—TE AYUDARÉ CONTRA ELLOS. TENDRÁS QUE SUFRIR, PERO...
Las últimas palabras fueron inaudibles. Togul Barok se precipitó sobre el cuerpo de Dritos y lo sacudió para que siguiera hablando. Al hacerlo, sintió cómo la carne se deshacía entre sus dedos. En un último estertor, le pareció oír:
—... NOS VEREMOS...
Se apartó, asqueado. De pronto habían brotado por los ojos, la nariz y la boca de Dritos enormes gusanos que devoraban su carne con avidez. El hedor era insoportable.
—Vámonos, Kirión.
—Esperaba que dijeras eso, mi señor.
El príncipe sonrió con sarcasmo.
—Si tu nariz es tan delicada como grande, supongo que esto debe de ser horrible para ti.
Y salió de la cripta a grandes zancadas. Kirión fue tras él, con una torva sonrisa: nadie en el mundo se hubiera atrevido a meterse con su nariz, salvo su señor Togul Barok.
BIENVENIDO SEAS A ÁINAR, EXTRANJERO
SI TRAES LAS MANOS Y EL CORAZÓN LIMPIOS.
CAIGA SOBRE EL MALVADO LA MANO DE ANFIÚN
E
l saludo del arco de piedra estaba escrito en letras imperiales, adornadas con las barrocas curvas y los rizos que traían de cabeza a los cinceladores y que hacía cien años se habían dejado de utilizar. A ambos lados del camino, sendos leones de dientes de sable advertían con sus fieros ojos de obsidiana de que aquella bienvenida no era incondicional, pues los viajeros acababan de penetrar en los dominios del dios de la guerra.
Habían empleado seis días para llegar allí, viajando a buen ritmo. En parte, las jornadas habían sido tan largas porque Linar deseaba alejarse de Corocín cuanto antes. Durante muchas leguas, la Ruta de la Seda había corrido paralela a la linde del bosque. A la izquierda de la calzada se extendían tierras de espinos y matorrales y quebradas de tierra seca y rojiza, mientras que en la margen derecha crecía sin transición la espesa vegetación de Corocín. Desde tiempos olvidados, la línea de sus árboles se mantenía allí, sin avanzar ni retroceder un palmo. Cuando por fin perdieron de vista el bosque, Linar se sintió aliviado. Corocín era tan viejo como los reinos de Tramórea, y quizá más. Alguien que ha visto caer generaciones de hombres como las hojas siente con más angustia cómo se deslizan las arenas del tiempo, y necesita atarse a la tierra y a sus hijos perennes. El alma del bosque era inmutable en un mundo que cambiaba sin cesar, que ardía en las llamas del Gran Fuego que nunca permanece igual.
Ahora, bajo el arco de piedra, Kratos agachó la cabeza y musitó una plegaria. Mikhon Tiq se burló de él.
—¡El fervoroso patriota regresa a su hogar!
Kratos estaba tan contento por volver a pisar el suelo de Áinar que no se ofendió. Temía, sin embargo, que no habrían de pasar mucho tiempo dentro de sus fronteras. Nadie conocía el paradero de
Zemal,
pero todos sospechaban que la Espada se encontraba en algún lejano lugar al oeste de la Sierra Virgen. Cuando los Pinakles revelaran dónde, les convendría abandonar Áinar lo antes posible, pues Kratos estaba seguro de que Togul Barok intentaría deshacerse de sus rivales mientras permanecieran en sus dominios.
El príncipe contaba con esa ventaja y con otras muchas. Derguín y Mikhon Tiq le habían visto competir en los juegos en honor de Taniar y se lo habían contado a Kratos. Su adversario era un Tahedorán del octavo grado, un instructor de Uhdanfiún. En aquella jornada, de la que se habló por mucho tiempo, el príncipe, poseído por un demonio interior, apabulló a su rival con una lluvia de golpes. Derguín aún recordaba el tajo aterrador con el que le había roto el cuello a pesar de la protección de cuero.
