Allí los esperaba un hermoso caballo blanco, de remos largos y cabeza orgullosa. No tenía una sola mancha en el cuerpo, salvo un círculo oscuro entre los ojos. Cuando Derguín se acercó a él, el animal le miró a los ojos como si lo examinara. Tríane le acarició el cuello y dijo que se llamaba
Riamar.
De la boca del animal salió un suave gorjeo que en nada se parecía al relincho de un caballo.
—Es que no es un caballo, sino un unicornio —explicó Tríane.
Derguín enarcó una ceja. Muchas cosas extrañas y difíciles de creer había escuchado aquel día, pero ésta le parecía la más extravagante de todas. En un tono algo displicente, preguntó dónde estaba entonces el cuerno. Tríane le tomó la mano y la guió hacia la frente de
Riamar.
Allí, al llegar al círculo oscuro, los dedos de Derguín se toparon con algo duro. Le siguió la forma con cuidado y comprobó que, aunque no lo viera, allí había un cuerno fino y tibio, que se retorcía en espiral, tan largo y aguzado como su propia espada.
—Es un unicornio de las tres lunas —le explicó Tríane, con tal naturalidad que Derguín no se atrevió a preguntarle qué tenía de peculiar esa raza-. Por eso ha sobrevivido a los cazadores que buscan los cuernos de estos animales para obtener pócimas y filtros. Debo advertirte que
Riamar
no es una montura, pero ha aceptado la silla y los estribos para ayudarte a llevar la carga. No necesita bocado ni riendas. Te llevará a donde debas ir.
Tras las explicaciones, Tríane se puso de puntillas y le besó.
Riamar
apartó la cabeza como si se avergonzara de aquellas efusiones propias de bípedos. Derguín respondió al beso de forma ausente. Tríane se dio cuenta y se apartó.
—¿Qué pasa?
—Tengo que preguntarte algo.
—¿Sí?
—Quiero saber qué ha sido de Kratos. ¿Sigue vivo?
—¿Qué más te da? Tú deja que
Riamar
te lleve a las montañas y consigue la Espada de Fuego.
—Dímelo. Quiero saberlo.
—¿Por qué? Él es tu rival.
—No lo entiendes. Es mi maestro.
Tríane retrocedió un paso.
—Quiero que seas el Zemalnit. No debes pensar en nada más.
Derguín percibió en sus ojos un filo de dureza que le asustó un poco, pero insistió.
—Dímelo.
—Si tanto te interesa saberlo, fue capturado por un poderoso hechicero, y ahora lo llevan a un castillo llamado Grios. Pero no quiero que vayas allí. Debes ir al noroeste, al paso de Rania, y alejarte de Grios. Contra ese brujo la espada no te valdrá de nada, y yo no podría ayudarte aunque quisiera.
Derguín la abrazó, pues no quería verle los ojos. El cuerpo de Tríane se envaró bajo sus brazos, pero cuando le frotó la espalda y pegó los labios a su cuello, se relajó y volvió a sonreír.
—Suerte, Derguín. Cuando llegue el momento, recuerda que eres mi campeón. Debes serme fiel.
Se despidió de él con un beso fugaz, y después corrió hacia la espesura y antes de que Derguín se diera cuenta ya se había perdido entre las sombras de los árboles.
Derguín no tardó en darse cuenta de que
Riamar
no era una montura cualquiera. Por fragoso que fuera el terreno, el unicornio se movía como si en lugar de cascos tuviera alas y flotara a unas pulgadas del suelo.
Poco después de despedirse de Tríane, coronaron una loma que ofrecía una amplia vista de los alrededores. Derguín desmontó. El sol empezaba a vencerse hacia el oeste, donde las nubes se amontonaban cada vez más tupidas, pero aún demasiado altas para amenazar lluvia. Hacia allá, el paisaje se quebraba en línea tras línea de olas verdes y cobrizas, sembradas de rocas y picachos que rompían como dientes lejanos y amenazadores. A la izquierda de Derguín, a unos tres kilómetros, el terreno se hundía en una larga zanja que corría hacia el oeste. Aunque ya no tenía los mapas de Tarondas, pensó que era el río Feluis. Su curso era una buena guía para orientarse hacia la Sierra Virgen.
