La Espada de Fuego (7 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

—¡Quiero que ahora mismo te arrodilles delante de mí y me jures pleitesía, como hiciste con Hairón!

Kratos separó las piernas y se cruzó de brazos. Pero, por debajo del codo izquierdo, los dedos de su mano derecha tabalearon sobre la empuñadura de su espada
Krima.

—¿Por qué quieres que lo haga? Acato la decisión de la asamblea y te acepto como general de la Horda. Es más que suficiente.

Aperión se levantó del sitial y dio un puñetazo en la mesa.

—¡Acatar! ¡Aceptar! ¿Quién te crees que eres,
tah
Kratos, para utilizar esas palabras, como si me estuvieras perdonando la vida? ¡Dime! ¿Quién demonios te crees que eres?

Kratos pensó en morderse la lengua, pero ésta fue más rápida.

—Soy el único Tahedorán de esta sala que tiene nueve marcas de maestría. Incluyéndote a ti.

Entre los oficiales corrió un murmullo de consternación. Los soldados no decían nada; parecían armaduras decorando el vestíbulo de un viejo castillo. Aperión rodeó la mesa y se plantó con los brazos en jarras delante de la vidriera, orlado por su luz multicolor.

—¡Al fin lo dijiste! ¡El humilde Kratos, el discreto Kratos, por fin ha hablado! El maestro entre los maestros, el dios entre los mortales... ¡Arrodíllate ante tu general y jura vasallaje, al igual que han hecho todos los demás!

Kratos entrecerró los ojos y respiró hondo. Recorrió con la mirada el grupo de capitanes que rodeaban la mesa y calculó en qué orden tendría que enfrentarse a ellos si se veía obligado a luchar. Aperión malinterpretó su gesto.

—Estás buscando a Siharmas, ¿verdad? ¡Traedlo!

Un lancero abrió la puerta que daba a la escalera de caracol. Otros dos soldados entraron en la sala; llevaban a Siharmas a rastras, sosteniéndolo por debajo de las axilas. Al llegar al centro de la estancia, lo soltaron, y el capitán se desplomó como un guiñapo. Kratos se arrodilló junto a él para levantarlo del suelo. Siharmas quiso agarrarse a él, pero no pudo. Los muñones cauterizados de sus muñecas mutiladas resbalaron en vano tratando de aferrarse a los hombros de Kratos.

—¿Qué te han hecho?

Siharmas le miró con ojos vidriosos y abrió la boca para hablar, pero de ella sólo brotó un balbuceo ininteligible. Horrorizado, Kratos comprendió que le habían cortado la lengua. Los soldados volvieron a levantar a Siharmas y se lo llevaron fuera. Kratos se quedó allí, con la rodilla derecha en el suelo, la mirada baja y el corazón encogido. Después levantó los ojos y recorrió la sala. Los soldados le apuntaban con las picas. Los capitanes se habían apartado de la mesa y ahora cubrían con sus cuerpos a Aperión. Aún no habían desenvainado las espadas, pero sus manos se apoyaban ya sobre las empuñaduras.

—No hace falta que te levantes, Kratos —dijo Aperión-. Tal como estás, puedes jurar.

—Córtame la lengua si quieres. Con lengua o sin ella, no pienso hacerlo.

Kratos no se molestó en levantarse. De rodillas como estaba podía desenvainar a
Krima,
adelantarse un paso y lanzar una Yagartéi en una fracción de segundo. Pero sin duda los demás lo sabían, pues no había nadie al alcance de su espada. Para llegar hasta el capitán más cercano, Hreug, tendría que ganar casi dos metros.

Si pronunciaba la fórmula de Protahitéi, la primera aceleración, podría llegar hasta la fila de capitanes que protegía a Aperión antes de que los lanceros reaccionaran. Sin embargo, entre los oficiales había cuatro hombres familiarizados con aquella técnica, así que para tener ventaja sobre ellos tendría que recurrir a la segunda aceleración, Mirtahitéi. Sólo Ghiem y el propio Aperión la conocían, y eran peores espadachines que él, pero...

