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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (18 page)

—Ese Enviado apunta alto. Nada menos que quiere la Espada de Fuego.

Togul Barok desenvainó la espada y empezó a
trazar
molinetes y tajos en el aire para calentar y estirar las articulaciones. Muy lejos, en el sur, había quienes tenían planes de conquista parecidos a los suyos. La clave para apoderarse de Tramórea, como en el ajedrez, estaba en dominar el centro del tablero. Quien primero controlara las ricas ciudades Ritionas...

—Pero ellos, los Aifolu, están más cerca de Pashkri —pensó en voz alta-. Allí tal vez haya más riquezas que en Ritión.

—¿Decías, Alteza?

—Tengo entendido que ese Enviado no cree en los dioses.

—Dicen que para él no son más que demonios traidores, y que rinde culto a un solo dios que los ha elegido a ellos para gobernar el mundo.

—¿Qué tal espadachín es el Austral?

—Es de la escuela del Sur, Alteza, que ha dado pocos maestros. En Uhdanfiún me han dicho que estaba tan bien preparado que no pudieron negarle la séptima marca. Pero no es rival para ti, mi príncipe.

Togul Barok esbozó una sonrisa, satisfecho, mientras llevaba a cabo una serie de técnicas enlazadas ante los ojos bovinos de sus prisioneros.

—Como rival sólo me preocupa uno de ellos. El único que tiene nueve marcas de maestría. Una más que yo.

—Kratos May, Alteza.

—Kratos May... Ese hombre es uno de los capitanes de la Horda. Aperión no puede haber permitido que un rival como ése luche por
Zemal.
Ah, tal vez nuestro extraño informante no nos haya servido de mucho.

—Alteza, creo que no es un error. Hace unas semanas Kratos se largó de Mígranz, delante de las narices de Aperión. Fue una huida espectacular, por lo que cuentan.

Togul Barok volvió a envainar la espada. Con la puntera de la bota, empezó a dibujar líneas rectas en el suelo.

—Supongo que tuvo que serlo si logró salir de aquel lugar. Todos los que lo conocen dicen que es un nido de águilas.

—Le rodeaban treinta hombres, y muchos de ellos eran Ibtahanes. Pero él hizo esa cosa rara que hacéis los maestros, Alteza, y se movió tan rápido que casi no lo veían. Se cargó a casi la mitad y luego saltó por una ventana a diez metros del suelo. —Kirión soltó una seca carcajada-. Eso es lo que cuentan, pero yo creo que fueron tan inútiles de dejarle escapar que luego tuvieron que inventarse una fábula como ésa para que Aperión no los despellejara.

Togul Barok terminó de dibujar un pentágono.

—Quítales las cuerdas, Kirión, y ponlos en los vértices.

—¿Dónde, señor?

—Aquí, aquí, aquí, aquí y aquí —señaló con la bota-. Así que crees que es una fábula, que un solo Tahedorán no pudo escapar de tantos hombres.

—Yo sólo digo que exageran, Alteza —respondió, cauteloso, Kirión, mientras ejecutaba la orden del príncipe.

—Kratos es maestro del noveno grado. Como tal, conoce la fórmula de Urtahitéi, la tercera aceleración. Es un secreto que sólo poseen él y el Gran Maestre... aunque éste lo pensaría mucho antes de utilizarlo. Está demasiado viejo para recuperarse después. Tal vez le costaría la vida.

Los cinco campesinos ocupaban ya los vértices del pentágono. Togul Barok se colocó en el centro de la figura geométrica y les ordenó que lo miraran todos. Ellos se giraron maquinalmente. Eran hombres jóvenes, sanos pero delgados, y todas las cabezas quedaban al mismo nivel. De esa altura y de ese peso los había encargado el príncipe, como un tratante que comprara cerdos o bueyes.

—Vais a tener un gran honor.

Togul Barok no hablaba tanto por afán de explicarse como porque retarse a sí mismo le secaba la boca y necesitaba saliva. Se puso de frente a uno de los campesinos, al azar. Llevó la mano a la empuñadura un par de veces y ensayó el gesto técnico de desenvainar la espada. Después cerró los ojos y pronunció en su mente una serie de doce letras y números, en cuatro series de tres...

