La Espada de Fuego (2 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

Kratos soltó un bufido y, con un ademán teatral, se arremangó el brazo y acercó la mano derecha a la empuñadura de
Krima,
su espada. Todos vieron el brazalete de oro cruzado por nueve estrías rojas. Kratos era, junto con Hairón, el único Tahedorán del noveno grado que se sentaba a aquella mesa. Nunca presumía de ello...

...excepto si tenía que hacerse valer ante Aperión.

—Reserva ese tono para aquel con quien lo puedas defender —respondió, rechinando los dientes.

Hairón extendió una mano para apaciguar a sus capitanes. Aperión sólo poseía ocho marcas de maestría; pero había conquistado tanto ascendiente entre los hombres de la Horda que Hairón no había tenido más remedio que nombrarlo su primer oficial. Aperión era impetuoso y acostumbraba arrollar a los demás como una carga de caballería, pero bajo sus arrebatos de cólera y sus rugidos se agazapaba un corazón sin alma. Los demás sabían que era el típico hombre al que si se ataca con las manos, contestará con una piedra; si se le ataca con una piedra, desenvainará la espada, y si se desenvaina la espada, usará el veneno, el fuego, la traición o lo que sea menester. Con ese tipo de hombres sólo cabe matarlos, decapitarlos, arrojar el cuerpo a un río y la cabeza a un cenagal y rezar a los dioses para que no regresen del inframundo en busca de venganza.

La discusión entre los oficiales se prolongó como un zumbido de moscas. Por fin, pese a las objeciones de Kratos, decidieron enviar mil hombres a aquella empresa. Cuando llegó el momento de nombrar a los capitanes que los mandarían, Hairón se volvió a su lugarteniente.

—Veo que estás sediento de acción, Aperión. Puesto que has defendido con tanto interés esta campaña, debes dirigirla tú.

Aperión miró a su jefe entrecerrando los ojos, que eran fríos y duros como cuentas de cristal, y se acarició la barba.

—Es un honor que confíes en mí,
tah
Hairón.

—Confío en ti,
tah
Aperión.

—Pero siempre me es doloroso apartarme de tu lado. Seguro que otro capitán, como Kratos...

—Insisto en que confío en ti. Sé que obrarás a la perfección y traerás gloria y oro para nuestra casa común.

A regañadientes, Aperión bajó la mirada. Hairón, que no acostumbraba repetir las órdenes, empezaba a hartarse de que Aperión pusiera a prueba su autoridad. Era un buen momento para alejarlo de Mígranz y convertir a Kratos en su hombre de confianza. Cuando Aperión volviese, tendría que aceptar los hechos consumados. Por muy peligroso que fuese, ay de él si no obedecía de buen grado al Zemalnit.

Durante el día, Hairón creyó mejorar y no le confió sus molestias a nadie. Pero a la mañana siguiente se levantó peor. Al asomarse a la ventana del torreón le pareció que el patio de armas ondulaba como si el empedrado fuera un mar de orugas. El estómago se le vino a la boca y vomitó sobre el alféizar. Volvió a la cama tambaleándose contra las paredes y se desplomó.

Nalobas, el médico, examinó los vómitos con gesto crítico, los olisqueó, incluso los cató con el índice como le había enseñado su maestro, y dictaminó una misteriosa fiebre producida por el enrarecimiento del aire. En verdad, la frente de Hairón ardía, sudaba de pies a cabeza y su cuerpo se estremecía con violentos temblores. Nalobas le mandó reposo y para refrescarlo ordenó a las esclavas que humedecieran paños en agua de la montaña. También le obligó a comer un puré de verduras y pollo deshuesado, por más que el paciente protestó.

—Esto es fácil de digerir y te asentará el estómago.

Por la noche, Hairón no dejó de delirar, y en su duermevela creyó enfrentarse de nuevo con el Rey Gris, el hechicero que gobernaba a los Inhumanos y al que había derrotado gracias a la Espada de Fuego. Nalobas se desvivió por atenderlo hasta el amanecer; al menos, así lo comentaron admirados los sirvientes del torreón.