Pero eran diez espadas y quince lanzas contra él solo. Por más tajos y estocadas que parara, por más brazos y cuellos que cercenase, al final algún hierro se clavaría en su espalda.

Jura, le sugirió una vocecilla. Jura y olvídalo todo.

Entonces Aperión, creyendo exhibir el triunfo definitivo, cometió un error. Uno de los soldados que habían traído a Siharmas recogió la caja redonda que había sobre la mesa, la depositó en el suelo delante de Kratos y se retiró un paso.

—Ábrela, Kratos —dijo Aperión-. Es el presente que te hace tu señor a cambio de tu fidelidad.

Kratos negó con la cabeza. Ignoraba qué nueva locura habría planeado Aperión (¿una cobra, un escorpión gigante?), pero no tenía intención de averiguarlo.

—¡Ábrela tú! —le ordenó Aperión al soldado.

El lancero abrió el broche que cerraba la tapa, la levantó, volcó la caja hacia Kratos y reculó unos pasos, como si él mismo temiera ser picado por una criatura venenosa.

Con los negros cabellos apelmazados en sangre y encajados en el fondo circular de la caja, una cabeza a la que le habían arrancado los párpados miraba a Kratos con una última expresión de horror congelada en el rostro. Era Shayre. La hermosa, la alegre, la joven Shayre. Sus ojos ya no parecían bellas almendras ni le miraban con el brillo de sus grandes y negras pupilas. Tan sólo eran dos globos opacos y sin vida, como los de un pez muerto entre las moscas del mercado.

—¡¡Jura ahora mismo y tan sólo te cortaré la mano derecha!! —rugió Aperión, y después añadió una infame obscenidad acerca de lo que aún podría hacer con la mano izquierda cuando contemplara la
cabeza,
de su antigua concubina.

La sangre de Kratos se volvió hielo en las venas. Los músculos se le convirtieron en madera; los ojos, en canicas de vidrio; el corazón, en una masa de arcilla cocida y agrietada al sol.

—¡Jura! ¡¡Jura te digo!! —chilló Aperión.

Los capitanes habían desenvainado ya sus aceros. Las moharras de las lanzas le apuntaban a la espalda, a la cabeza, a los costados. Aquellos ojos de pescado que habían sustituido a los de Shayre le miraban velados y opacos. Jura, jura, le decían.

La mente de Kratos nunca había estado tan fría. Si entraba en Mirtahitéi, Aperión haría lo mismo, y aprovecharía la segunda aceleración para huir por la escalera de caracol. En ningún caso se atrevería a enfrentarse con él. Así que para vengarse debía tener paciencia y seguir vivo. Pero no se hacía ilusiones: si le juraba pleitesía a Aperión, éste le cortaría primero la mano derecha, luego la izquierda, después lo castraría y por último lo exhibiría por todo Mígranz en una jaula sobre un carro y proclamaría ante los mercenarios de la Horda: «¡Miradlo! ¡Este manco capón era el orgulloso Kratos!».

Aún le quedaba una opción. El secreto de Urtahitéi, la tercera aceleración, sólo lo conocían él y el Gran Maestre de Uhdanfiún. Tendría que pronunciar la fórmula, abrirse paso entre los capitanes, acabar con cuantos lanceros le salieran al paso, rezar para que nadie tuviera tiempo de clavarle una pica entre los hombros y huir. Si salía vivo, su cuerpo tendría que sobrevivir sin ayuda a los terribles efectos de aquella aceleración. Pero no había otra salida.

