche que llegaste tú…, hace siete lunas… ¡Y tú estás aquí, de carne y hueso!…
ADELA.—¿De qué sueño habla?
ABUELO.—No me hagas caso; no sé lo que digo. Tengo la sensación de que nos rodea un gran peligro… que va a saltarnos encima de repente, sin que podamos defendernos ni saber ni siquiera por dónde viene… ¿Tú has estado alguna vez sola en el monte cuando descarga la tormenta?
ADELA.—Nunca.
ABUELO.—Es la peor de las angustias. Sientes que el rayo está levantado en el aire como un látigo. Si te quedas quieto, lo tienes encima; si echas a correr, es la señal para que te alcance. No puedes hacer nada más que esperar lo invisible, conteniendo el aliento… ¡Y un miedo animal se te va metiendo en la carne, frío y temblando, como el morro de un caballo!
ADELA
(Lo mira asustada. Llama en voz alta)
.—¡Madre!…
ABUELO.—¡Silencio! No te asustes, criatura. ¿Por qué llamas?
ADELA.—Por usted. Es tan extraño todo lo que está diciendo…
ABUELO.—Ya pasó; tranquilízate. Y repíteme que no tienes ningún mal pensamiento, que eres completamente feliz, para que yo también quede tranquilo.
ADELA.—¡Se lo juro! ¿Es que no me cree? Soy tan feliz que no cambiaría un solo minuto de esta casa por todos los años que he vivido antes.
ABUELO.—Gracias, Adela. Ahora quiero pedirte una cosa. Esta noche en el baile no te separes de mí. Si oyes que alguna voz extraña te llama, apriétame fuerte la mano y no te muevas de mi lado. ¿Me lo prometes?
ADELA.—Prometido.
(El Abuelo le estrecha las manos. De pronto presta atención)
.
ABUELO.—¿Oyes algo?
ADELA.—Nada.
ABUELO.—Alguien se acerca por el camino de la era.
ADELA.—Rondadores quizás. Andan poniendo el ramo del cortejo en las ventanas.
ABUELO.—Ojalá…
(Sale hacia el corral. Adela queda preocupada mirándole ir. Luego, lentamente, se dirige a la puerta del fondo. Entonces aparece la Peregrina en el umbral. Adela se detiene sorprendida)
.
PEREGRINA Y ADELA. Después LOS NIÑOS
PEREGRINA.—Buenas noches, muchacha.
ADELA.—Dios la guarde, señora, ¿Busca a alguien de la casa?
PEREGRINA
(Entrando)
.—El abuelo estará esperándome. Somos buenos amigos, y tengo una cita aquí esta noche. ¿No me recuerdas?
ADELA.—Apenas… como desde muy lejos.
PEREGRINA.—Nos vimos sólo un momento, junto al fuego… cuando Martín te trajo del río. ¿Por qué cierras los ojos?
ADELA.—No quiero recordar ese mal momento. Mi vida empezó a la mañana siguiente.
PEREGRINA.—No hablabas así aquella noche. Al contrario; te oí decir que en el agua era todo más hermoso y más fácil.
ADELA.—Estaba desesperada. No supe lo que decía.
PEREGRINA.—Comprendo. Cada hora tiene su verdad. Hoy tienes otros ojos y un vestido de fiesta; es natural que tus palabras sean de fiesta también. Pero ten cuidado; no las cambies al cambiar el vestido.
(Deja el bordón. Llegan corriendo los niños y la rodean gozosos)
.
DORINA.—¡Es la andariega de las manos blancas!
FALÍN.—¡Nos hemos acordado tanto de ti! ¿Vienes para la fiesta?
ANDRÉS.—¡Yo voy a saltar la hoguera como los grandes! ¿Vendrás con nosotros?
PEREGRINA.—No. Cuando los niños saltan por encima del fuego no quisiera nunca estar allí.
(A Adela)
. Son mis mejores amigos. Ellos me acompañarán.
