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Authors: Alejandro Casona

La dama del alba (4 page)

ABUELO.—¿El ciego que canta romances en las ferias?

PEREGRINA.—El mismo. Cuando era un niño tenía la mirada más hermosa que se vio en la tierra; una tentación azul que me atraía desde lejos. Un día no pude resistir… y lo besé en los ojos.

ABUELO.—Ahora toca la guitarra y pide limosna en las romerías con su lazarillo y su plato de estaño.

PEREGRINA.—¡Pero yo sigo queriéndole como entonces! Y algún día he de pagarle con dos estrellas todo el daño que mi amor le hizo.

ABUELO.—Basta. No pretendas envolverme con palabras. Por hermosa que quieras presentarte yo sé que eres la mala yerba en el trigo y el muérdago en el árbol. ¡Sal de mi casa! No estaré tranquilo hasta que te vea lejos.

PEREGRINA.—Me extraña de ti. Bien está que me imaginen odiosa los cobardes. Pero tú perteneces a un pueblo que ha sabido siempre mirarme de frente. Vuestros poetas me cantaron como a una novia. Vuestros místicos, como una redención. Y el más grande de vuestros sabios me llamó "libertad". Yo misma se lo oí decir a sus discípulos, mientras se desangraba en el agua del baño: "¿Quieres saber dónde está la verdadera libertad? Todas las venas de tu cuerpo pueden conducirte a ella!"

ABUELO.—Yo no he leído libros. Sólo sé de ti lo que saben el perro y el caballo.

PEREGRINA
(Con profunda emoción de queja)
.—Entonces, ¿por qué me condenas sin conocerme bien? ¿Por qué no haces un pequeño esfuerzo para comprenderme?
(Soñadora)
. También yo quisiera adornarme con rosas como las campesinas, vivir entre niños felices y tener un hombre hermoso a quien amar. Pero cuando voy a cortar las rosas todo el jardín se me hiela. Cuando los niños juegan conmigo tengo que volver la cabeza por miedo a que se me queden fríos al tocarlos! Y en cuanto a los hombres, ¿de qué me sirve que los más hermosos me busquen a caballo, si al besarlos siento que sus brazos inútiles me resbalan sin fuerza en la cintura?
(Desesperada)
. ¿Comprendes ahora lo amargo de mi destino? Presenciar todos los dolores sin poder llorar… Tener todos los sentimientos de una mujer sin poder usar ninguno… ¡Y estar condenada a matar siempre, siempre, sin poder nunca morir!

(Cae abrumada en el sillón, con la frente entre las manos. El Abuelo la mira conmovido. Se acerca y le pone cordialmente una mano sobre el hombro)
.

ABUELO.—Pobre mujer.

PEREGRINA.—Gracias, abuelo. Te había pedido un poco de comprensión y me has llamado mujer, que es la palabra más hermosa en labios de hombre.
(Toma el bordón que ha dejado apoyado en la chimenea)
. En tu casa ya no tengo nada que hacer esta noche; pero me esperan en otros sitios. Adiós.
(Va hacia la puerta. Se oye, fuera, la voz de Martin que grita)
.

VOZ.—¡Telva!… ¡Telva!…

ABUELO.—¡Es Martín! Sal por la otra puerta. No quiero que te encuentre aquí.

PEREGRINA
(Dejando nuevamente el bordón)
.—¿Por qué no? Ya pasó su hora. Abre sin miedo.

(Vuelve a oírse la voz y golpear la puerta con el pie)
.

VOZ.—Pronto… ¡Telva!…

(La Madre aparece en lo alto de la escalera con un velón)
.

MADRE.—¿Quién grita a la puerta?

ABUELO.—Es Martín.

(Va a abrir. La Madre baja)
.

MADRE.—¿Tan pronto?. No ha tenido tiempo de llegar a la mitad del camino.

(El Abuelo abre. Entra Martin trayendo en brazos a una muchacha con los vestidos y los cabellos húmedos. La Madre se estremece como ante un milagro. Grita con la voz ahogada)
.