Había llegado el momento de tomar una decisión. Hasta entonces, todas le habían sido impuestas por los demás. Linar, Mikha y Kratos habían aparecido en Zirna para llevarlo casi a rastras a Koras. Mientras se entrenaba para el examen no había tenido tiempo para pensar, y después, casi sin darse cuenta, se había embarcado en el certamen por la Espada de Fuego. Todo se había precipitado fuera de su control, hasta el punto de que había llegado a creer que era otra persona.
—¿Por qué creía llamarme Derguín Barok? ¿Me lo puedes decir tú,
Riamar?
El animal le miró como si pudiera entenderlo. Pero Derguín prefirió olvidar aquellos pensamientos que lo relacionaban con el príncipe, pues eran demasiado inquietantes.
A su alrededor, los álamos levantaban sus ramas desnudas hacia el cielo, como dedos esqueléticos; pero las hojas de robles y castaños estaban teñidas de oro y cobre. El otoño aún no había dado paso al invierno. Tríane no le había mentido, todavía podía conseguir la Espada de Fuego. La cuestión era si de verdad deseaba convertirse en el Zemalnit. Es decir, si lo deseaba tanto como para arrostrar aún un largo viaje, más allá de unas montañas que ni siquiera conocía, y enfrentarse a peligros tal vez peores que los que había sufrido. La cuestión era si lo deseaba tanto como para derramar sangre, para matar de nuevo.
Aunque desde aquella loma no se distinguían senderos ni trochas, Derguín veía ante sí tres caminos. El primero, el de la seguridad, conducía al este, de regreso a su casa o a alguna otra ciudad Ritiona donde pudiera ejercer como maestro de la espada ahora que lucía las siete marcas rojas. El segundo era el de la gloria, y lo llevaba al noroeste, para llegar hasta las montañas sin acercarse al castillo de Grios, cruzar el paso de Rania, las tierras ignotas de poniente, y al final, arribar a la isla de Arak.
Pero el camino del deber, el tercero, viajaba paralelo al río Feluis y conducía a una fortaleza casi al pie de las montañas. Allí estaba Kratos May. Su maestro, al que debía cuidado y veneración. Su amigo, al que había jurado ayudar hasta que sólo quedaran ellos dos en el certamen. Pero también el mayor Tahedorán de Tramórea, el más peligroso de los rivales, el hombre que, cuando se enfrentaran por ver quién de los dos se convertía en el Zemalnit, tal vez le quitaría la vida.
Al pensar en cualquiera de los dos senderos que llevaban al oeste las tripas se le contraían. Sólo se sentía tranquilo al volver la mirada hacia el este. ¿Qué hacer?
Al final volvió a montar sobre
Riamar,
se agachó junto a su cuello, lo palmeó y le susurró al oído:
—Llévame a donde mi corazón quiera ir.
E
l día II, si Kratos no había perdido la cuenta, la cabalgata que lo escoltaba llegó al final del camino. Debía de ser de noche, pues el aire era fresco, las voces sonaban cansadas y el canto de grillos y buhos había relevado al de los pájaros. Poco después empezó a oler a humo y estiércol, a ganado y paja húmeda, y oyó ladridos de perros y puertas de madera que se cerraban. Tal vez estemos en la aldea de Grios, pensó Kratos, que sólo conocía aquel lugar por los mapas. Su caballo empezó a ascender por una cuesta tan empinada que Kratos se agarró al arzón para no caer de la silla. Unos minutos después se detuvieron. Landas, el oficial, dio el santo y seña y en respuesta sonó un pesado rechinar de cadenas. Sin duda estaban levantando un rastrillo de metal. Kratos podía sentir delante de él una presencia muda y gigantesca que aquietaba el aire; tal vez un gran muro. Atravesaron un lugar en el que los cascos de los caballos levantaban ecos y reverberaciones tan tupidos que por fuerza debía de ser un túnel de piedra. Después volvieron a salir al exterior y desmontaron. No hizo preguntas, pues durante el viaje había comprendido que nadie se las contestaría. Guiado por la mano de un soldado, caminó veinte pasos por un suelo empedrado, después subió cinco escalones, recorrió otros quince pasos sobre losas pulidas y empezó a subir por una escalera de caracol que olía a moho. Cuando llevaba contados ciento treinta y siete peldaños, salieron a un rellano. Una puerta chirrió sobre sus goznes. Le hicieron pasar al otro lado. Algo frío se cerró en torno a sus muñecas. Le quitaron las cuerdas, pero seguía sin poder separar las manos. Por fin, le destaparon los ojos.
