La Espada de Fuego (40 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

Cuando rompió el agua con la cabeza y tomó aliento se desaceleró. Habían sido unos segundos, pero suficientes para comprobar que la segunda aceleración cansaba mucho más que la primera. Miró a su alrededor. Estaba en una laguna de aguas de cristal, rodeada por grandes rocas. A su derecha se levantaba la única orilla accesible, en la que un enorme sauce llorón inclinaba sus ramas hacia el agua. Derguín nadó hacia allí. Algo le agarró del tobillo y tiró de él hacia abajo. Se hundió, tragó agua, y al mirar hacia abajo vio a Tríane, que trepaba por su cuerpo para sumergirlo. A duras penas se zafó de ella y llegó a un lugar donde pudo apoyar los pies.

—¿Después de curarme me quieres ahogar?

Ella le lanzó un chorro de agua con la boca.

—¿Cómo has conseguido adelantarme, tramposo?

—Recuerda que ahora soy
tah
Derguín...

Salieron a la orilla. El sauce crecía en un pequeño llano cubierto de hierba. Un poco más allá subía un caminito tortuoso que zigzagueaba entre piedras y espinos. A la derecha de Derguín, al norte, el lago estaba cerrado por una escarpada pared que se quebraba en repechos y estrechas terrazas. El agua saltaba de una a otra, buscando aquí y allá el sendero más corto, y en su bajada se dividía en decenas de pequeñas cascadas que dibujaban una cabellera de espuma colgando sobre el lago. Derguín miró hacia el cielo. El sol estaba casi en su cénit. Abrió los brazos, respiró hondo, aspiró mil aromas. Se dio cuenta de que en la gruta sólo olía a Tríane. El perfume de ella era delicioso y excitante, pero ahora se embriagó de todos aquellos olores que lo devolvían al mundo. En sus últimos recuerdos, el cielo era un dosel gris; ahora se veía azul, sin una nube. Tal vez ya hubiera pasado el invierno.

Tríane pareció leerle el pensamiento.

—Mira hacia allá.

Derguín giró la cabeza hacia el oeste. No había horizonte, pues las rocas que rodeaban la laguna se levantaban hasta diez y quince metros sobre las aguas e impedían ver lo que había más allá; pero sobre aquel borde empezaba a asomar una línea gris.

—El mal tiempo volverá enseguida. No han pasado tantos días como crees.

Derguín volvió a sonreír con tristeza.

—Más que suficientes. No me extrañaría que Togul Barok esté de vuelta en Koras con la Espada de Fuego.

—¿Eso crees?

Derguín miró a Tríane, receloso por el tono burlón de su voz.

—¿Sabes qué día es hoy? —volvió a preguntar ella.

—No tengo ni idea. Tendría que saber cuánto...

—Estamos en el mediodía del día siete de Kamaldanil, según vuestros calendarios.

Derguín frunció las cejas.

—Te estás riendo de mí.

—Es siete de Kamaldanil —repitió Tríane, mirándole a los ojos.

—Es... imposible. Llegamos a Oetos el tres de Kamaldanil, y eso sería hace cuatro días. Yo llevo allí dentro meses.

—Tú lo has dicho, Derguín,
allí
dentro.

Tríane se sentó en la hierba e invitó a Derguín a que hiciera lo mismo. Frente a frente, el muchacho la interrogó con los ojos. Tríane habló por primera vez abiertamente, y aunque siguió ocultando muchas cosas que Derguín habría querido saber, en su forma de expresarse reconoció sin ambages que no era humana.

—Entre los humanos —explicó— se dice que más allá del horizonte, en lo más profundo de los bosques o en montes inaccesibles, se extiende el país de las hadas. Corren entre vosotros muchas fábulas sobre ese lugar y sobre las gentes que lo moran. Por ejemplo, que en él el tiempo transcurre de forma engañosa; cuando un mortal se interna en el país de las hadas y después de siete días vuelve con los suyos, descubre que en realidad han pasado siete años y encuentra a sus hijos crecidos y a sus mujeres casadas con otros hombres.