PEREGRINA, ABUELO, MARTÍN, LA MADRE Y ADELA

MADRE.—¡Angélica!… ¡Hija!…
(Corre hacia ella. El Abuelo la detiene)
.

ABUELO.—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca?…

(Martin deja a la muchacha en el sillón junto al fuego. La Madre la contempla de cerca, desilusionada)
.

MADRE.—Pero entonces… ¿Quién es?

MARTÍN.—No sé. La vi caer en el río y pude llegar a tiempo. Está desmayada nada más.

(La Peregrina contempla extrañada a la desconocida. La Madre deja el velón en la mesa sollozando dulcemente)
.

MADRE.—¿Por qué me has hecho esperar un milagro, Señor? No es ella… no es ella…

ABUELO.—La respiración es tranquila. Pronto el calor le volverá el sentido.

MARTÍN.—Hay que tratar de reanimarla.
(A la Peregrina)
. ¿Qué podemos hacer?

PEREGRINA
(Con una sonrisa impasible)
.—No sé; yo no tengo costumbre.
(Queda inmóvil, al fondo, junto a la guadaña)
.

ABUELO.—Unas friegas de vinagre le ayudarán.
(Toma un frasco de la chimenea)
.

MADRE.—Déjame, yo lo haré. Ojalá hubiera podido hacerlo entonces.
(Se arrodilla ante Adela frotándole pulsos y sienes)
.

ABUELO.—Y a ti… ¿te ha ocurrido algo?

MARTÍN.—Al pasar el Rabión, un relámpago me deslumbró el caballo y rodamos los dos por la barranca. Pero no ha sido nada.

PEREGRINA
(Se acerca a él, sacando su pañuelo del pecho)
.—¿Me permite?…

MARTÍN.—¿Qué tengo?

PEREGRINA.—Nada… Una manchita roja aquí, en la sien.
(Lo limpia amorosamente)
.

MARTÍN
(La mira un momento fascinado)
.—Gracias.

MADRE.—Ya vuelve en sí.

(Rodean todos a Adela, menos la Peregrina que contempla la escena aparte, con su eterna sonrisa. Adela abre lentamente los ojos; mira extrañada lo que la rodea)
.

ABUELO.—No tenga miedo. Ya pasó el peligro.

ADELA.—¿Quién me trajo aquí?

MARTÍN.—Pasaba junto al río y la vi caer.

ADELA
(Con amargo reproche)
.—¿Por qué lo hizo? No me caí, fue voluntariamente…

ABUELO.—¿A su edad? Si no ha tenido tiempo de conocer la vida.

ADELA.—Tuve que reunir todas mis fuerzas para atreverme. Y todo ha sido inútil.

MADRE.—No hable…, respire hondo. Así. ¿Está más aliviada ahora?

ADELA.—Me pesa el aire en el pecho como plomo. En cambio, allí en el río, era todo tan suave y tan fácil…

PEREGRINA
(Como ausente)
.—Todos dicen lo mismo. Es como una venda de agua en el alma.

MARTÍN.—Ánimo. Mañana habrá pasado todo como un mal sueño.

ADELA.—Pero yo tendré que volver a caminar sola como hasta hoy; sin nadie a quien querer…, sin nada que esperar…

ABUELO.—¿No tiene una familia…, una casa?

ADELA.—Nunca he tenido nada mío. Dicen que los ahogados recuerdan en un momento toda su vida. Yo no pude recordar nada.

MARTÍN.—Entre tantos días, ¿no ha tenido ninguno feliz?

ADELA.—Uno solo, pero hace ya tanto tiempo. Fue un día de vacaciones en casa de una amiga, con sol de campo y rebaños trepando por las montañas. Al caer la tarde se sentaban todos alrededor de los manteles, y hablaban de cosas hermosas y tranquilas… Por la noche las sábanas olían a manzana y las ventanas se llenaban de estrellas. Pero el domingo es un día tan corto.
(Sonríe amarga)
. Es bien triste que en toda una vida sólo se pueda recordar un día de vacaciones… en una casa que no era nuestra.
(Vuelve a cerrar los ojos)
. Y ahora, a empezar otra vez…

ABUELO.—Ha vuelto a perder el sentido.
(Mirando angustiado a la Peregrina)
. ¡Tiene heladas las manos! ¡No le siento el pulso!