Cerró un instante los ojos y en un lugar dentro de su mente pronunció una serie de letras y números que jamás le había enseñado a ninguno de sus discípulos. Un latigazo relampagueó por su espina dorsal, y sus riñones sufrieron un desgarrón atroz al tiempo que bombeaban energía ciega en sus venas. Kratos abrió los ojos a un mundo que se había vuelto lento y viscoso como jalea. Uno de los capitanes ya venía hacia él levantando la espada, pesado como un carretón de heno. La mano izquierda de Kratos sujetó la vaina, la derecha tiró de la empuñadura y las piernas lo impulsaron hacia delante.
Krima
dibujó un arco en el aire y el cuello del capitán apenas fue un obstáculo en su trayectoria.

Para los demás hombres que había en la sala del consejo, Kratos se convirtió en un relámpago que la vista apenas podía seguir. La cabeza de Hreug voló más de siete metros y se estrelló contra la pared como una sandía reventada. Los que conocían la fórmula de la primera aceleración la pronunciaron, aunque alguno no tuvo ni tiempo de llegar a la última letra antes de que la hoja de
Krima
se llevara su cabeza por delante. Ghiem y Aperión entraron en Mirtahitéi; el primero reculó para que fueran otros quienes se enfrentaran a Kratos, mientras que Aperión huía por la puerta trasera. Kratos avanzó trazando giros sobre sí mismo y segando todo aquello que entraba en su radio, fueran cuellos, muñecas, cinturas o astiles de lanza. Saltó sobre la mesa, pisoteó el mapa y pasó al otro lado. Con las fuerzas que le daba la aceleración, levantó en vilo el sitial del jefe de la Horda, aunque era tan pesado que se necesitaban dos sirvientes para arrastrarlo de un lado a otro.

Al pie del torreón se hallaba el patio de armas. Era media mañana y había allí unos cien hombres, o tal vez más: guardias que vigilaban la entrada de la torre, grupos de soldados ociosos que conversaban al sol o jugaban a los dados, y otros que practicaban con las armas. De súbito sonó un estallido de cristales rotos y todas las miradas se volvieron hacia la torre. Grandes cuñas de vidrio caían hacia el suelo empedrado, mortíferas como cuchillas de verdugo. Los guardias se retiraron a toda prisa, pero a uno de ellos una hoja de cristal le seccionó la columna de parte a parte. Entre aquel caos multicolor, el sitial de madera en que Hairón había pasado revista por última vez a sus tropas cayó como una piedra, se estrelló contra el empedrado y se hizo astillas con un estrépito sordo que puso el contrapunto al agudo tintineo de los vidrios rotos.

Todos los ojos estaban clavados en la ventana del torreón. Hubo tal vez un segundo de silenciosa espera, y entonces, por el vano festoneado de agujas de cristal, apareció una figura humana. Pero en vez de caer se proyectó hacia delante como si lo impulsara una catapulta, braceando en el aire a una velocidad imposible. Cien miradas incrédulas siguieron su vuelo, que acabó a más de diez metros de la ventana, en las ramas del gran tilo que adornaba el patio de armas. Toda la copa del árbol se estremeció por el impacto. Después, aquella figura saltó al suelo y corrió alejándose de la torre, tan veloz que el aire zumbaba a su paso, y quienes se interponían en su camino se apartaron para no ser arrollados. Pasó fugaz como un bólido y desapareció por la puerta sur de la muralla interior. Sólo quedaron en el patio los murmullos asombrados de los testigos y las voces lejanas de Aperión, que rugía desde la torre.

Así huyó Kratos May de la ciudadela de Mígranz.

5

E
l viejo Burbam, a quien el consejo de Banta pagaba por vigilar de noche el embarcadero, aprovechaba su tarea para pescar barbos, lucios o lo que se terciara, y luego venderlos en el mercado. Pero no dejaba de escrutar las brumas que se levantaban del río, y cada vez que intuía una sombra su mano hurgaba en busca del machete que guardaba bajo el manto, pues los tiempos eran cada vez más peligrosos. Sin ir más lejos, hacía tres meses escasos unos bandidos de las tierras de Málart habían llegado en botes de remos, nocturnos y silenciosos, para robar mujeres y caballos y prender fuego a un par de casas. Si algo así volvía a ocurrir, Burbam no tenía intención de recurrir a la herrumbrosa hoja del machete, sino más bien a la trompa de latón con la que daría la alarma y a las piernas que, aunque varicosas, lo llevarían bien lejos del embarcadero.

