La Espada de Fuego (3 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

Las tabernas de Mígranz no cerraron hasta el amanecer, y el vino, el hidromiel y la cerveza compitieron con la lluvia. Había dolor, preocupación por el futuro y también curiosidad, y todo aquello excitaba la sed de los hombres. Se recordaban las hazañas del pasado: aquellos que estuvieron más cerca de Hairón o compartieron con él guardias, pernoctadas a la intemperie, o incluso alguna herida, lo recordaban con el orgullo de convertirse en protagonistas por unos segundos. También hacían cábalas sobre el futuro y calculaban si
Zemal
volvería a sus manos. Porque era opinión general que, sin el arma forjada por el dios Tarimán, el porvenir de la Horda no se veía nada claro. «Togul Barok, el Príncipe de Áinar», susurraban muchos, temerosos de que aquel personaje formidable y un poco legendario les arrebatara lo que tanta falta les hacía a ellos para mantener su prestigio.

Pasados los tres días de funerales y juegos en honor del difunto, el cuerpo de Hairón fue incinerado en una pira alimentada por ramas de encina y fresno y sarmientos de vid. Los huesos aún humeantes fueron guardados en una urna blanca, y ésta enterrada en un túmulo al sur de Mígranz, fuera de los muros, para que la impureza de la muerte no contagiase a los vivos y para que su espíritu, si se empeñaba en seguir en este mundo, no molestara más que a ovejas y pastores.

Al cuarto día tras la muerte de Hairón, Aperión convocó la asamblea de guerreros. Los hombres de la Horda se apiñaron en el gran patio de armas. Los carpinteros habían armado el viejo estrado de madera que se utilizaba para tales menesteres y a su pie los capitanes esperaban con tanta curiosidad como el resto de los hombres. El frío viento del norte hacía ondear la capa púrpura de Aperión, cuya orgullosa barba se veía mutilada por los mechones que se había arrancado sobre el túmulo de Hairón.

—¡Guerreros! —exclamó, y aquella palabra llegó a todos los rincones. Algunos comentaron que su voz era incluso más potente y clara que la del difunto Hairón. Tal vez fuese verdad; pero por si acaso, a aquellos hombres los había repartido él mismo entre la multitud después de pagarles para que pregonaran sus glorias-. ¡Guerreros! —repitió-. ¡No es necesario que os recuerde qué gran hombre, qué gran general, qué gran héroe nos ha dejado! Cualquiera de vosotros podría hablar de esa pérdida con palabras mejores que las mías.

Se levantaron murmullos de aprobación. Aperión, contradiciendo sus propias palabras, se extendió en un largo elogio de las virtudes de Hairón. Pero los capitanes empezaron a cruzar miradas al percatarse de que en ese encomio el propio Aperión ocupaba cada vez un lugar más importante, como si nadie más en el mundo hubiera compartido la tienda de Hairón, sus vigilias y heridas, sus planes y consejos.

—Os estáis preguntando: ¿qué va a ser de nosotros? ¿Seguiremos siendo aquel orgulloso ejército que creó nuestro jefe, o nos dispersaremos convertidos en harapientas bandas de mercenarios para pelear por una mísera escudilla de lentejas?

Se alzaron gritos de «¡No!», y «¡Eso nunca!». Aperión los acalló con la mano y prosiguió.

—¡Necesitamos la Espada de Fuego! ¡Sólo con ella podremos mantener el prestigio que Hairón nos hizo ganar!

—¡Sí, sí,
Zemal!
¡La Espada de Fuego! —gritó la asamblea.

—¡Pero debemos estar unidos para conseguirla! —Aperión señaló con un gesto dramático a los capitanes, al pie del estrado-. Hay aquí debajo tres grandes maestros que legítimamente pueden aspirar al arma que forjó Tarimán. Pero yo digo: ¿debemos competir entre nosotros, y correr el peligro de que algún otro rival se apodere de
Zemal,
o unir nuestras fuerzas para el bien común de la Horda Roja?

