—¡No lo permitan los dioses! —responde el veterano, poniendo los ojos en blanco.
Y entre susurros enumera los horrores que esconde el bosque: lobos salvajes, serpientes bípedas, basiliscos, cornigrifos, brujas sanguinarias, ninfas que seducen a los hombres para ahogarlos en las charcas y, sobre todo, las enormes criaturas antropófagas conocidas como coruecos.
—Pero ¿siguen existiendo los coruecos? —pregunta el novato, incrédulo, pues cree que aquellas criaturas de los cuentos de su infancia ya están extinguidas.
—¿Por qué crees que el bosque se llama así?
Corocín. El bosque de los coruecos. Un lugar lleno de tesoros para quienes quieran y sepan apreciarlos, pero peligroso para los caminantes que no conozcan sus sendas, y a menudo letal.
Cuando Shirta, la luna verde, abandonó el firmamento, la luz de su hermana Taniar tiñó de sangre el claro en el que el joven Mikhon Tiq se había detenido a descansar. El corazón le palpitaba como un tambor; poco a poco se había apoderado de él un extraño miedo. Su fuente no era otra que el propio bosque, de cuyos peligros le había advertido el maestro Yatom.
—Pero aunque sea peligroso, es imprescindible que entres en él para encontrar a mi hermano Linar. Él hará que mi Syfrõn crezca en ti, te ayudará en tu misión y, llegado el momento, te despertará a la Hermosa Luz.
—Maestro, pero tú no puedes...
—Todos podemos morir. Hasta a los antiguos dioses les llega su día. Cuando yo muera debes estar listo para recibir mi Syfrõn, pues de lo contrario la energía que encierra se escapará sin control y todo lo que haya en una legua a la redonda desaparecerá de la faz de la tierra.
Mikhon Tiq apoyó la delgada barbilla en el bastón de viaje y respiró hondo. Los sonidos de la noche (ulular de buhos, cuchicheo de ramas agitadas por el viento, chillidos de alimañas cuyo nombre no quería conocer), el aroma dulzón y húmedo de la hojarasca en descomposición, la luz carmesí de la luna: todo entretejía un velo fantasmagórico tras el que el bosque se antojaba un lugar irreal. Había que precaverse contra esa engañosa impresión, pues Corocín era tan material y tangible como los peligros que albergaba. Ante ellos, Mikhon Tiq ya no contaba con la protección de los hechizos de Yatom, pues su mentor había muerto antes del amanecer, en la espectral frontera que separa la noche del alba. Mikhon Tiq había oído que a esa hora, cuando el negro del firmamento se tiñe de gris, es cuando más almas abandonan este mundo, despedidas por los aullidos de los perros vagabundos.
Pero no era así, se corrigió. Ni el alma de Yatom ni su sede mística, su Syfrõn, habían partido. Justo antes de exhalar su último suspiro, el brujo le había agarrado de las manos. En ese instante, Mikhon Tiq sintió que un oscuro pozo se abría a sus pies. Con un grito, se precipitó en el abismo. Cayó durante una eternidad, rodeado por una pared circular que cabrilleaba con destellos y colores palpitantes. Su propio grito quedó perdido muy arriba, lejos de él. En algún momento la caída terminó y el joven se encontró en una llanura que no se distinguía del cielo. Ante sus ojos brotó una construcción imposible. Era un castillo edificado con grandes sillares de piedra gris recubierta de liquen, que se levantaba por sí solo desde sus cimientos como un monstruoso árbol de roca. Las paredes se alzaron, hilera tras hilera de sólida mampostería, y de ellas empezaron a surgir torreones, almenas, contrafuertes, poternas, baluartes, arbotantes, atrevidos pináculos que desafiaban al cielo. Cuando el castillo dejó de crecer, los mil ojos de sus ventanas se quedaron mirando a Mikhon Tiq con un resplandor rojizo. Era una obra majestuosa, casi perfecta, aunque aquí y allá quedaban pequeños vacíos, líneas que se perdían, grietas minúsculas.