ADELA.—¿No necesita nada de mí?
PEREGRINA.—Todavía no. ¿Irás luego al baile?
ADELA.—A medianoche; cuando enciendan las hogueras.
PEREGRINA.—Las hogueras se encienden al borde del agua, ¿verdad?
ADELA.—Junto al remanso.
PEREGRINA
(La mira fijamente)
.—Está bien. Volveremos a vernos… en el remanso.
(Adela baja los ojos impresionada, y sale por el fondo)
.
PEREGRINA Y LOS NIÑOS
FALÍN.—¿Por qué tardaste tanto en volver?
ANDRÉS.—¡Ya creíamos que no llegabas nunca!
DORINA.—¿Has caminado mucho en este tiempo?
PEREGRINA.—Mucho. He estado en los montes de nieve, y en los desiertos de arena, y en la galerna del mar… Cien países distintos, millares de caminos… y un solo punto de llegada para todos.
DORINA.—¡Qué hermoso viajar tanto!
FALÍN.—¿No descansas nunca?
PEREGRINA.—Nunca. Sólo aquí me dormí una vez.
ANDRÉS.—Pero hoy no es noche de dormir. ¡Es la fiesta de San Juan!
DORINA.—¿En los otros pueblos también encienden hogueras?
PEREGRINA.—En todos.
FALÍN.—¿Por qué?
PEREGRINA.—En honor del sol. Es el día más largo del año, y la noche más corta.
FALÍN.—Y el agua, ¿no es la misma de todos los días?
PEREGRINA.—Parece; pero no es la misma.
ANDRÉS.—Dicen que bañando las ovejas a medianoche se libran de los lobos.
DORINA.—Y la moza que coge la flor del agua al amanecer se casa dentro del año.
FALÍN.—¿Por qué es milagrosa el agua esta noche?
PEREGRINA.—Porque es la fiesta del Bautista. En un día como éste bautizaron a Cristo.
DORINA.—Yo lo he visto en un libro; San Juan lleva una piel de ciervo alrededor de la cintura, y el Señor está metido hasta las rodillas en el mar.
ANDRÉS.—¡En un rio!
DORINA.—Es igual.
ANDRÉS.—No es igual. El mar es cuando hay una orilla; el río cuando hay dos.
FALÍN.—Pero eso fue hace mucho tiempo, y lejos. No fue en el agua de aquí.
PEREGRINA.—No importa. Esta noche todos los ríos del mundo llevan una gota del Jordán. Por eso es milagrosa el agua.
(Los niños la miran fascinados. Ella les acaricia los cabellos. Vuelve el Abuelo y al verla entre los niños sofoca un grito)
.
ABUELO.—¡Deja a los niños! ¡No quiero ver tus manos sobre su cabeza!
(Se oye, lejos, música de gaita y tamboril. Los niños se levantan alborozados)
.
ANDRÉS.—¿Oyes? ¡La gaita, abuelo!
DORINA Y FALÍN.—¡La música! ¡Ya viene la música!
(Salen corriendo por el fondo)
.
PEREGRINA Y ABUELO
ABUELO.—Por fin has vuelto.
PEREGRINA.—¿No me esperabas?
ABUELO.—Tenía la esperanza de que te hubieras olvidado de nosotros.
PEREGRINA.—Nunca falto a mis promesas. Por mucho que me duela a veces.
ABUELO.—No creo en tu dolor. Si lo sintieras, no habrías elegido para venir la noche más hermosa del año.
PEREGRINA.—Yo no puedo elegir. Me limito a obedecer.
ABUELO.—¡Mentira! ¿Por qué me engañaste aquel día? Me dijiste que si no venía te llamaría yo mismo. ¿Te he llamado acaso? ¿Te ha llamado ella?
PEREGRINA.—Aún es tiempo. La noche no ha hecho más que empezar, ¡y pueden ocurrir tantas cosas!