»Esos cuentos intuyen la verdad, porque es cierto que algo se conserva de un saber muy antiguo y de una época remota en que el tiempo no tenía secretos. Has estado en un sitio muy especial, Derguín. Su nombre es Gurgdar, la bóveda del tiempo. No es una gruta natural, sino obra de un pueblo más sabio y antiguo aún que los Arcanos. Si escarbaras en sus paredes, encontrarías bajo la roca una cúpula lisa forjada en un metal que ya no existe en este mundo. Su virtud es la contraria de la que cuentan las fábulas. En Gurgdar el tiempo se acelera de tal modo que por cada cuarenta días sólo transcurre uno en el mundo exterior. Por eso te trajo aquí Lorbográn. Para tu cuerpo han sido casi tres meses. Pero en realidad no han pasado más de dos días.

—Eso quiere decir...

—Que todavía estás a tiempo de conseguir la Espada de Fuego.

Derguín se levantó casi de un brinco y se dio un puñetazo en la palma de la mano.

—¡Sí! No, no, no puede ser... Es todo una locura. Yo no...

—Tranquilo. Siéntate un momento, aquí, más cerca de mí.

Derguín se sentó. Tríane le tomó la cabeza y tiró de él, hasta recostarlo en su pecho. Después le acarició las sienes y aquella corriente que tan bien conocía el muchacho le cosquilleó entre la frente y la nuca.

—Recuerda. Trata de recordar todo lo que pasó... Vuelve al día tres.

Derguín cerró los ojos y vio de nuevo el establo de Oetos. Allí se perdían sus recuerdos; pero ahora la niebla se disipaba bajo los dedos de Tríane.

—Un corueco. Por Himíe, era enorme, y tan rápido que no... Me levantó y me lanzó contra la pared. No había sentido en mi vida una fuerza tan brutal...

Cuando chocó contra la pared del establo, todos los huesos de la espalda le crujieron como madera rota y el aire escapó de su pecho. Me ha matado, pensó, mientras se hundía en unas aguas negras. Pero, aunque cada bocanada parecía una roca de granito, logró respirar un pequeño buche de aire, y luego otro y otro más, y poco a poco salió de las aguas. Sintió el heno clavarse en su costado, y en sus manos y en su rostro. La espalda estaba fuera de su percepción, era un globo sin sensaciones que se hinchaba y le apretaba el resto de los órganos. Me ha partido en dos, pensó. Era preferible la muerte: había visto a qué quedaban reducidos los hombres con la columna rota.

Pero descubrió que podía moverse. Primero las manos y los brazos, y después las piernas, lo obedecieron con lentitud. Con moroso placer fue descubriendo mil pequeños dolores de la cabeza a los pies.

Entonces le llegaron voces del exterior. Derguín había quedado tan aturdido por el golpe que no oyó el estertor de muerte del corueco, pero ahora pudo escuchar la discusión entre Kratos y otros hombres. «¡Alto en nombre de Áinar!» Se levantó a duras penas. Fuera debía haber un pequeño ejército, demasiado para él en esas condiciones. En una de las paredes había un ventanuco cerrado con un postigo. Apartó a los caballos para llegar hasta él y lo abrió; pero cuando trató de introducir los hombros por el hueco, sintió una punzada en la espalda que le hizo clavar las uñas en la pared. Fuera, una voz ordenaba que lo buscaran en la cuadra. No tenía tiempo ni fuerzas para salir por la ventana. A la desesperada, corrió hacia la otra pared y se pegó a ella. Lo iban a ver, ya oía sus pasos chapoteando junto a la puerta. Se acurrucó más hasta que el heno le llegó a la cintura, y entonces se le ocurrió que si se enterraba del todo tal vez no repararían en él. Una esperanza absurda, pero se hundió entre la paja como un topo en la tierra y contuvo el aliento.