A la mañana siguiente, Hairón recobró la lucidez, pero la fiebre no remitió. Tenía la lengua hinchada como un trapo viejo. Se bebió media jarra de agua sin tomar aliento, con tal ansiedad que por las comisuras de la boca le chorreaba el líquido que su garganta inflamada se negaba a admitir. Después Nalobas le presentó otro plato de puré.

—No, por Himíe. Apenas puedo tragar. No quiero vomitar otra vez.

—Debes hacer caso a Nalobas —le recomendó Aperión, tieso como un estandarte a los pies de la cama-. Cuando uno está enfermo es como un niño pequeño, y ha de obedecer los consejos de su médico.

Hairón meneó la cabeza, pero tanto insistieron Aperión y Nalobas que se comió la mitad del plato. Después hizo una seña con la cabeza para que lo dejaran solo. Aperión se resistió.

—No te necesito ahora. Sal —repitió Hairón.

Aperión le mantuvo la mirada unos segundos de más. Después, inclinó la cabeza y salió con un bufido. Cuando por fin lo dejaron solo, Hairón hizo llamar a Kratos.

—Aquí estoy, señor.

Hairón se sobresaltó. Sin darse cuenta, había vuelto a caer en el duermevela. Por un momento creyó ver la barba gris de Aperión y sintió enojo y también miedo. Pero la barba se esfumó y en su lugar reconoció el cráneo afeitado y el rostro de ojos rasgados y labios finos de Kratos, y también las tres cicatrices que le habían dejado en el cuello las garras de un corueco. Se sintió seguro. Kratos era un hombre que sostenía la mirada el tiempo necesario, sin hurtar los ojos ni desafiar con ellos, pues no tenía nada que demostrar. Como maestro de la espada, sabía sacar lo mejor de sus discípulos sin desgañitarse a gritos ni darse ínfulas como hacían otros Tahedoranes. Podría ser un magnífico Zemalnit.

—Acércate. No puedo hablar muy alto.

Kratos avanzó un par de pasos, pero se detuvo a cierta distancia de la cama. Hairón se dio cuenta de que, a sabiendas o no, su oficial procuraba no acercarse demasiado. Ya debía de notarse en su rostro la máscara de la muerte, esa palidez cerosa y translúcida que repugna a quienes aún tienen los dos pies en el reino de los vivos.

—Esto no va bien, Kratos.

—Señor, llevas tan sólo dos días así. No hay por qué alarmarse.

Hairón se miró las manos. En dos días no podían haber cambiado tanto, y sin embargo ya no veía ante él las manos de un guerrero, sino las de un enfermo, sin color ni sustancia, la piel fina y quebradiza como un papiro viejo.

—Abre el arcón.

Todo el mundo sabía cuál era
el
arcón. Se hallaba a la derecha de la cama, en la pared más apartada de la ventana. Tallado en madera nudosa y ennegrecida, apenas llamaba la atención, pero guardaba el objeto más valioso de Tramórea. No tenía cerrojo ni candado. No era necesario.

Kratos levantó la tapa y extrajo del arcón una espada enfundada. Tomándola por la vaina, se la tendió a Hairón con cuidado de no rozar la empuñadura. Hairón tomó la espada y, con veneración, la sacó de la negra vaina. Kratos retrocedió dos pasos. Aunque la ventana estaba cubierta por una pesada cortina de fieltro, la estancia se llenó de luz. La hoja despedía un brillo que a primera vista se antojaba cegador, y sin embargo se la podía mirar de frente sin quedar deslumbrado. En verdad, resultaba difícil fijar la vista en otra cosa. Alrededor de su filo las imágenes rielaban, y el aire se impregnaba de un olor picante y vibraba con un zumbido sordo y distante que se percibía en los huesos del pecho.

