—El efecto de la aceleración ha pasado —dijo Kratos-. Creo que ahora puedo disfrutar con vosotros de una cena normal, mientras me explicáis algunas cosas.
—Bajemos, pues, y alimentémonos. Mañana mismo hemos de emprender un viaje, y después... quién sabe adonde nos llevará Kartine.
A
l día siguiente, recuperado Kratos de su misteriosa consunción, prosiguieron viaje río abajo hasta llegar a Tirimnás, un puesto de caravanas situado en el cruce del Trekos con la Ruta de la Seda. En aquel lugar se encontraban Ritiones soñadores y parlanchines; Ainari estirados y celosos de su honra; bárbaros de las diversas tribus de la altiplanicie de Málart; Trisios con sus largas trenzas y sus crueles tatuajes; las orgullosas mujeres Atagairas, con sus anchos hombros y sus ojos bellos y distantes; comerciantes de Abinia con sus rizadas barbas; negros camelleros de Malabashi; viajeros del lejano sur que traían las sedas de Pashkri; incluso Australes que venían a cuestas con todas sus pertenencias, huyendo de la guerra que se libraba en su país entre el Enviado y los antiguos dioses.
Allí compraron caballos para Linar y Mikhon Tiq, un par de animales que al lado del espléndido
Amauro
se antojaban humildes pollinos. Con aquellos gastos, la bolsa que llevaba Mikhon Tiq empezaba a menguar para inquietud del muchacho, que parecía ser el único que se preocupaba por el dinero. Kratos, que había venido con la espada y con lo puesto, tuvo además que comprar una muda de ropa. Así pues, entre unos preparativos y otros se demoraron hasta el día siguiente.
Ya era media mañana cuando partieron junto con un convoy que viajaba hacia el sur. Con él bordearon el desierto de Guiños, una extensión de matojos, cascajales y tolvaneras que atacaban de improviso y llenaban los ojos y la nariz de polvo y piedrecillas diminutas. Nadie osaba adentrarse hasta su corazón, pues era bien sabido que en él habitaba la maldición de una roca humeante que envenenaba la tierra y emponzoñaba el aire; las pocas criaturas que moraban allí sufrían extrañas deformaciones y se decía que los viajeros que se aventuraban por aquellos parajes no tardaban en perder el pelo y los dientes y morían entre hemorragias imposibles de atajar.
Un par de días después llegaron a la Sierra Seca, que estiraba al sol sus afiladas crestas como un enorme lagarto descolorido. La atravesaron por el desfiladero de Agros, escenario de antiguas batallas y emboscadas. Kratos recordó con orgullo cómo los Ainari habían conseguido aniquilar al ejército del gran rey Austral, Bmorgul-T'aín, en un día glorioso.
—Eso dicen los que no lo vieron —repuso Linar.
Kratos le miró entrecerrando los ojos.
—¿Acaso tú lo presenciaste, maese Linar? Eso fue hace cientos de años.
Linar abarcó todo el desfiladero con un gesto de la mano.
—Desde la entrada norte hasta la sur había cadáveres Australes, Ainari y Ritiones, todos mezclados en una papilla de sangre y lodo, vísceras y excrementos. Aún percibo algo de aquel hedor, incrustado entre los resquicios de las piedras. No veo gloria alguna en ello. Gritos, pestilencia, miembros mutilados, cabezas cortadas...
Kratos cerró los ojos. Las palabras de Linar le habían evocado la última imagen de Shayre. Aunque trataba de recordarla como había sido en vida, joven y risueña, la visión que lo obsesionaba día y noche era la de su cráneo ensangrentado con los ojos vueltos hacia arriba. Sus dedos buscaron solos la empuñadura de su arma y la apretaron con rabia, saboreando con anticipación el regusto a hierro caliente que deja la venganza. Podría conseguir la Espada de Fuego o no, pero la venganza no se le escaparía. La
hasha
de su espada
Krima
se cobraría la cabeza de Aperión.