—¡De ninguna manera! ¡Hay que estar unidos! —clamaron los guerreros.

Ghiem, un mestizo de sangre Ainari y Trisia que lucía en su brazalete ocho marcas de maestría, se volvió hacia Kratos y susurró:

—Nos la está jugando. No deberíamos haber dejado que hablara en público.

Kratos se limitó a fruncir las cejas. Aperión no era ningún maestro de la retórica, pero había sabido tomar la iniciativa y ahora manejaba a su antojo las pasiones de la asamblea.

—¡En vuestras manos está, guerreros, decidir cuál de nosotros debe ser el candidato único de la Horda Roja para luchar por la Espada de Fuego! ¡Yo juro, como sin duda hará el resto de mis compañeros, que apoyaré hasta la muerte a aquel que vosotros elijáis y sacrificaré mis propias ambiciones por él! ¡Pero debe ser vuestra voz la que mande!

A nadie le sorprendió escuchar el mandato unánime de la asamblea, un rugido que se elevó como una ola: «¡Aperión, Aperión Zemalnit!». Las miradas se volvieron hacia los capitanes y, entre ellos, a los tres Tahedoranes que podían disputarle la Espada de Fuego a Aperión. Ghiem olisqueó de dónde venía el viento y se sumó a los gritos de la multitud. Siharmas se quedó mirando a su amigo Kratos. Éste ocultó las manos en las mangas y agachó la cabeza. Siharmas lo imitó. El gesto era ambiguo, pero entre los soldados corrió la interpretación de que ambos maestros acataban la decisión de la asamblea de guerreros, aunque no la compartieran. Aquello bastó, por el momento.

Delante del espejo de latón, mientras se pasaba la cuchilla por las sienes, Kratos advirtió que las bolsas de sus párpados se veían más hinchadas que otros días. Llenó el pecho de aire e irguió los hombros, y observó complacido cómo las fibras de sus músculos cabrilleaban inquietas. Aún se sentía lleno de vigor. En la sala de adiestramiento tocaba los petos de los demás cada vez que quería y hacía hincar la rodilla a todos menos a Aperión, porque éste jamás se arriesgaba a medir su acero con él. Pero aquellas bolsas, las arrugas en las comisuras de los ojos y el hombro derecho, que por las mañanas rechinaba como una puerta vieja, le canturreaban al oído una tristona monserga. Tus días de plenitud se agotan como hojas en otoño. Pronto te quedarás pelado como un álamo bajo la lluvia. Y lo cierto era que cuando en el Tahedo pronunciaba la fórmula de la Mirtahitéi, la segunda aceleración, su cuerpo tardaba horas en recobrarse del esfuerzo. En cuanto a la tercera... No se atrevería a invocarla a no ser que le fuese la vida en ello.

Tiempo, todo era cuestión de tiempo: tiempo que pasa, tiempo que se desliza, tiempo que no llega a tiempo...

¿Debía dejar pasar su oportunidad de conseguir la Espada de Fuego? Según la norma ancestral tenía derecho a presentarse ante los Pinakles, pues su antebrazo derecho ostentaba el brazalete de oro con las nueve marcas que lo convertían en uno de los mayores Tahedoranes de Tramórea. Pero Aperión había dejado bien claro que no dejaría salir de Mígranz a ninguno de los tres maestros mayores que le podían disputar la posesión de
Zemal
Antes deberían jurarle en público vasallaje y fidelidad. Ghiem lo había hecho fingiendo entusiasmo. Siharmas se resistía, pero ya le había confesado a Kratos que lo estaban agobiando y que tal vez acabaría por ceder. Todas las miradas estaban fijas en el propio Kratos. Cuánto tardaría en rendirse y jurar, ésa era la cuestión.