Zemal,
la Espada de Fuego, era el arma más poderosa que jamás había existido. En muchas ocasiones había luchado para el bien y en otras tantas para el mal; todo dependía del punto de vista de los cronistas que narraran sus hazañas. No había hoja, escudo o armadura que pudiese resistirse a ella, pues uno solo de sus golpes podía rebanar una columna de mármol. Se decía que, cuando rompió el asedio de Ghim, el propio Hairón había ejecutado una maniobra de giro con la que partió por la mitad los cuerpos de ocho Inhumanos que lo rodeaban.

Pero no era ésa la clave de su fuerza. El poder de
Zemal
se fundaba en algo intangible: el prestigio. Cuando un brazo enarbolaba la Espada de Fuego, no había guerrero que no la siguiera al mismísimo infierno.

Hairón sintió cómo la energía del arma cosquilleaba por su brazo. Suspiró. Aquella fuerza que no era suya venía de fuera y no podía regalarle la vida. Yo tenía planes, se dijo. Si hay algo que uno se lleva al otro mundo son planes, miles de ellos.

Hairón reparó en el rostro de Kratos, que ondulaba borroso a ambos lados del filo. Los ojos del capitán delataban su admiración por el arma forjada por Tarimán, pero no brillaban con la húmeda codicia que traicionaba a Aperión. Qué bien estaría
Zemal
en manos de aquel hombre. Pero, por suerte o por desgracia, la Espada de Fuego tenía su propia voluntad y acabaría eligiendo a su dueño, como siempre había sucedido.

Hairón besó el pomo de la espada, la enfundó y volvió a dársela a Kratos.

—Guárdala. Pronto tendrá otro señor.

Kratos lo miró con un nudo en la garganta. Acababa de ver algo que no debe tener testigos: cómo un hombre se despide de su amante.

A mediodía Hairón volvió a vomitar y esta vez expulsó sangre, unos cuajarones negros y hediondos que hicieron menear la cabeza al médico. Mientras el jefe de la Horda se retorcía y mordía la manta, Nalobas se reunió con Aperión y los demás capitanes y les comunicó que el mal era más grave de lo que se había imaginado.

—¿Qué tiene? ¿Qué tiene nuestro jefe? —le preguntaron los capitanes, angustiados.

—Sospecho que algún tumor oculto —respondió el médico-. Ese tipo de mal dormita un tiempo y de pronto despierta para devorar las entrañas de su huésped. He visto casos similares, aunque ninguno se manifestó con tanta rapidez como éste.

Por aquel entonces, el rumor se había propagado entre los hombres de la Horda. Por todo Mígranz, aquel nido de águilas tallado en la roca viva, había corrillos, cabezas agachadas, susurros, manos que se elevaban al cielo y ofrecían votos a dioses, espíritus y númenes por la salud de Hairón. Pues los mercenarios de la Horda Roja sabían que sin el Zemalnit ya no serían un ejército tan poderoso, que tal vez incluso dejarían de existir. Nadie garantizaba que la Espada de Fuego volvería a caer en manos de uno de sus capitanes, aunque muchos de ellos fueran maestros mayores. Había muchos más Tahedoranes en los demás reinos de Tramórea; cualquiera de ellos podía estar destinado a conquistar el arma de los dioses.

A media tarde los heraldos informaron de la enfermedad del general. Se convocó a todos los hombres a formar en el patio de armas. Allí, a la puerta del torreón, estaba dispuesto el sitial de Hairón. Incorporado con unos cojines, sujeto al respaldo con correas y sedado con una poción, el jefe de la Horda Roja pasó su última revista. Los siete mil soldados desfilaron ante él, incrédulos. ¿Era aquel hombre pálido y sudoroso, de ojos hundidos, el mismo al que habían visto cabalgar como un mozo tan sólo tres días atrás?

Nunca un silencio tal había reinado en el patio de armas de Mígranz.

La última noche de Hairón fue espantosa. Por más que Nalobas le administraba pócimas calmantes, el jefe de la Horda se retorcía agarrándose el estómago y el vientre y se quejaba a gritos de que las entrañas se le estaban pudriendo. Los diez capitanes lo velaron toda la noche, y cuando Hairón expiró con las primeras luces del alba todos respiraron aliviados.