PEREGRINA
(Tranquilamente, sin mirar)
.—Tranquilízate, abuelo. Está dormida, simplemente.

MARTÍN.—No podemos dejarla así. Hay que acostarla en seguida.

MADRE.—¿Dónde?

MARTÍN.—No hay más que un sitio en la casa.

MADRE
(Rebelándose ante la idea)
.—¡En el cuarto de Angélica, no!

ABUELO.—Tiene que ser. No puedes cerrarle esa puerta.

MADRE.—¡No! Podéis pedirme que le dé mi pan y mis vestidos…, todo lo mío. ¡Pero el lugar de mi hija, no!

ABUELO.—Piénsalo; viene de la misma orilla, con agua del mismo río en los cabellos… Y es Martín quien la ha traído en brazos. Es como una orden de Dios.

MADRE
(Baja la cabeza, vencida)
.—Una orden de Dios…
(Lentamente va a la mesa y toma el velón)
. Súbela.
(Sube adelante alumbrando. Martin la sigue con Adela en brazos)
. ¡Telva, abre el arca… y calienta las sábanas de hilo!

(Peregrina y Abuelo los miran hasta que desaparecen)
.

ABUELO.—Muy pensativa te has quedado.

PEREGRINA.—Mucho. Más de lo que tú piensas.

ABUELO.—¡Mala noche para ti, eh! Te dormiste en la guardia, y se te escaparon al mismo tiempo un hombre en la barranca y una mujer en el río.

PEREGRINA.—El hombre, sí. A ella no la esperaba.

ABUELO.—Pero la tuviste bien cerca. ¿Qué hubiera pasado si Martín no llega a tiempo?

PEREGRINA.—La habría salvado otro… o quizás ella misma. Esa muchacha no me estaba destinada todavía.

ABUELO.—¿Todavía? ¿Qué quieres decir?

PEREGRINA
(Pensativa)
.—No lo entiendo. Alguien se ha propuesto anticipar las cosas, que deben madurar a su tiempo. Pero lo que está en mis libros no se puede evitar.
(Va a tomar el bordón)
. Volveré el día señalado.

ABUELO.—Aguarda. Explícame esas palabras.

PEREGRINA.—Es difícil, porque tampoco yo las veo claras. Por primera vez me encuentro ante un misterio que yo misma no acierto a comprender. ¿Qué fuerza empujó a esa muchacha antes de tiempo?

ABUELO.—¿No estaba escrito así en tu libro?

PEREGRINA.—Sí, todo lo mismo: un río profundo, una muchacha ahogada, y esta casa. ¡Pero no era esta noche! Todavía faltan siete lunas.

ABUELO.—Olvídate de ella. ¿No puedes perdonar por una vez siquiera?

PEREGRINA.—Imposible. Yo no mando; obedezco.

ABUELO.—¡Es tan hermosa, y la vida le ha dado tan poco! ¿Por qué tiene que morir en plena juventud?

PEREGRINA.—¿Crees que lo sé yo? A la vida y a mí nos ocurre esto muchas veces; que no sabemos el camino, pero siempre llegamos a donde debemos ir.
(Abre la puerta. Lo mira)
. Te tiemblan las manos otra vez.

ABUELO.—Por ella. Está sola en el mundo, y podría hacer tanto bien en esta casa ocupando el vacío que dejó la otra… Si fuera por mí, te recibiría tranquilo. Tengo setenta años.

PEREGRINA
(Con suave ironía)
.—Muchos menos, abuelo. Esos setenta que dices, son los que no tienes ya.
(Va a salir)
.

ABUELO.—Espera. ¿Puedo hacerte una última pregunta?

PEREGRINA.—Di.

ABUELO.—¿Cuando tienes que volver?