Le llamó la atención un movimiento en el espejo. En él se reflejaba el lecho; Shayre, su concubina, ya estaba despierta y se había sentado con la espalda recostada contra un almohadón y la manta cubriéndole apenas los pechos. Solía protestar por la luz cuando Kratos abría los postigos de las ventanas para afeitarse, pues era de natural indolente y le gustaba dormir hasta bien entrada la mañana. Pero ahora tenía los ojos muy abiertos y lo miraba atenta.

—¿Necesita el guerrero que su humilde sierva le afeite la nuca?

Kratos sonrió. Shayre podía ser cualquier cosa menos humilde, pero le gustaba su ronroneo juguetón.

—Llevo muchos años haciéndolo solo. Prefiero cortarme yo a que me corte nadie más.

—¿Cuándo confiarás en mí?

—Confío a ciegas en ti, mi hermosa dama, pero no tanto en tu pulso.

—Esta noche no has parado de dar vueltas en la cama. ¿Qué te preocupa?

Era típico de Shayre cambiar bruscamente de tema. Kratos se volvió para verla mejor. Le pareció tan deseable como siempre, con el cabello negro y brillante, los ojos de almendra, aquellos labios carnosos que parecían otro rostro dentro de su rostro y todo lo demás que la manta ocultaba. Aún era joven y cuando se despertaba no había bolsas bajo sus párpados, y olía a pan horneado en vez de a leche agria.

—Lo siento si no te he dejado dormir bien.

—Es por Aperión, ¿verdad?

—¿Por qué habría de preocuparme Aperión? Ahora es el jefe de la Horda, como lo fue Hairón y como más tarde lo será otro. Le debo disciplina, pero no la vida. Yo soy un guerrero libre.

—No me gusta cómo me mira.

—¿Qué quieres decir?

Ella se desperezó, estirando los brazos. Después apartó la manta, se levantó tapada tan sólo con su propio cabello, que le caía hasta la cintura, y se acercó a Kratos como si caminara de puntillas sobre un alambre.

—Ya sabes que sólo soy tuya —le dijo, rodeándole el cuello con los brazos y dándole un beso fugaz. Después se apartó un paso-. Pero ese hombre mira como una fiera. Cuando me clava los ojos, siento que querría destrozarme con los dientes, y es porque estoy contigo. Te odia.

Kratos se volvió para seguir afeitándose. Mientras, Shayre le recorría los hombros con las uñas, jugueteando con la cicatriz que le habían dejado las zarpas del corueco y que le corría desde la oreja hasta el extremo de la clavícula. Volvió a cambiar de tema, como una veleta que en el fondo sabe hacia dónde quiere acabar apuntando.

—¿Sabes lo que se dice por ahí? Nalobas, el médico de Hairón, ha desaparecido.

—No tenía idea.

—Alguien me contó que lo vieron salir por la puerta de Áinar hace dos noches. Llevaba una mula muy cargada y las alforjas tintineaban. Parece que tenía mucha prisa por marcharse de Mígranz.

—¿Qué insinúas? —preguntó Kratos, volviéndose hacia ella.

—Hay quien piensa que el médico tuvo algo que ver con la muerte de Hairón...

—¿Qué ganaría Nalobas con matar a Hairón?

—Él, dinero. La persona que le pagó... Hay alguien que ya ha salido beneficiado.

—No digas ningún nombre.

Shayre volvió a besarle, pero esta vez se demoró más. Kratos volvió a agradecer a los dioses que la cintura de su concubina fuera tan tibia y estrecha, y su boca tan jugosa.

—Kratos —susurró ella, apartándose y mirándolo con aquellas pupilas tan negras y redondas-. Debes huir de Mígranz. Él te odia, y no se detendrá hasta destruirte.

—¿Por qué ha de odiarme?

—Lo sabes muy bien. Eres mejor que él. Aunque le juraras fidelidad y no compitieras con él por la Espada, le bastaría mirarte para recordar que es inferior. Se ha atrevido a matar a Hairón. ¿Crees que dudará en matarte a ti? ¡Huye!

Kratos sonrió con tristeza.

—¿Y dejarte aquí? ¿Te buscarás otro capitán que te haga hermosos regalos?