«Nada queda acabado jamás, Mikhon Tiq —le susurró la voz de Yatom-. Recibe mi syfrõn y sírvete de ella para construir tu futuro.»
Después resonó un acorde tan bajo que los huesos de su pecho se estremecieron. Mikhon Tiq creyó sentir que su carne se convertía en arena esparcida por el viento. Los espacios de su ser se abrieron, se dilataron como una esponja a punto de romperse; y cuando más permeable e indefenso se sentía, una presencia ajena penetró en él. Aquella intrusión, dolorosa y a la vez sedante, duró una infinitesimal fracción de segundo, y tras ella no quedó nada.
Y ahora sabía que casi todo lo que había sido Yatom, sus recuerdos, sus proyectos, su poder, estaba encerrado dentro de él, en un minúsculo rincón de su mente que no era capaz de localizar, pero que vibraba como si dentro de su cabeza palpitara un diminuto corazón. Para abrir el túnel por el que podría entrar a ese lugar secreto debía encontrar a Linar el Tuerto, compañero de Yatom en la orden del Kalagor.
Ignoraba dónde vivía Linar. Yatom le había hablado del «corazón de Corocín», un término muy vago para una espesura de leguas y leguas. Pero, antes de expirar, el Kalagorinor le había clavado una aguja de pino en el dorso de la mano. Cuando se apartaba de la dirección correcta, la aguja se removía bajo su piel, produciéndole una dolorosa comezón que no cesaba hasta que regresaba al camino acertado.
Estaba agotado, pero no se atrevía a dormir. De niño, en su lejana ciudad de Malirie, le habían contado historias de terror sobre el bosque. Ahora tenía diecinueve años, había recibido formación militar en Uhdanfiún y se suponía que era un hombre seguro de sí mismo y dispuesto a enfrentarse a sus temores. Pero a media mañana se había encontrado con un grupo de cinco hombres que merodeaban entre los árboles buscando las preciadas setas rojas de Corocín.
—¿Qué haces aquí, muchacho? ¿Es que has perdido la cabeza?
Cuando Mikhon Tiq les explicó que buscaba a un anciano llamado Linar, le contestaron que sí, que habían oído hablar de él: el viejo tuerto, el brujo, el loco del bosque. Dudaban de que aún siguiera vivo. Uno de ellos, un hombretón con una espesa barba que se le mezclaba con la pelambre del pecho, añadió:
—Mira esto. —Le enseñó su lanza, que tenía un asta de madera de fresno de metro y medio y una moharra de hierro forjado de más de dos palmos-. Cada uno de nosotros lleva una. Si aparece un corueco, trataremos de clavárselas en la tripa, que es el único lugar de su cuerpo donde se le puede herir. Pues aun así, aunque le hinquemos cinco hierros en el cuerpo, el corueco puede matarnos a todos. Quédate con nosotros y vuelve por la tarde a nuestra aldea.
Mikhon Tiq les respondió sin dudar: seguiría solo.
—Por lo menos haznos caso: si te viene olor a sangre, ¡corre por tu vida! —le dijeron antes de irse, y como lo vieron tan flaco, le dieron de propina, además del consejo, media hogaza de pan y una gruesa salchicha de cerdo.
Cuando se despidió de aquellos hombres, se sintió orgulloso de su propio valor. Ahora, de noche, cercado por la lúgubre presencia del bosque, ese valor se había ido esfumando al tiempo que las siluetas de los árboles se desdibujaban en el crepúsculo.
—Ojalá nunca hubiera seguido a Yatom —se repetía, por el alivio de oír su propia voz-. Ahora estaría en casa de mis padres, viendo el reflejo de Taniar en el océano...