Kirión apenas distinguió lo que pasaba. Su señor pareció convertirse en varias copias de él mismo, borrosas por la velocidad con que se movían. Seguidos como una granizada empezaron a sonar unos golpetazos sordos como cuchillos de carnicero que despiezaran reses, mientras las cabezas de los campesinos volaban por los aires. Una de ellas pasó rozando la mejilla de Kirión, que se apartó justo a tiempo. Los cuerpos se desplomaron uno a uno.

El príncipe volvió a convertirse en una única figura de contornos bien perfilados. La espada estaba en el aire, chorreando sangre. Togul Barok jadeaba y se apretaba un costado. Kirión se acercó preocupado, y sólo entonces reparó en lo que de verdad les había pasado a los campesinos. Pues no sólo habían sido decapitados, sino que antes de que sus cuerpos cayeran al suelo Togul Barok había tenido tiempo de partirlos a todos por la cintura, salvo al último, que ya debía de estar a mitad de la caída cuando lo golpeó; a ése lo había partido en dos más arriba, casi en las tetillas, y era el único cuerpo en el que aún se veía una línea de pintura azul.

Togul Barok respiró hondo y se enderezó, haciendo un esfuerzo visible.

—Por supuesto, aunque aún no me he presentado a la prueba de noveno grado... —se detuvo un momento para jadear y prosiguió-, el Gran Maestre, como favor especial, me ha enseñado el secreto de Urtahitéi. Nadie más que él, tú y estos pobres desgraciados lo saben.

Kirión contempló los restos de la carnicería. Olía a sangre y a entrañas derramadas, aunque los campesinos habían estado en ayunas tres días y les habían administrado lavativas esa misma mañana.

—No es necesario que me degüelles como a ellos, Alteza. Sabes que mi boca sólo habla para ti.

Togul Barok se desciñó la espada y se la entregó a Kirión, que trató de cogerla con el debido respeto.

—Llévasela a Jalkeos. Que la limpien, la pulan y la vuelvan a afilar. Y dale los cien imbriales que faltaban por pagar. Me la quedo. Quiero que en la espiga le grabe un nombre.

—¿Cuál, Alteza?

—Midrangor.
En antiguo Ainari significa «Ajusticiadora». Para eso servirá, Kirión: para darnos lo que en justicia es nuestro.

11

«OH, DIOSA ROJA DE LA SANGRE, HERMOSA LLAMA

DE LOS CIELOS, REVÉLAME TUS SECRETOS MOVIMIENTOS

PARA QUE EL AIRE SILBE Y ENSORDEZCA A MIS ENEMIGOS

Y PARA QUE MI
KISHA
SEA CEGADORA COMO

EL RELÁMPAGO DE MANÍGULAT, REY DE LOS DIOSES,

EN LA OSCURA NOCHE.»

A
sí se dirigió Derguín a Taniar, como era preceptivo antes de realizar Taniarimya; pues era la propia luna roja quien le reveló aquella Inimya a Áscalos, el creador del arte de la espada tal como hoy se conocía. Derguín contó hasta diez latidos y concentró en ellos las energías que desencadenaría en poco más de un minuto. La brevedad de Taniarimya, primera serie de maestría, enmascaraba una dificultad extrema. Siete pasos a la espalda de Derguín, Kratos había tallado dos muescas sobre la corteza de un abedul. Aquella cruz debería medir la precisión de su acero.