Ella le clavó las uñas en la espalda.

—Debes tratarme como a una mujer decente...

—¿Desde cuándo lo has sido, mi princesa?

—Desde que estoy contigo ningún otro hombre me ha puesto un dedo encima.

—Perdóname, yo...

—¡Chsss! Voy a pedirte una cosa.

—Lo que tú quieras.

—Quiero que me lleves contigo.

—No sabes lo que dices.

Ella le tapó la boca.

—No me he vuelto loca. —Sonrió zalamera-. Eres un gran guerrero y no tardarás en encontrar otro señor a quien servir. Volverás a ganar oro y a ofrecerme hermosos regalos... Tendré paciencia.

No era el momento para decir nada más. Kratos la tomó por la cintura, dispuesto a echársela al hombro, llevarla hasta la cama y dejar que sus cuerpos terminaran de despertar juntos. Pero entonces el gesto de la joven se congeló y sus párpados se quedaron muy abiertos.

—¿Qué te pasa, Shayre?

Algo chapoteó a su espalda. Kratos se volvió. En la jofaina, el agua se estaba levantando en ondas, y éstas se picaban y rielaban en otras menores, hasta que una tempestad en miniatura agitó la palangana. Aquel diminuto oleaje tomó forma y esculpió un rostro humano que abrió la boca para hablarle.

Kratos retrocedió espantado. Pero una voz que sonaba a burbujas de cristal reventando en el aire le habló.

«No temas, Kratos. Soy Yatom...»

Kratos asomó la cabeza sobre la jofaina y reconoció aquel rostro moldeado en agua. Era Yatom, el anciano brujo que lo había salvado del corueco.

—Te reconozco, maese Yatom —respondió, sin acercarse demasiado-. ¿Qué quieres de mí?

«Debes ir a la Pezuña del Jabalí, en la aldea de Banta, y adiestrar a un joven guerrero.»

—Pero no sé si podré salir de Mígranz...

«Es preciso. El destino de los reinos depende ahora de nosotros. ¿Lo harás?»

—Te juré obediencia. ¿Para qué he de adiestrarlo?

«Para que se convierta en el próximo Zemalnit.»

El corazón de Kratos dio un vuelco. Lo que le pedía el brujo era enfrentarse a la ira de Aperión por los intereses de un desconocido.

—¿Cuál es el nombre de ese guerrero?

«Gorión. Derguín Gorión. Me queda poco tiempo. Debes tratar con mi hermano Linar. Adiós, Kratos.»

La voz se apagó al tiempo que el rostro de Yatom se disolvía en las últimas ondas del agua. A su espalda, Kratos oyó un gemido. Se volvió justo a tiempo de recoger a Shayre antes de que se desplomara. La llevó a la cama en brazos, pero el deseo por su cuerpo desnudo lo había abandonado. Aquel prodigio lo había asustado, como todo lo relativo a los magos; pero lo que le atemorizaba de verdad era lo que debía hacer a continuación. Pronuncié un voto y no tengo más remedio que cumplirlo, se dijo. Pero ¿qué era lo que le ceñía la garganta? ¿Tan sólo la aprensión, o el frío de la hoja de acero que podía esperarle?

2

AQUI EMPIEZA EL BOSQUE DE COROCÍN

QUIEN SALGA DEL CAMINO PARA ENTRAR EN ÉL

LO HARÁ POR SU CUENTA Y RIESGO.

NO CULPÉIS A LOS DIOSES

DE VUESTROS ERRORES

A
nte el cartel astillado, el joven mercader que viaja por primera vez al norte siguiendo la Ruta de la Seda se rasca la cabeza y pregunta al veterano por qué la calzada, en vez de penetrar en el bosque, se desvía hacia el oeste para atravesar la estepa. Su pregunta no carece de razón, pues tras cruzar junto al desierto de Guiños y sufrir durante días las tormentas de polvo y los rayos de un sol descarnado, las oscuras frondas de Corocín prometen una deliciosa frescura.

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