—Su técnica es casi perfecta —explicó-. Pero además, todos los que se han cruzado con él comentan que sus golpes son tan fuertes que los brazos se acaban acalambrando tan sólo de intentar detenerlos. Al final mina la resistencia de cualquiera.
—Pues entonces te enseñaré a ser un junco. En doblegarse está la fuerza.
Pero a pesar de sus palabras, pensó que lo mejor sería tomar sobre él toda la ventaja posible. Aunque no lo reconociera, incluso el gran Kratos sentía un escalofrío ante la idea de enfrentarse con Togul Barok.
—¡Izhom! ¡Cra! ¡Icos! ¡Icos! ¡Cra!; Decu!; Cra!... ¡Mal, mal, mal! ¡Te he vuelto a pillar! ¡Concéntrate de una vez, o dedícate a partir leña, que es lo único para lo que vales, hijo de una vaca y un pollino! ¡Dehom! ¡Frempe! ¡Cra!
Linar y Mikhon Tiq, sentados en el suelo, contemplaban con interés aquella extraña lucha. Kratos combatía a cuerpo, mientras que Derguín llevaba encima el peto y el yelmo; pero por debajo de éste tenía los ojos vendados. Eran los gritos de Kratos los que le advertían dónde iba a descargar el golpe, si en el cráneo, en las sienes, en el pecho, en los costados o los brazos o en cualquier otro lugar del cuerpo. Pero la voz de aviso llegaba casi a la vez que el ataque, y Derguín apenas tenía tiempo de interponer la espada de madera entre su cuerpo y el arma de Kratos.
—¡Alto! —gritó Kratos-. Un momento de descanso. No, no te quites el casco. He dicho un momento.
Derguín trató de recobrar el aliento. Era mediodía, el sol caía de plano sobre ellos y bajo el cuero del yelmo la cabeza se le recocía y el trapo que le cubría los ojos estaba empapado de sudor. Nunca había entrenado de aquella manera, y no estaba seguro de si combatir a ciegas servía para mejorar sus reflejos o tan sólo para que Kratos lo vapuleara a conciencia.
—Se acabó el descanso. ¡Cra! ¡Desi! ¡Isi!
La lluvia de golpes se convirtió en una granizada. Sin avisar a Derguín, Kratos recurrió a la primera aceleración. El muchacho advirtió el cambio en la voz del maestro, y tuvo apenas tiempo para pronunciar la fórmula de Protahitéi que lo aceleró a él también. Mikhon Tiq volvió a admirarse de aquel cambio repentino que obraba en los contendientes y los hacía moverse con una agilidad imposible. Las espadas apenas se veían y el repiqueteo de filo contra filo recordaba al de una castañuela. De pronto, Derguín bajó la guardia y Kratos lo derribó con un tajo lateral. Después empezó a insultarlo para que se levantara, pero el muchacho se sacudía, presa de unas extrañas convulsiones. Linar y Mikhon acudieron a ayudarlo alarmados, mientras Kratos le desataba las cintas del casco. Sólo al quitárselo descubrieron lo que ocurría. Derguín estaba riéndose con carcajadas histéricas, que por efecto de la aceleración parecían agudas como las risillas de un gnomo.
—¡Desacelérate y deja de reír, maldita sea! —le ordenó Kratos, sacudiéndolo por los hombros.
Derguín se sentó en el suelo, se quitó la tela que le cubría los ojos y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
—Lo siento,
tah
Kratos. —Reprimió un nuevo ataque de carcajadas y trató de explicarse-: No he podido evitarlo. ¡Me hablabas tan rápido que parecías una carraca!
Kratos puso los brazos en jarras, enojado. Pero Mikhon Tiq empezó a reírse también.
—¡Pues si lo hubieras oído como yo, que no estaba acelerado! —Se tapó la nariz y empezó a recitar a toda velocidad y en falsete-: ¡Isi-cra-desi-isi-pe-isi-cra-blabla-blabla-blabla-blá... !