Los soldados entraron en el establo. Derguín pudo oír sus respiraciones acezantes; al parecer, le tenían más miedo que él a ellos.

—¡Mira, la ventana está abierta! ¡Se ha escapado por allí! —dijo uno de ellos, aliviado.

Los oyó salir, pero no se movió. Luego sonaron más pasos y sintió un miedo que le encogió las entrañas; algo mucho más peligroso que un corueco acababa de entrar al establo.

—¿Dónde está tu amigo? —silbó una voz airada.

Hubo unos segundos de silencio, y luego esa misma voz se acordó de la madre de Derguín mientras salía por la puerta.

Después, Derguín debió de quedarse dormido entre el heno, pues lo siguiente que recordaba, con mucho esfuerzo, era que salía del establo ya por la mañana.

—Todo está embrollado, como en un sueño —le dijo a Tríane, sin abrir los ojos-. Sé que soy yo, pero a la vez soy otra persona. Soy príncipe de Áinar, estoy convencido de que vivo en palacio, de que mi padre es el emperador. —Las palabras le salían a borbotones-. Me llamo Derguín Barok y sé que mi hermano quiere suplantarme, me quiere arrebatar mi puesto y también la Espada de Fuego. Tengo que reunir a mis tropas leales...

Tríane le sacudió por los hombros. Derguín se quedó mirándola como si despertara después de una pesadilla.

—¿Por qué? —preguntó-. ¿Por qué estaba convencido de ser hijo del emperador? ¡Soy un Gorión, no un Barok!

—La respuesta está dentro de ti, si deseas encontrarla.

Derguín se puso de pie y se apartó de Tríane.

—¡No quiero recordar más! Pero... Sé que salí del establo y entré en una taberna. Se habían llevado mi caballo y mis provisiones, y quería comer. Allí luché contra unos hombres, unos soldados. Creo que algunos murieron...

Se apretó las sienes al recordar el olor a sangre y a tripas. Era la primera vez que mataba por propia voluntad y sintió náuseas, porque la única memoria clara que le había quedado era la de aquella pestilencia.

—Después caminé, caminé mucho. Y crucé un puente. Ese puente... Yo creía que era como en un sueño, que no me podrían hacer daño. Pero aquellas flechas se me clavaron y... —Se detuvo y enseñó los dientes en una mueca de dolor-. A veces sueño que estoy en un sitio alto, en una montaña o en una torre, y entonces salto al vacío y vuelo como un dragón. Cuando me hirieron, perdí la espada y me caí de aquel puente, y moví los brazos, pero no volé.

Tríane le abrazó por detrás y le besó en la nuca.

—Déjalo. Cuando el corueco te estrelló contra la pared, te hiciste una brecha en la cabeza. Tu mente estaba confusa. Lo extraño es que sobrevivieras. Mezclaste lo que era real con los pensamientos que te obsesionaban. Olvídalo ya.

Derguín se volvió.

—¿Adonde iba yo? ¿Adonde me conducía aquel puente?

—Ibas hacia el oeste, buscando la Espada de Fuego.

Derguín agachó la cabeza y cerró los ojos, pero los abrió de nuevo al instante. Eran demasiadas imágenes arremolinándose, pasados, presentes y futuros soplando en un vórtice furioso, unos reales, otros imaginados, algunos posibles... Se dejó caer en la hierba, abrumado por el cansancio de todo lo que había pasado y de lo que aún tenía que suceder.

Algo alargado cayó junto a sus rodillas. Tallado en la madera, un guerrero disparaba flechas contra un león de dientes de sable.

—¿No la reconoces?

—Es...
Brauna.
¡Mi espada!