PEREGRINA.—Mira la luna; está completamente redonda. Cuando se ponga redonda otras siete veces volveré a esta casa. Y al regreso, una hermosa muchacha, coronada de flores, será mi compañera por el río. Pero no me mires con rencor. Yo te juro que si no viniera, tú mismo me llamarías. Y que ese día bendecirás mi nombre. ¿No me crees, todavía?

ABUELO.—No sé.

PEREGRINA.—Pronto te convencerás; ten confianza en mí. Y ahora, que me conoces mejor, despídeme sin odio y sin miedo. Somos los dos bastante viejos para ser buenos compañeros.
(Le tiende la mano)
. Adiós, amigo.

ABUELO.—Adiós…, amiga…

(La Peregrina se aleja. El Abuelo la contempla ir, absorto, mientras se calienta contra el pecho la mano que ella estrechó)
.

TELÓN

ACTO TERCERO

En el mismo lugar, unos meses después. Luz de tarde. El paisaje del fondo, invernal en los primeros actos, tiene ahora el verde maduro del verano. En escena hay un costurero y un gran bastidor con una labor colorista empezada.

Andrés y Dorina hacen un ovillo. Falín enreda lo que puede. Quico, el mozo del molino, está en escena en actitud de esperar órdenes. Llega Adela, de la cocina. Quico se descubre y la mira embobado.

QUICO.—Me dijeron que tenía que hablarme.

ADELA.—¿Y cuándo no? La yerba está pudriéndose de humedad en la tenada, la maquila del centeno se la comen los ratones, y el establo sigue sin mullir. ¿En qué está pensando, hombre de Dios?

QUICO.—¿Yo? ¿Yo estoy pensando?

ADELA.—¿Por qué no se mueve, entonces?

QUICO.—No sé. Me gusta oírla hablar.

ADELA.—¿Necesita música para el trabajo?

QUICO.—Cuando canta el carro se cansan menos los bueyes.

ADELA.—Mejor que la canción es la aguijada. ¡Vamos! ¿Qué espera?
(Viendo que sigue inmóvil)
. ¿Se ha quedado sordo de repente?

QUICO.
(Dando vueltas a la boina)
.—No sé lo que me pasa. Cuando me habla el ama, oigo bien, Cuando me habla Telva, también. Pero usted tiene una manera de mirar que cuando me habla no oigo lo que dice.

ADELA.—Pues cierre los ojos, y andando, que ya empieza a caer el sol.

QUICO.—Voy, mi ama. Voy.

(Sale lento, volviéndose desde la puerta del corral. Falín vuelca con estruendo una caja de lata llena de botones)
.

ADELA.—¿Qué haces tú ahí, barrabás?

FALÍN.—Estoy ayudando.

ADELA.—Ya veo, ya. Recógelos uno por uno, y de paso a ver si aprendes a contarlos.
(Se sienta a trabajar en el bastidor)
.

DORINA.—Cuando bordas, ¿puedes hablar y pensar en otra cosa?

ADELA.—Claro que si. ¿Por qué?

DORINA.—Angélica lo hacía también. Y cuando llegaba la fiesta de hoy nos contaba esas historias de encantos que siempre ocurren en la mañana de San Juan.

ANDRÉS.—¿Sabes tú alguna?

ADELA.—Muchas. Son romances viejos que se aprenden de niña y no se olvidan nunca. ¿Cuál queréis?

DORINA.—Hay uno precioso de un conde que llevaba su caballo a beber al mar.

(Adela suspende un momento su labor, levanta la cabeza y recita con los ojos lejanos)
.

ADELA.—

"Madrugaba el Conde Olinos

mañanita de San Juan

a dar agua a su caballo

a las orillas del mar.

Mientras el caballo bebe

él canta un dulce cantar;

todas las aves del cielo

se paraban a escuchar;

caminante que camina

olvida su caminar;

navegante que navega

la nave vuelve hacia allá…"

ANDRÉS.—¿Por qué se paraban los caminantes y los pájaros?

ADELA.—Porque era una canción encantada como la de las sirenas.

ANDRÉS.—¿Y para quién la cantaba?

ADELA.—Para Alba-Niña, la hija de la reina.

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