A media mañana las paredes de la garganta se abrieron y empezaron a aparecer algunos pinos escuálidos. Del sur les llegó una brisa que refrescó sus gargantas, ya resecas de tragar polvo. El jefe de la caravana ordenó un alto para descansar y almorzar. Linar prefirió separarse del grupo y continuaron camino los tres solos. No habrían pasado aún dos horas cuando avistaron en la lejanía una columna plateada que se elevaba hacia el cielo. Kratos, que nunca había estado en Zirna, tiró del bocado de
Amauro,
pero Mikhon Tiq le explicó que no debía temer nada, pues se trataba de Río Hirviente, el célebre geiser de aquella zona.
—Tan sólo es agua caliente que brota de la tierra.
Kratos no respondió, pero se quedó a la cola de la pequeña comitiva. Tras coronar una prolongada cuesta, doblaron un recodo del camino y el valle entero brotó ante sus ojos, una explosión de verdes, rojos y amarillos nacida como por ensalmo entre estepas y páramos. Bajo la superficie de Zirna corría una red de aguas subterráneas que habían ayudado a sus moradores a convertirla en un vergel. Mientras bajaban el declive que descendía hacia el rugiente geiser, Mikhon Tiq se dedicó a aspirar olores. ¡Aquéllos sí eran aromas! Aún no sabía cómo se llamaban, pero cada uno de ellos se le representaba tan único y diáfano que sin duda debía tener nombre.
La Ruta de la Seda se internaba entre huertas separadas por pequeños muros de mampostería. Al fondo se veía un extenso pinar, y más allá asomaban unas copas altísimas y lejanas. Kratos preguntó qué eran. Las faconias, le respondió Mikhon Tiq. «Espérate a verlas.» Un rato después, el camino descrestó una loma, y tras un pronunciado declive se encontraron entre las faconias. Sus troncos eran gruesos como casas, sus raíces mordían la tierra y formaban cuevas bajo sus rugosidades, y sus copas se perdían tan altas que las vértebras del cuello crujían de doblarlas hacia arriba.
Zirna apareció un poco más adelante, en un llano cercado por aquellos árboles que parecían gigantes primigenios. Antes de llegar a las puertas de la ciudad encontraron cientos de casas, edificadas en adobe, ladrillo o madera, pero también había otras construidas bajo las raíces de las faconias, aprovechando las oquedades naturales. No tardaron en llegar a la muralla, una construcción de unos ocho metros de altura cuyo abandono desagradó al marcial Kratos. Había viviendas adheridas al muro como mejillones a una roca, lienzos enteros a medio derruir, almenas y aspilleras cubiertas de musgos y madreselvas. En las puertas sesteaban apoyados en sus lanzas un par de guardias que los dejaron pasar con un gesto de las cejas.
—Hace tiempo que esta gente se ha olvidado de la guerra —los disculpó Mikhon Tiq.
—Sin embargo deberían estar preparados, pues la volverán a conocer. Con la guerra la pregunta no es si llegará, sino cuándo lo hará —sentenció Kratos.
Dentro de las murallas las casas eran más prósperas, y la piedra y el estuco alternaban con el adobe y la madera. Aunque aún no habían llegado a la plaza, las calles se veían sembradas de puestos y tenderetes. Lo mismo se vendía un retal de lienzo que unas tenazas de hierro, un caldero de cobre, un pincho de carne adobada, una carlanca de clavos, una fritura de pescado o arroz especiado envuelto en hoja de laurel. La ciudad se adivinaba próspera, aunque no faltaban los críos desharrapados que se acercaban a ellos para ofrecerse como guías o cuidarles los caballos por unas monedas. Pasaron bajo una casa de dos pisos; unas mujeres maquilladas con vivos colores los saludaron desde la balconada y se abrieron los vestidos para tentarlos, aunque la hora invitaba más a la mesa que al lecho.
—¡Eh, guapos! ¡Sí, vosotros, el calvito y el que va con él! —los llamaban.
Mikhon Tiq sonrió y acercó su montura a la de Kratos para darle un codazo, pero se dio cuenta de que el Ainari había agachado la cabeza y rechinaba los dientes. Algún recuerdo, pensó. Sin duda, una mujer. Tal vez el guerrero lo compartiera llegado su momento, o tal vez no, pero no sería él quien le forzara a hacerlo.