Derguín extrajo la hoja de la vaina y la examinó. Había sido pulida de nuevo y brillaba más que nunca. Los ojos se le llenaron de lágrimas al verla, pues la creía perdida en las aguas de un río, o tal vez perdida en un sueño en el que la perdía en las aguas de un río.

—Ahora recuerdo más... Al salir del establo encontré una espada rota. La recogí, porque pensé que era la espada de mi vasallo Kratos May. ¡Mi vasallo, nada menos! Quería llevarle los trozos para que los guardara. Supongo que los extravié cuando caí de aquel puente.

—¿Eso crees?

Derguín levantó la mirada. Tríane le tendía otra espada, enfundada en una vaina de cuero rojizo. Derguín reconoció la empuñadura.

—¡La espada de Kratos!

La extrajo con cuidado y la examinó. Parecía
Krima,
pero él la recordaba partida en dos fragmentos. Ahora su hoja volvía a estar intacta, brillante, recién pulida. Pero una espada como ésa no se podía reforjar.

—Esto es imposible.

—Toma esto —le dijo Tríane, tendiéndole un gancho-. Compruébalo.

Derguín desmontó la empuñadura de
Brauna.
En la espiga, junto a la firma del espadista Amintas y las marcas de los Gorión y de los Barok, aparecía un nuevo signo, una T grabada en el alfabeto de los Arcanos. Después examinó la espada de Kratos. Allí encontró la marca de Beorig y, a su izquierda, de nuevo la misteriosa T. Pasó la yema del dedo índice sobre la letra y advirtió que los bordes aún se notaban afilados y desiguales. La marca era reciente.

—¿Qué significa esta firma? ¿Quién ha trabajado en ellas?

—¿Te parece que estas dos espadas son un buen presente, Derguín Gorión?

—Sí, claro, pero es...

—Entonces tú me debes un presente a cambio —contestó Tríane, pegando su cuerpo a él.

Después comieron al pie del sauce y bebieron vino dulce en copas de barro. Derguín se recostó contra el árbol y sin darse cuenta volvió a quedarse dormido. Le despertó un cosquilleo en la mejilla. Manoteó creyendo que era una mosca, pero resultó ser Tríane que jugueteaba con una ramita.

—¡Vamos, perezoso! Es hora de seguir tu camino. ¡La Espada de Fuego te espera!

Derguín se levantó y le preguntó a Tríane por qué tenía tanto interés en que consiguiera la Espada.

—No debe caer en manos de Togul Barok. Sería terrible para nosotros, y también para vosotros.

Derguín la miró con suspicacia. Le dolió que Tríane lo manejara como pieza de ajedrez, al igual que Linar. Pero recordó que poco antes, mientras la poseía sobre la hierba, ella le había mirado a los ojos para decirle muy seria: «Te amo, Derguín Gorión». Pasión de ninfa, capricho de hada, engaño o amor verdadero. Tal vez aquellas palabras significaban algo distinto en los labios de Tríane, pero al escucharlas Derguín había sentido que se hundía en un pozo vertiginoso, y un miedo desconocido se apoderó de él.

Mientras él dormía, Tríane le había preparado un fardo con ropas y provisiones, y también le trajo la manta de piel que le había abrigado mientras se curaba en la cueva. Derguín se vistió, por primera vez en muchos días, al menos en los de su mente. Al cubrirse la piel sintió que estaba cerrando una puerta, que salía del mundo nebuloso y mágico en el que había vagado desde que llegó a Oetos y que volvía a la Tramórea de piedra y barro en la que los hombres luchaban y se mataban por conquistar el poder.

Subieron por el caminito que serpenteaba entre las piedras. Era empinado y resbaladizo, pero las piernas de Derguín entraron en calor enseguida y parecían pedir más esfuerzo. Hicieron alto en una explanada en la que crecían unos cuantos avellanos, y Derguín se volvió. El lago quedaba bastante abajo, acaso a veinte metros o más; desde arriba, sus aguas se veían opacas y duras como malaquita.

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