Se perdió por un instante en la ensoñación. Malirie, su ciudad, era uno de los lugares más hermosos de Tramórea, y allí la vida era fácil y cálida. Ahora, sin embargo, estaba aterido. A través de la capa, la corteza del olmo, húmeda y rugosa, se clavaba en su espalda. No se atrevía a encender una lumbre porque, según se decía, las llamas, lejos de asustar a los coruecos, los atraían. Era mejor seguir moviéndose. Se puso en pie y giró sobre los talones, hasta que la aguja de pino dejó de escarbar bajo su piel. Tanteó con el bastón delante de sí y se puso de nuevo en camino.
Más tarde, en algún momento, advirtió que el cabello de la nuca se le había erizado, y al cabo de unos segundos se dio cuenta de cuál era la razón: allí había alguien.
O
algo.
Se agazapó tras el tronco de un roble. Pero ignoraba de dónde provenía la amenaza. Tal vez el peligro se ocultara justo a su espalda. Se giró, asustado de su propia idea, y blandió el bastón. El corazón se le había desbocado y estaba resollando como un fuelle. A buen seguro, cualquier criatura que se hallase a menos de quinientos pasos podía oírlo. Recordó su adiestramiento militar, clavó una rodilla en el suelo y permaneció inmóvil.
Debéis ser vosotros quienes acechéis, les decía su instructor de supervivencia. Si pensáis que sois la presa, entonces os convertiréis en la presa, y estaréis perdidos.
No había elegido un buen lugar para detenerse. Se hallaba en una hondonada cubierta de helechos y rodeada de maleza, donde no podría ver a un atacante hasta que fuese demasiado tarde. Y si lo veía, y era un corueco, ¿qué podía hacer? Mejor no pensar en ello. Se concentró y poco a poco logró aquietar sus pulsaciones.
Cuando se incorporaba, dispuesto a seguir, descubrió un nuevo olor, fétido y metálico, como el de las fauces de una gran bestia carnicera. Recordó el consejo de los buscadores de setas: si te viene olor a sangre, ¡corre! Se levantó y huyó de aquel hedor. Huyó sin rumbo, sin plan, buscando tan sólo un sendero abierto entre la vegetación que sembraba de trampas su camino. Tropezó con una raíz aérea y cayó de bruces sobre una tierra húmeda y fría. Fue entonces cuando oyó un bramido, a medias grito humano y a medias rugido de fiera. Venía de su espalda; su instinto le había hecho huir en la dirección correcta. Se incorporó y volvió a correr. Las ramas azotaban su rostro. Algo punzante le hirió en la ceja. Su propia sangre le goteó cálida junto al ojo. Otro bramido, más furioso y cercano que el anterior; se decía que a los coruecos los excitaba el olor de las heridas. ¿Era un corueco? Por el estrépito que levantaba en su carrera, aquella criatura era tan pesada como un jabalí, tal vez como un oso.
La espesura se abrió sin previo aviso y Mikhon Tiq se encontró con un talud que bajaba hacia un riachuelo. El suelo era resbaladizo; perdió pie y cayó rodando. Se golpeó en el codo derecho con un canto y se pilló los dedos entre el bastón y una piedra, y el agua estaba helada, pero apenas reparó en ello. Trató de levantarse y volvió a resbalar. Se giró hacia la orilla, donde una forma grande y oscura acababa de surgir de entre los árboles. A la luz roja de Taniar, Mikhon Tiq distinguió el enorme y abombado tórax, los brazos largos, las piernas cortas y musculosas, la cresta de hueso que coronaba la cabeza y, sobre todo, los ojos amarillos como dos malignas luciérnagas.
La criatura bajó hacia el arroyo, apoyándose en sus largos brazos. Mikhon Tiq miró a los lados, incapaz de decidir si debía huir corriente abajo o corriente arriba. La mirada fosforescente del corueco lo tenía hipnotizado. Se había convertido en una presa.
El corueco metió un pie en el agua. Estaba a menos de dos metros de Mikhon Tiq, tan cerca que su aliento sanguinolento le revolvía el estómago. Por fin, el joven reaccionó y, con las fuerzas que sacó de su miedo, descargó el bastón contra la cabeza del corueco. La bestia se cubrió con el brazo a una velocidad impensable en una criatura tan grande. El bastón topó con hueso, y Mikhon Tiq sintió como si hubiera golpeado contra un mojón de granito. Todo el daño proyectado en aquel golpe lo recibió él en sus muñecas y sus dedos, que se abrieron sin fuerzas y dejaron caer el bastón.