Estando tan concurridas las calles, los caballos eran más un estorbo que una ayuda. Los dejaron en una posada junto con el equipaje y pagaron una noche por adelantado. Después comieron salchichas con cerveza en un puesto callejero y buscaron la casa de los Gorión. Por lo que recordaba Mikhon Tiq, su amigo vivía en la parte oeste de la ciudad. Para llegar allí tuvieron que cruzar la plaza mayor. Entre puestos, corros de ganaderos que trataban de sus negocios, titiriteros, curiosos, fisgones y cortabolsas que andaban buscando la menor ocasión para ejercitar sus dedos, había un orador vestido con una túnica verde, que se había encaramado a unas cajas de fruta y predicaba sus soflamas a un corro de gente.
—¡Olvidaos de la norma y el orden! ¡El mundo nació del fuego y es como el fuego, lleno de violencia y poder! ¡Olvidaos de los arquitectos del pueblo, que intentan utilizaros como adobe para levantar sus obras! ¡La belleza no está en la simetría, sino en el caos!
Mikhon Tiq les explicó que era un Filósofo de la Sinrazón, la última moda intelectual en Ritión. Al salir de la plaza, las palabras del orador aún les llegaron, entretejidas con el bullicio de la multitud. Después, caminaron en silencio durante un rato. Llegaron a un sector de la ciudad más espacioso, asentado sobre unos canchales. Allí tenían sus moradas los nobles y hacendados de la ciudad, y se levantaban los templos de los Yúgaroi y la sede del Consejo.
Ya casi al límite de la ciudad, llegaron ante la casa de los Gorión. Era una mansión grande, de dos pisos y paredes enjalbegadas, y por su parte occidental se asomaba al borde de un peñasco que dominaba la muralla. Atravesaron la cancela y pasaron a un cuidado jardín. Un sendero de piedras de colores pasaba entre dos fuentes con náyades esculpidas al estilo arcaico. Un sirviente podaba unos setos de tuya, pero no reparó en ellos. Tras cruzar un pórtico de mármol veteado de rosa, se detuvieron ante la puerta. Mikhon Tiq tiró de un cordel y una campanilla sonó dentro de la casa.
Salió a recibirlos un criado que los saludó con una reverencia y les pidió que aguardaran. Se quedaron en el atrio, en el que había un perchero para colgar mantos mojados, una mesita con una jarra y varios aguamaniles, y una gran tinaja adornada con pinturas rojas. Olía a membrillo y a aceite perfumado con jazmín.
El sirviente regresó para comunicarles que el señor Gorión los esperaba en el patio. Después los guió hasta un patio porticado, en cuyo centro había un pequeño estanque. Otro criado colocaba sillas de enea alrededor de un velador de mármol. El hombre que estaba esperándolos en el centro del patio se adelantó para saludarlos. Era de mediana estatura, hombros anchos y
panza
generosa. Vestía con la cara sencillez de un Ritión acomodado: una túnica sin costuras, ceñida con un cíngulo dorado, y un manto de lana blanco con finos ribetes de púrpura.
—Bienvenidos al hogar de los Gorión, viajeros —los saludó ritualmente-. Podéis sentaros aquí, junto a la fuente, o limpiaros en los baños el polvo del camino.
En aquel momento reparó en Mikhon Tiq. Sus ojos giraron hacia la derecha, escarbando en algún recuerdo, y cuando éste apareció no debió ser del todo agradable, ya que durante un segundo torció la boca. Pero la cortesía prevaleció enseguida y se acercó sonriente a ponerle las manos sobre los hombros.
—¿No eres tú Mikhon Tiq, el amigo de mi hermano Derguín?
—El mismo, señor Kurastas.
—¡Oh, no me llames así! —se rió él, aunque se le veía complacido de recibir el tratamiento-. Sólo soy jefe de la familia porque mi padre decidió hace ya un tiempo que se merecía un descanso. Disculpadme, señores —añadió, retrocediendo y dirigiéndose a Kratos y Linar-, pero ver de nuevo a Mikhon Tiq ha sido una sorpresa. Como amigos suyos, sed dos veces bienvenidos.