Tras los diez latidos, Derguín contuvo el aliento y guardó el aire unos segundos. Después, dejó que las fuerzas que había contenido rompieran el dique, las proyectó en un grito de guerra y saltó hacia delante. Su espada desapareció de la vista, convertida en un silbido de aire y una lluvia de estrellas fugaces. El cuerpo de Derguín dibujó un baile en el que brazos y piernas, caderas y hombros formaban figuras imposibles, saltando por encima de su propia arma, volteándose, clavándose de bruces en el suelo para brincar al instante como un gato. Luego se quedó inmóvil antes del último movimiento, el más preciso y difícil. Aguantó otros diez latidos y se arrancó en una serie de seis giros hacia atrás, cada uno en una posición más comprometida que la anterior, acabando con enemigos imaginarios en las ocho direcciones del horizonte sin llevar nunca la vista al abedul que cada vez estaba más cerca de su espalda. Tras el sexto giro, Derguín saltó hacia atrás, se volteó con un tirón de las caderas y lanzó el golpe final, acompañándolo con un grito salvaje y con todo el peso de su cuerpo. Cayó al suelo, dio una voltereta sobre el hombro izquierdo y tras revolverse quedó de pie, de cara al árbol y con las piernas abiertas en posición de alerta. La espada había quedado clavada en la madera y aún vibraba.

Kratos se acercó a comprobar la estocada. Había un palmo de acero hundido en el tronco, y el golpe se había desviado del centro de la cruz por menos de medio dedo. El Tahedorán se sintió complacido, pues en aquel terreno desnivelado lograr más precisión habría sido fruto de la casualidad. Pero al muchacho le hizo ir y le enseñó lo que le había faltado para la perfección.

Derguín meneó la cabeza, contrariado. Después buscó el rostro de Tríane. Ella le sonreía con sus ojos rasgados.

—Otra vez. Puedo hacerlo mejor —insistió el muchacho, y arrancó la espada del árbol.

A cada día que pasaba viajaban menos tiempo y entrenaban más. Durante dos días se apartaron de la Ruta de la Seda para seguir otros caminos más recónditos que Kratos recordaba de años atrás, pues la calzada principal estaba muy concurrida y el maestro no quería que nada rompiera la concentración de su discípulo.

Kratos se veía acuciado por sentimientos contradictorios. Era hombre de lealtades claras; había derramado sangre propia y ajena al servicio de Áinar y más tarde le había jurado fidelidad a Hairón. Ahora se le abría un nuevo camino, el de convertirse en el Zemalnit y recibir el homenaje de los demás en vez de ofrecerlo a otros. Pero en ese sendero se interponía el juramento prestado a Yatom y ahora administrado por Linar. Si el Kalagorinor le exigía que renunciara a la Espada de Fuego para apoyar a Derguín, su palabra le obligaría a hacerlo; mientras que si el muchacho fracasaba en la prueba de maestría, su conciencia quedaría libre.

Kratos se había propuesto adiestrar a Derguín con honradez, mas sin empeñar el corazón. Pero no era tan sencillo. Nunca había tenido un discípulo como Derguín. Los movimientos del muchacho eran tan fáciles que parecían un fenómeno más de la naturaleza, como el viento o la lluvia; había tal pureza en ellos que Kratos no los imaginaba profanados con sangre humana. Era una inocencia engañosa: sus costillas ya habían catado la dureza de sus golpes y día a día aprendiz e instructor estaban más parejos.

Unos días antes, Linar le preguntó si creía que Derguín estaría listo.

—No sé cómo lo juzgará el tribunal de Uhdanfiún —respondió-. Pero si en mi mano estuviera, Derguín ya sería maestro mayor. Es un
natural.

Y al decir estas palabras se sorprendió a sí mismo, porque hasta entonces no había pensado en ello. Un natural es algo que se da muy de tarde en tarde, tal vez uno por generación, y cuando así ocurre se comenta con asombro entre los maestros. Se dice que los naturales no aprenden las técnicas del Tahedo, sino que las recuerdan, y que no memorizan las series, sino que las intuyen. Ni el propio Kratos se habría atrevido a decir de sí mismo que era un natural, y sin embargo lo creía de Derguín. ¿Por qué sentir ese orgullo de maestro ahora, cuando sólo debería pensar en sí mismo, en conseguir la Espada de Fuego y en convertirse en el Tahedorán más grande que jamás hubiese existido? Tal vez estaba viejo. Tal vez echaba de menos un hijo, como aquel niño que ya daba sus primeros pasos cuando lo abandonó trece años atrás en Tíshipan, y cuyo rostro ya ni siquiera recordaba.