Kratos lo miró apretando las mandíbulas y entrecerrando los ojos, ya de por sí rasgados, pero la imitación de Mikhon Tiq era tan cómica que al final a él mismo le empezó a temblar la barbilla y, por fin, rompió a reír a carcajadas. Hasta el grave Linar se permitió sonreír.
—¡Está bien, está bien! —reconoció Kratos-. Mis métodos pueden parecer extravagantes, pero veréis cómo al final funcionan. ¡Arriba, que aún no hemos terminado!
Aún sometía a Derguín a pruebas más exóticas. En los pueblos y aldeas del camino, Kratos compraba sacos de cebollas, patatas o nabos. Después le arrojaba las hortalizas a Derguín, quien las partía por la mitad al vuelo. Al principio era casi sencillo, pero después Kratos empezó a lanzar los proyectiles con peores intenciones, y para colmo pidió a Mikhon Tiq y a Linar que se unieran a él. Para animar a Derguín a concentrarse en la labor, le prohibió llevar protecciones, y todo nabo o cebolla que escapaba de la barrera de su espada acababa estrellándose contra su cabeza, su pecho o zonas aún más dolorosas. El muchacho acabó desarrollando tal habilidad que lograba partir en dos una patata y aún volver a partir los dos trozos resultantes antes de que tocaran el suelo. Aunque los métodos de su nuevo maestro no podían ser más diferentes de los que le habían inculcado en la Academia, día a día su brazo se volvía uno con la espada.
La hoja que le había regalado su padre seguía escondida en la caja de un laúd. Ya tenía decidido el momento en que sacaría a la luz a
Brauna.
El castillo de Dogar era la primera muestra auténtica del brazo de Ainar en la Ruta de la Seda. Cimentado sobre un cerro solitario, ocupaba la cota y parte de las laderas como un gigantesco animal de piel grisácea. En la parte baja, al pie de las murallas, crecía anárquico el poblado, una serie de posadas, almacenes y tiendas surgidas al amparo de la Ruta. Pensaban dormir bajo techo, por variar, pero todos los albergues estaban repletos. Se hallaban casi a mediados del otoño y la Ruta de la Seda hervía de viajeros que querían hacer los últimos negocios antes de que llegaran los auténticos fríos. Ya había anochecido cuando encontraron un establo cuyo dueño les arrendó por un par de ases. Aunque olía a estiércol, era caliente, y ya estaban cansados de sufrir el relente y despertar entre rechinar de hombros y rodillas. Encendieron un fuego y asaron panceta y salchichas, que acompañaron con una hogaza de pan y un vino recio que les vendió el anfitrión. Las venas se les calentaron tanto como los pies. Derguín sacó el laúd y cantó una balada de las islas Ritionas. Después, Mikhon Tiq empezó una canción que narraba las increíbles gestas de Briakmat el Glotón. Kratos, que no la había oído nunca, se rió a carcajadas en el pasaje en que Briakmat, que venía resfriado del país de los Équitros, apagaba a estornudos el incendio de su morada.
—No ha sido mala idea traer el laúd —reconoció el Tahedorán, que había arrugado la nariz cuando lo vio al salir de Zirna-. ¿Conoces algo de Ainar?
Derguín asintió. Sus dedos arrancaron de las cuerdas agudas una melodía de una extraña sencillez, con un aire lejano y casi bárbaro. Después, acompañado por un arpegio que fluía como ondas de agua, empezó a cantar unos versos antiguos, con palabras que ya apenas se usaban y que despertaban ecos de tierras lejanas y días perdidos en la bruma. Pero el idioma era Ainari, y se trataba de un planto por Asheret, la esposa de Minos. Linar se sintió transportado a un mundo en el que su corazón era un poco más joven. El gran Minos, tras vencer en todas las batallas, incluso a los Inhumanos y su misterioso soberano, el Rey Gris, había visto impotente cómo la enfermedad consumía a Asheret en cinco días. Desesperado, el emperador había desaparecido sin avisar a nadie y se había perdido camino del este.