Mikhon Tiq presentó a sus dos compañeros de viaje. Linar, tras agradecer la hospitalidad, le dijo a Kurastas que en tiempos había conocido a un Gorión, llamado Cuiberguín. Kurastas contestó que Cuiberguín era su padre, y que, salvando los achaques de la edad, gozaba de buena salud.
—Me alegrará saludarlo —dijo Linar-, aunque el motivo que nos trae a tu morada es ver a Derguín, tu hermano.
Kurastas torció un poco el gesto.
—¿Derguín? Está en el taller de libros. Le gusta copiarlos, como si fuera un empleado más.
Linar asintió, y dijo que él pasaría a saludar al patriarca de la familia mientras Kratos y Mikhon Tiq iban a buscar a Derguín.
Salieron de la casa acompañados por el mayordomo, un Ritión rollizo y de ojos vivarachos que los guió hacia las afueras de la ciudad por un camino sin empedrar. Cruzaron la muralla por una puerta aún más descuidada que la anterior y llegaron a una explanada a la sombra de una grandiosa faconia. Allí se levantaba un conjunto de tres edificios alargados que el mayordomo les describió como el taller de libros.
Entraron por el edificio menor, un barracón de ladrillo. Dentro, un profesor enseñaba a veinte niños los rudimentos de la escritura. Los críos, sentados en filas de taburetes, trabajaban en pizarrines de cera que apoyaban sobre las rodillas. El maestro, al verlos entrar, ordenó que se pusieran en pie, y él mismo los saludó inclinando la cabeza. «Continúa, por favor», le pidió el mayordomo.
—Como veis —explicó— tenemos una escuela junto a los talleres. La familia Gorión completa la paga del maestro. Los padres de los niños están contentos, y nosotros encontramos futuros copistas o escribanos. La mayoría de nuestros artesanos han salido de esta misma escuela.
Después pasaron al edificio aledaño. El mayordomo les explicó que en ese barracón preparaban su propio pergamino, las encuadernaciones y los ornatos exteriores de los libros. Arrugaron la nariz al pasar, pues reinaba un intenso olor a tenería. De lejos, por no ofender más sus olfatos, el mayordomo les señaló los diversos procesos: se maceraban las pieles en cal y agua para limpiarlas de pelos y grasa, se raspaban con piedra; después se tensaban aún húmedas en bastidores de madera para eliminar las arrugas y las volvían a raer.
—Tienen que quedar tan lisas y suaves como el trasero de una doncella —añadió el mayordomo, riendo su propia gracia.
El último edificio, el taller de los copistas, estaba separado de los demás por un patio de arena. Era de piedra y estaba provisto de amplios ventanales. Sentados en largas mesas y rodeados de plumas y tintas, los copistas se concentraban en escribir y dibujar como si no hubiera en el mundo nada más que el cuadernillo de pergamino en que trabajaban y el original del que copiaban.
Junto a la última ventana de la izquierda había un copista que destacaba entre los demás por su juventud, pues no podía tener más de veinte años. Mikhon Tiq se llevó el índice a los labios para indicarle al mayordomo que no dijera nada. Se acercaron sin que el muchacho reparara en ellos, tan absorto estaba en su tarea. A su izquierda, sobre un atril de madera de cerezo, se abría un grueso volumen de hojas amarillentas. El muchacho pasó una página y la recorrió en diagonal con la mirada; después empezó a copiarla sobre un pliego de pergamino en el que había apoyado un ringlero de hilos plateados para que las líneas no se torcieran. Movía el pincel con gestos precisos, económicos, y contenía el aliento, como si con él pudiera profanar su sagrada labor. De cuando en cuando se volvía a la derecha para mojar las cerdas en el tintero, pero no volvió a mirar al original que copiaba; aquel breve vistazo le había bastado para grabarlo en su memoria. La luz que se colaba por la ventana perfilaba de ámbar su rostro y congelaba su gesto de concentración. Tenía la nariz recta y ascética, pero los labios carnosos sugerían que en aquel joven erudito y espadachín había mucho de mundano.