Después de tantos días, era una bendición recuperar la vista, aunque tan sólo fuese para ver a la luz de una antorcha el rostro del oficial que lo había hecho prisionero. Kratos se miró las manos. Estaban rodeadas por sendos grilletes unidos entre sí por una barra de metal. De ésta partía una cadena que terminaba en una gruesa anilla incrustada en una pared de bloques de piedra. Ni con la fuerza que le añadía la aceleración sería capaz de arrancarla de allí.
—Siento todo esto,
tah
Kratos —se disculpó Landas, una vez más.
Después salió de allí con el resto de los soldados y dejó la estancia a oscuras.
Kratos aprovechó el resto de la noche para dormir en el camastro y reponer fuerzas. Cuando despertó, en la celda reinaba una penumbra en la que apenas se distinguían trazos grises y mortecinos; pero tras su larga ceguera, lo que le rodeaba era un espectáculo tan entretenido como un tapiz de Malabashi tejido en hilos de mil colores. La estancia tenía forma de pentágono alargado. A los pies de la yacija, en la pared más alejada, a la que no podía llegar por culpa de la cadena, había una puerta de tablones verticales, claveteada con gruesos bollones y reforzada con travesaños de hierro. Las paredes de los lados eran de ladrillo puesto a soga. Kratos las aporreó. Debía haber más de una capa de ladrillos, pues no retemblaron ante sus golpes. En cuanto a los dos muros restantes, eran de mampostería y se cruzaban en un ángulo obtuso. Allí, en la intersección, se abría una tronera baja y estrecha por la que apenas cabían tres dedos. Kratos se acercó a ella, se agachó, aplastó la nariz contra la pared y asomó un ojo, intentando abrirse todo el campo de visión posible. Logró ver un patio enlosado, y parte de un torreón encastrado en una muralla gris; más allá se alzaba una montaña que ocupaba todo lo demás. La tronera no permitía ver ni siquiera una franja de cielo.
La Sierra Virgen, pensó. Sólo tenía que escapar de allí y cruzarla, y no estaría tan lejos de la Espada de Fuego. Pero ¿cómo?
Se puso de rodillas y trató de girar las palmas de las manos hacia el techo, pero los grilletes no le permitían tan siquiera ese movimiento. Oh dioses, disculpad que no os eleve las manos, musitó. Por primera vez en muchos años, se dirigió a los Yúgaroi y les imploró ayuda. Rezó a Manígulat, soberano de los dioses; a Anfiún, señor de la guerra y patrón de los Tahedoranes; a Vanth, diosa de la justicia, y a su esposo Diazmom, protector de los injuriados, y, sobre todo, a Tarimán, forjador de la Espada de Fuego. Les prometió cuatro bueyes y una ternera si le libraban de aquel encierro y le regalaban la venganza sobre sus enemigos. Una ternera y cuatro bueyes enteros si era preciso, repitió, un holocausto, ni un gramo de carne se quedaría para él, los cuatro bueyes y la ternera para vosotros, oh Yúgaroi, ¡pero venganza, por favor! ¡Dadme la venganza!