Derguín apagó el sonido de las cuerdas y se quedó mirando a las llamas. Mikhon Tiq le preguntó por qué había parado.
—Es una canción interrumpida. En este punto se terminan las crónicas, al menos las que son fiables. Muchos pueblos presumen de albergar los huesos de Minos, pero yo no creo nada de eso. ¿Qué nos puedes contar tú de él, Linar?
Mikhon Tiq objetó que aquel tema no le era grato a Linar, aunque la curiosidad le picaba tanto como a su amigo. El mago le sorprendió, pues contestó con la mirada perdida en las sombras.
—Minos era un hombre tallado en piedra. Tenía las manos grandes, los hombros huesudos, y le gustaba partir nueces entre el meñique y el pulgar para exhibir su fuerza. Sus ojos eran muy negros, pero traicionaban todo lo que pensaba. Su cuello y sus rodillas eran inflexibles: jamás se doblegó ante nada, e incluso se negó a someterse a la muerte. Admirable, sí. —Linar meneó la cabeza y pareció volver a la realidad-. Pero no un buen ejemplo. Vivía desafiando la cólera del cielo, y la ruina le llegó... No, eso no lo contaré.
—¿De dónde le llegó la ruina, Linar? —insistió Derguín-.
Pratus bhloxí bhriktu?
El rostro de Linar se demudó, y su ojo taladró a Derguín, que agachó la mirada, arrepentido de lo que había dicho. Mikhon Tiq lo advirtió y preguntó:
—¿Qué significan esas palabras?
—Hay nombres que es mejor no pronunciar —le respondió el mago.
—Nos ocultas demasiadas cosas, Linar —protestó Mikhon-. Estamos comprometidos en la misma tarea, tu vista alcanza más allá, y sin embargo no quieres decirnos lo que ves. ¿Qué es lo que temes?
En vez de contestar a su discípulo, Linar volvió a clavar su ojo en Derguín.
—¿Qué sabes tú del Prates?
El muchacho desvió la mirada y se rascó la punta de la nariz.
—Es un nombre que he encontrado en viejos libros, pero sé que es de mal agüero. Creo que se refiere al... infierno.
Kratos preguntó:
—¿De qué demonios estáis hablando? Dejaos de misterios y decid las cosas claras.
—No es tan fácil —le respondió Linar-. Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas. Gracias a eso continuáis vuestro camino en la creencia de que todo a vuestro alrededor es luz. los Kalagorinôr vemos la oscuridad que rodea la senda, y tratamos de impedir que la invada, pues si las sombras acaban cerrándola... el hombre se perderá.
—¿Qué sombras son ésas? —insistió Derguín-. ¿Hablas en metáforas o te refieres a una oscuridad real?
Linar suspiró.
—Escuchad esto y meditad sobre ello. No me interrumpáis, y cuando termine no me pidáis que os explique más, pues no lo haré.
EL MITO DE LAS EDADES
—Cuentan las viejas fábulas que al principio hubo una Edad de Oro, en que los hombres vivían dichosos, sin penar ni trabajar por su sustento, pues una primavera eterna hacía crecer las mieses y los frutos, y de las tierras vírgenes manaban ríos de leche y miel. No existían la guerra ni el hambre, el odio ni la mentira, el engaño ni la codicia, y los hombres caminaban codo a codo con los Yúgaroi, los grandes dioses, y hablaban con ellos en una misma lengua.
»Pero el corazón de los hombres es ardiente y su mente busca siempre algo más allá de lo que ve, mientras que los Yúgaroi son eternos e inmutables. Las dos razas se separaron porque ya no se entendían, y los dioses dejaron de intervenir en la vida de los hombres. Al cabo, su recuerdo se volvió confuso y cada pueblo les dio nombres e imágenes distintos, y algunos hasta se atrevieron a afirmar que jamás habían existido.