Cuidado, se avisó. Piensas como si quisieras dejar una huella en este mundo justo antes de desaparecer. Si empiezas a aceptar que el soplo de la muerte está cerca de tu oreja, te acostumbrarás a él y no lo oirás venir. Y aún no ha llegado el momento de la despedida para Kratos May.

Tríane era un problema y un enigma para el que no tenían solución. Cuando despertaron tras aquella noche de pesadilla, ella estaba ya calentando agua para preparar gachas. Las ropas que Mikhon le había prestado caían holgadas sin revelar sus formas, pero Derguín la contemplaba embelesado y recordaba el cuerpo menudo que había recogido en sus brazos horas antes. A la luz del día su rostro era aún más hermoso, demasiado sereno para una joven que había estado cerca de sufrir un destino horrible. De noche, sus ojos rasgados parecían negros; ahora, la luz del sol arrancaba de ellos reflejos de amatista. Mas no era Derguín el único al que aquellos ojos habían embrujado. Cuando la mirada de Tríane se posaba en él, a Mikhon Tiq, que no había estrenado su virilidad ni siquiera en los burdeles de Koras, se le despertaba en las entrañas una rara turbulencia que no sabía descifrar. A Kratos se le nublaba el recuerdo y en aquellos ojos oblicuos creía ver los almendrados de Shayre; la garganta se le cerraba en un nudo y luego le subía la sangre a la cabeza acordándose de Aperión y de su crueldad aún impune.

Linar observaba a los tres hombres y a aquella mujer que no aparentaba tener más de diecisiete años, y se preguntaba qué papel tendría en la historia que apenas había empezado a escribirse. Fila no era lo que parecía. Durante el delirante viaje de la noche anterior, Tríane había fingido dejarse hipnotizar por el canto de los engendros de la tierra, pero Linar sabía que aquella llamada no tenía poder sobre ella. Pocas cosas tenían poder sobre aquella criatura.

—Esa mujer desconcentra a Derguín —le dijo Kratos dos días después.

—Yo creo que se afana más cuando ella le mira.

Kratos bufó.

—En cualquier caso, no podemos cargar con ella.

—Tampoco podemos abandonarla —respondió Linar, aunque no se sentía cómodo con Tríane entre ellos.

Al día siguiente de su rescate, Tríane les contó, como si acabara de recordarlo, que los sectarios que intentaron sacrificarla habían arrasado su aldea. Nadie de los suyos quedaba con vida. No tenía adonde ir. Su tono sereno tal vez ocultara su verdadero pesar; pero Linar dudaba de que sus palabras escondieran una sola pizca de verdad.

Sin duda, perturbaba la concentración de Derguín. El muchacho la buscaba con los ojos cuando creía que ella no se daba cuenta, pero Tríane le sorprendía casi siempre, y a veces le contestaba con una sonrisa o le devolvía una mirada enigmática. Ella se había empeñado en encargarse de las comidas; recogía broza y hojarasca seca para prender la lumbre, hervía el agua, guisaba y hasta les servía las escudillas. Tenía buena mano y sazonaba los guisos con hierbas aromáticas que ni siquiera Linar conocía. Cuando Derguín acudía a ayudarla con cualquier pretexto, era ella la que procuraba que sus cuerpos se tocaran. Si Derguín le traía un perol lleno de agua, Tríane se demoraba cogiéndolo y con los dedos le rozaba el dorso de la mano. Si se agachaba para fregar con ella en un regato, Tríane se ponía en cuclillas y, como al descuido, frotaba sus caderas y sus muslos con los del muchacho. Cuando les servía la comida y le tocaba el turno a Derguín, ella se ponía detrás de él y se inclinaba sobre su hombro de forma que sus cabellos le rozaban el rostro y él aspiraba su perfume de enebro, y se apretaba contra su hombro y le clavaba sus pechos pequeños y duros. Todo ello lo veía Linar aunque fingiera no mirar, y bufando entre dientes se preguntaba si Derguín sería un buen candidato para la Espada de Fuego. Después lo disculpaba, diciéndose que sólo tenía diecinueve años y que él mismo... ¿Él mismo? ¿De veras fue joven alguna vez?

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