Nalobas se acercó al cadáver para cerrarle los ojos, pero Aperión lo aferró por la muñeca con sus dedos de hierro.

—Déjame a mí.

Y casi con delicadeza le cerró los párpados. Kratos descorrió la cortina y abrió los postigos. Aunque en un pebetero ardían sándalo y madera de cedro, el hedor era tan penetrante como si el cadáver llevara días corrompiéndose al sol.

—¿Qué haremos? —preguntó el más joven de los capitanes.

—¡Yo sé lo que haré ahora! —exclamó otro oficial, Pianmos de Malabashi, y se abalanzó sobre el arcón de la Espada.

—¡Detente, insensato! —le advirtieron los demás.

Pero Pianmos abrió el baúl, empuñó la Espada de Fuego y la blandió sobre su cabeza con un grito de triunfo. Incluso unos minutos después, ninguno de los presentes supo ponerse de acuerdo sobre lo que había ocurrido: un fulgor, un restallido, una llamarada espontánea, acaso un rayo que entró por la ventana. Cuando se destaparon los oídos y volvieron a mirar, Pianmos yacía en el suelo, con las manos y el rostro abrasados, y de su cuerpo subían volutas de humo.
Zemal,
aún envainada, descansaba sobre la alfombra púrpura que rodeaba el lecho.

En ese momento las pesadas jambas de la puerta se abrieron. Todas las miradas se volvieron hacia ella. Había tres hombres en el umbral que traían pegado a sus negros mantos el frío estremecimiento del alba. Los tres parecían uno y el mismo: flacos, las cabezas afeitadas y venosas, las manos apoyadas en báculos que prolongaban sus dedos sarmentosos, los pies descalzos y encallecidos.

—Son los Pinakles... —susurraron entre sí los capitanes.

Aunque nunca los habían visto, todos sabían que eran los sacerdotes encargados de custodiar a
Zemal
a la muerte de sus dueños. Se decía que moraban en algún lugar de Áinar, a más de diez jornadas de camino. ¿Cómo habían podido aparecer allí en el momento justo? ¿Acaso Kartine, la diosa del destino, les había revelado el instante preciso de la muerte de Hairón incluso antes de que enfermara?

—Vemos que alguien ha intentado profanar a
Zemal
—dijo uno de ellos, con voz de esmeril.

—Nadie puede tomar la Espada de Fuego si no es de su sitio legítimo —prosiguió el segundo.

—Y ese sitio legítimo sólo lo revelaremos en el templo de Tarimán, en Koras, el día primero del mes de Kamaldanil —terminó el tercero.

El primero de los Pinakles se arrodilló, cogió la Espada de Fuego por la vaina y la guardó debajo de su manto. Después, los tres Pinakles volvieron la espalda a los capitanes de la Horda Roja y se marcharon por donde habían venido sin que nadie se lo impidiera.

Aperión, Kratos, Ghiem y Siharmas, los cuatro maestros mayores, se miraron. Acababa de quedar abierto un nuevo certamen por la Espada de Fuego. Tan sólo quedaba un mes y medio para el primero de Kamaldanil. ¿Cuál de ellos o de los demás Tahedoranes de Tramórea sería el elegido?

Aquella noche las furias del cielo desataron una tormenta, como si quisieran contribuir con su espectral homenaje a los funerales de Hairón. Al pie del torreón, bajo el aguacero, la guardia de honor velaba junto al ataúd. Cubierto por una tapa de cristal, el jefe de la Horda abrazaba la vieja espada de acero con la que había ganado en su juventud los siete grados de maestría. Sobre él y los hachones encendidos que lo iluminaban se había tendido una carpa de lona. El agua, tozuda, formaba bolsas en ella, y de cuando en cuando alguien golpeaba el dosel con la contera de la lanza para vaciarlas. Bajo los relámpagos, los soldados pasaban ante su caudillo muerto, inclinaban la cabeza en señal de respeto y volvían a retirarse sin saber muy bien qué hacer.

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