Río arriba, a su derecha, le pareció ver algo que brillaba. Al principio le costó distinguirlo, porque de momento sólo había salido Shirta, la luna esmeralda, que lo teñía todo de una vaga fosforescencia. Dejó la caña a un lado, se puso en pie y escudriñó a lo lejos. No quería soplar la trompa sin estar seguro de lo que hacía, pues el consejo ya le había dejado sin paga una noche por propagar una falsa alarma, y además había sido el hazmerreír del pueblo durante varios días. Pero un par de minutos después se convenció de que esta vez no eran imaginaciones suyas. La luz se acercaba decidida, y contra ella se perfilaban dos figuras delgadas, una de ellas muy alta, que se deslizaban sobre las aguas oscuras.

Tranquilo, no hay por qué dar la alarma, le dijo una voz en su cabeza. Aunque solía hablar solo, no le dio la impresión de que aquella voz fuera la suya. Al acercarse más la luz, Burbam se percató de que las dos figuras no levitaban sobre el río, sino que venían montadas sobre una almadía de troncos. Cuando llegó junto al embarcadero, la balsa se detuvo sola. Los viajeros saltaron al muelle y la embarcación siguió su camino.

—¿Quién va? —preguntó Burbam, escondiendo la mano bajo el manto para aferrar la empuñadura del machete.

El resplandor reveló su naturaleza. Era un luznago, una especie de escarabajo luminoso casi tan grande como un gorrión que por alguna extraña industria o encantamiento se mantenía revoloteando a la altura de los recién llegados en vez de alejarse en la noche. Su luz verdosa se acercó al más alto de ellos e iluminó un rostro afilado, medio escondido por la sombra que arrojaba el ala de un ancho sombrero de viaje. El recién llegado levantó un poco la barbilla, y su único ojo taladró a Burbam.

—Sólo somos dos viajeros en busca de un lugar donde pasar la noche. No tienes nada que temer de nosotros.

Burbam no estaba de acuerdo con aquella afirmación, pues algo le decía que sí había mucho que temer en aquellos hombres, pero los dejó pasar. Los viajeros se alejaron por el embarcadero, precedidos por el obediente luznago, y Burbam escupió a la izquierda y se tocó los genitales para alejar el mal. Sin duda, allí había asuntos de hechiceros.

Linar y Mikhon Tiq caminaron en silencio por las calles del pueblo. Los postigos de las casas estaban cerrados y la única luz era la de la criatura que Linar había hechizado. Sin embargo, una racha de viento trajo un rumor de voces ahogadas por la distancia. Linar señaló con el dedo a su izquierda y se desviaron por una callejuela tortuosa. Pasado un rato, llegaron ante una casa de dos plantas de cuyas ventanas salía un resplandor ambarino. Sobre la puerta, un cartelón con una pezuña pintada rechinaba columpiado por el viento.

—La Pezuña del Jabalí,
me dijiste.

—Así es, maese Linar.

A un gesto del brujo, el luznago se alejó, libre ya para buscar hembras a las que impresionar con su vivo resplandor. Los viajeros entraron en la posada, y enseguida les azotó una vaharada de calor y de olores sofocantes. En una pared crepitaba una chimenea en cuyas llamas se asaba un jabato. También había varios braseros encendidos, porque la noche era fresca, y gruesas velas de cera en cada mesa. Mikhon Tiq aspiró y trató de separar aromas, como Yatom le había enseñado. Sudor revenido, dientes podridos, ropa mojada que empezaba a evaporar el agua, un guiso de coles pasadas. No quiso seguir distinguiéndolos.

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