Cerró los ojos, agachó la cabeza y esperó a la oscuridad final.
Pero el golpe no llegaba.
El corueco gorgoteó. Mikhon Tiq aventuró una mirada. La bestia había retrocedido un paso y tenía los ojos amarillos fijos en algo nuevo. Una luz azulada se reflejaba en las escamas de su tórax. Mikhon Tiq se volvió. A unos pasos, suspendida sobre la superficie del riachuelo, flotaba una figura envuelta en un aura luminosa. Era un hombre alto, vestido con una larga capa sobre la que caía una trenza blanca. Sus pies descalzos estaban posados sobre el agua, pero no se hundían en ella, como si fuera una visión fantasmagórica, un fuego fatuo de escala humana. El corueco gruñó, frustrado, y agitó los brazos en una bravata, pero no se atrevió a dar un paso más. Poco a poco, Mikhon Tiq retrocedió hacia el centro de la corriente, apartándose de la bestia.
—Tranquilo —dijo una voz pausada y suave-. Ya no tienes nada que temer de esa criatura.
Mikhon Tiq se volvió de nuevo hacia la espectral figura, y en aquel momento sintió una punzada en la mano. Cuando se miró, tenía en el dorso una pequeña herida que apenas sangraba. La aguja de pino había salido por sí sola.
—Esta noche el corueco habrá de buscarse otra presa.
Mikhon Tiq miró hacia la orilla. La bestia había subido por ella y ya se internaba en la espesura. Su fetidez aún persistía cuando desapareció de la vista.
Mikhon Tiq se volvió de nuevo hacia el extraño. Su fulgor fantasmal había desaparecido y ya no flotaba sobre el agua. Aún así, hundido hasta las rodillas, le sacaba a Mikhon Tiq casi una cabeza. A la luz de Taniar sus rasgos se adivinaban agudos y largos, como cincelados en la roca de una cueva. Tenía el ojo derecho tapado por un parche oscuro y llevaba un bastón alrededor del cual se enroscaba una serpiente tallada.
—Te debo la vida.
—Ese es un privilegio propio de tus padres, y no me gustaría arrebatárselo —contestó el extraño, y se volvió dispuesto a alejarse.
—¿Adonde vas?
El hombre se volvió a medias y señaló a un punto indeterminado con su caduceo.
—Hacia allí. Lo mismo que tú.
—¿Cómo sabes adonde voy yo?
—Si eres una persona inteligente me seguirás.
Mikhon Tiq consideró aquello una invitación y echó a andar detrás de su salvador.
—¿Puedo preguntarte tu nombre? —aventuró.
—¿Puedes?
—¿Te llamas Linar?
El hombre se paró en seco y miró a Mikhon Tiq. Su ojo parecía brillar en la oscuridad.
—¿Cómo sabes mi nombre? Nadie lo ha pronunciado desde hace mucho tiempo.
—Me lo dijo un hombre al que tú conocías —se explicó Mikhon Tiq, satisfecho por haber despertado el interés del extraño-. Yatom.
El llamado Linar le clavó su único ojo. El muchacho se sintió intimidado, pero no apartó la vista.
—Eso debes explicármelo —dijo el mago-. Pero no antes de que lleguemos a mi morada.
Mientras caminaba detrás de Linar, Mikhon Tiq se dio cuenta de lo fatigado que estaba. Ahora que todo miedo había desaparecido, su cuerpo quería relajarse y dejarse caer en el suelo, pero aún no había llegado el momento de hacerlo. Aguantad un poco más, les dijo a sus piernas, y pronto descansaréis. Aunque la presencia del mago lo intimidaba, algo muy hondo le decía que podía confiar en él y que ya no había nada que temer.