Dos veces al día le traían una jarra de agua y un cuenco con leche de cabra y copos de avena. El carcelero entreabría la puerta, dejaba todo en el suelo y se lo acercaba con una horquilla de madera. Antes de que Kratos recogiera la comida, ya había vuelto a cerrar. Con el carcelero venían más hombres, bien armados a juzgar por sus pisadas metálicas. El agua era fresca, sin duda de un manantial de montaña, pero las gachas acababan formando una bola pastosa en la boca que a duras penas lograba tragar. Poco antes de que se hiciera de noche le traían una bacina para que se aliviara, y se la llevaban de mañana. Kratos procuraba aguantar lo más posible para no atufar la celda. Ya se sentía lo bastante sucio después de tantos días sin bañarse y sin afeitarse la barba ni el cráneo. Cuando se pasaba la mano por la cabeza y notaba bajo la palma los pelos ásperos y cortos se los imaginaba como un prado plagado de piojos, y cualquier sensación extraña en el cuero cabelludo se le antojaba un picotazo.
La segunda noche que pasó allí oyó ruidos al otro lado de la pared que estaba a la izquierda de la tronera. Se levantó del camastro, se acercó y pegó la oreja. Le había parecido oír un grito de mujer. Tras un rato de silencio volvió a escucharlo, lejano y apagado. Tal vez sonaba al otro lado de la pared, y ésta era más gruesa de lo que imaginaba, o tal vez hubiera otra celda en medio. Kratos cerró los ojos y pronunció la fórmula de Protahitéi.
Sus sentidos se agudizaron, y a la vez las palabras se hicieron más lentas y claras. La voz era la de Tylse, que profería insultos en Ainari y también en la lengua de Atagaira, que Kratos apenas entendía. Sobre ella escuchó ahora otra voz, desagradable como una lija, que alternaba amenazas y lisonjas. Sólo la había oído una vez antes, junto al templo de Tarimán, pero aún la recordaba: era la de Kirión el Serpiente. Siguió un pataleo, ruidos de lucha, luego chillidos. Más golpes, voces de otros hombres, carcajadas, tintinear de cadenas, y luego silencio. Después le llegaron jadeos acompañados de comentarios lascivos. Al cabo de un rato, un largo gemido de placer y alivio que le revolvió el estómago, y por fin un portazo y pisadas de metal que se alejaban. Tylse debía estar inconsciente o muerta, porque de su boca no salió ningún ruido más.
Una Tahedorán no merecía ese trato. Kratos volvió al lecho y trató de dormir, pero no dejaba de rechinar los dientes y de clavarse las uñas en la palma de la mano, hasta que se hizo sangre. Aunque Tylse fuera una rival, la deshonra que acababa de sufrir clamaba venganza. Pero ¿qué podía hacer él, un maestro de la espada sin espada, un guerrero también deshonrado?
Oh, dioses, volvió a salmodiar. No será carne de ganado lo que os ofrende, sino sangre humana.
Cuando se durmió, soñó una y otra vez que Kirión entraba en su celda y lo sometía a mil vejaciones. Al día siguiente estuvo alerta, y cuando le trajeron la comida se puso en pie y aguardó en posición de combate posibles ataques. Aunque no tuviera espada, estaba preparado para acelerarse en un segundo y utilizar la cadena para romper el cuello de cualquiera que se atreviera a acercarse. Pero tan sólo vio al carcelero que le acercaba la jarra y el cuenco con la horca de madera.
La noche siguiente tampoco fue tranquila. De nuevo le despertaron voces destempladas. Tardó un rato en darse cuenta de que venían de abajo. Se bajó del camastro y reptó por el suelo, pegando la oreja a las losas de piedra. Buscando el lugar de donde provenía el sonido, llegó hasta el ángulo que formaban las paredes exteriores. Allí había una abertura triangular de unos dos dedos de ancho en la que hasta entonces no había reparado. Se contorsionó y dobló el cuello todo cuanto pudo para acercar el oído.