ABUELO.—Pasa de largo, te lo pido de rodillas. Bastante daño has hecho ya a esta casa.
PEREGRINA.—No puedo regresar sola.
ABUELO.—Llévame a mí si quieres. Llévate mis ganados, mis cosechas, todo lo que tengo. Pero no dejes vacía mi casa otra vez, como cuando te llevaste a Angélica.
PEREGRINA
(Tratando de recordar)
.—Angélica… ¿Quién es esa Angélica de la que todos habláis?
ABUELO.—¿Y eres tú quien lo pregunta? ¿Tú que nos la robaste?
PEREGRINA.—¿Yo?
ABUELO.—¿No recuerdas una noche de diciembre, en el remanso… hace cuatro años?
(Mostrándole un medallón que saca del pecho)
. Mírala aquí. Todavía llevaba en los oídos las canciones de boda, y el gusto del primer amor entre los labios. ¿Qué has hecho de ella?
PEREGRINA
(Contemplando el medallón)
.—Hermosa muchacha… ¿Era la esposa de Martín?
ABUELO.—Tres días lo fue. ¿No lo sabes? ¿Por qué finges no recordarla ahora?
PEREGRINA.—Yo no miento, abuelo. Te digo que no la conozco. ¡No la he visto nunca!
(Le devuelve el medallón)
.
ABUELO
(La mira sin atreverse a creer)
.—¿No la has visto?
PEREGRINA.—Nunca.
ABUELO.—Pero, entonces… ¿Dónde está?
(Tomándola de los brazos con profunda emoción)
. ¡Habla!
PEREGRINA.—¿La buscasteis en el río?
ABUELO.—Y todo el pueblo con nosotros. Pero sólo encontramos el pañuelo que llevaba en los hombros.
PEREGRINA.—¿La buscó Martín también?
ABUELO.—Él no. Se encerraba en su cuarto apretando los puños.
(La mira, inquieto de pronto)
¿Por qué lo preguntas?
PEREGRINA.—No sé… Hay aquí algo oscuro que a los dos nos importa averiguar.
ABUELO.—Si no lo sabes tú, ¿quién puede saberlo?
PEREGRINA.—El que más cerca estuviera de ella.
ABUELO.—¿Quién?
PEREGRINA.—Quizás el mismo Martín…
ABUELO.—No es posible. ¿Por qué había de engañarnos?…
PEREGRINA.—Ése es el secreto.
(Rápida, bajando la voz)
. Silencio, abuelo. Él baja. Déjame sola.
ABUELO.—¿Qué es lo que te propones?
PEREGRINA
(Imperativa)
.—¡Saber! Déjame.
(Sale el Abuelo por la izquierda. La Peregrina llega al umbral del fondo, y llama en voz alta)
. ¡Adela!…
(Después, antes que Martín aparezca, se desliza furtivamente por primera derecha. Martín baja. Llega Adela)
.
MARTÍN Y ADELA
ADELA.—¿Me llamabas?
MARTÍN.—Yo no.
ADELA.—Qué extraño. Me pareció oír una voz.
MARTÍN.—En tu busca iba. Tengo algo que decirte.
ADELA.—Muy importante ha de ser para que me busques. Hasta ahora siempre has huido de mí.
MARTÍN.—No soy hombre de muchas palabras. Y lo que tengo que decirte esta noche cabe en una sola. Adiós.
ADELA.—¿Adiós?… ¿Sales de viaje?
MARTÍN.—Mañana, con los arrieros, a Castilla.
ADELA.—¡Tan lejos! ¿Lo saben los otros?
MARTÍN.—Todavía no. Tenía que decírtelo a ti la primera.
ADELA.—Tú sabrás por qué. ¿Vas a estar fuera mucho tiempo?
MARTÍN.—El que haga falta. No depende de mí.
ADELA.—No te entiendo. Un viaje largo no se decide así de repente y a escondidas, como una fuga. ¿Qué tienes que hacer en Castilla?