»Transcurrieron eras, y surgieron y se hundieron reinos apenas intuidos. El hombre, en su camino vacilante, no dejaba, sin embargo, de avanzar hacia un único fin, que no era otro que el dominio total de la naturaleza. Aunque no tenía la ayuda de los Yúgaroi, ya no la necesitaba. Su ciencia crecía sin límites, y ni él ni los mismos inmortales sabían si habría un final para su carrera. Por fin, se levantó una civilización tan poderosa como no imaginaríamos ni en nuestros sueños más fabulosos. Los hombres no se contentaron con dominar la tierra, sino que conquistaron los astros. Lucharon contra la enfermedad y contra la misma muerte, y las arrinconaron, pues llegaron a conocer el secreto más escondido de la vida y lo manejaron a su antojo, y se dieron a sí mismos formas extrañas y poderes inconcebibles. Y sus armas eran tan devastadoras que los mismos Yúgaroi las temían.
»Entonces los dioses se reunieron en asamblea, asustados. El odio y el temor por los pequeños seres envenenaron sus corazones, y deliberaron cómo los podrían aniquilar. Tan grande era ya el poder humano que no se atrevían a luchar contra ellos frente a frente, de modo que usaron astucias e insidias para encizañarlos a unos contra otros. ¡Y es verdad que nunca ha sido muy difícil enfrentar a los hombres entre sí! Por culpa de los Yúgaroi, el linaje humano se enzarzó en la guerra más espantosa que jamás el mundo había presenciado. Los mares hirvieron, las tierras se abrieron en simas sin fondo que escupían fuego, las noches brillaron con las llamas de mil soles y los días se ensombrecieron con negras nubes de humo que tapaban el cielo de horizonte a horizonte.
»Y cuando los últimos hombres aún trataban de aniquilarse entre las ruinas de su civilización, cuando sus ciudades no eran más que humeantes montañas de escombros, en ese momento regresaron los dioses, guiados por el gran Manígulat y la lanza roja de Prentadurt, para señorear la tierra y esclavizar a los mortales. Y esta vez no pensaban dejar que les arrebataran su presa, aunque tuvieran que reinar sobre un mundo sin vida.
»Pero el corazón de los hombres no se inclina ni ante el poder de la muerte. Los supervivientes rehicieron sus exiguas fuerzas y las unieron contra los Yúgaroi. Esa fue la primera guerra declarada entre dioses y mortales. Aquel nuevo conflicto hubiera destrozado la tierra en mil pedazos y al final los Yúgaroi se habrían retirado a otros mundos, y no habría quedado ni el recuerdo de la estirpe humana. Pero entre ellos surgió la discordia cuando Tubilok, el oscuro hermano de Manígulat, rey de los dioses, se levantó de sus dominios infernales para reclamar el trono de los inmortales. Los hombres no confiaban más en este dios que en los otros, pero prefirieron unir sus fuerzas con el extraño y sembrar la división entre los Yúgaroi, como éstos habían hecho con los propios humanos. Cien años de guerra siguieron a los anteriores. Por fin, todos los inmortales desaparecieron en los cielos, y la luz del sol alumbró una tierra irreconocible, un desierto humeante en el que apenas quedaba un hilo de vida.
»Los mortales reemprendieron la conquista de su mundo. Fueron tiempos muy penosos, pero poco a poco, generación a generación, los hombres se extendieron y sembraron de vida la tierra. Con el tiempo, surgieron nuevos y orgullosos reinos. Sombras del esplendor pasado, eran sin embargo mucho más poderosos que los que conocemos en nuestro tiempo; pues es así como todos los asuntos humanos tienden a la decadencia.
»Aquélla fue la Edad de Plata, en la que poco a poco se curaron las cicatrices de las guerras y la desolación del pasado, pero también se borró el recuerdo del antiguo esplendor. Tan sólo en el este quedaba una antiquísima ciudad, el único vestigio de la civilización perdida, pero una maldición de los dioses la mantenía cerrada e inaccesible a los demás hombres, como si se hallara en otro mundo o en otro tiempo.
»En el libro del destino está escrito que la felicidad humana no puede perdurar. La amenaza regresó de los cielos. En la lucha entre los dioses, el hermano de Manígulat, el oscuro Tubilok, había prevalecido al fin, y volvía para adueñarse de Tramórea. Por desgracia, entre los humanos ya no existía un poder capaz de enfrentarse a la lanza de Prentadurt, que ahora se había vuelto negra en lugar de roja.
»Tubilok, acostumbrado a las tinieblas que reinan entre las estrellas, levantó de las profundidades de la tierra un velo siniestro, una espesa capa de cenizas que ensombreció los cielos de Tramórea. Aquélla fue la Edad Oscura, que aún se recuerda con temor. Sin luz, los inviernos se hicieron interminables, las plantas languidecieron, las tierras de pasto quedaron baldías, los hielos se extendieron, los animales cayeron exánimes sobre el surco del arado y los hombres, pálidos y famélicos, dejaron de hacer sacrificios en los altares de los dioses. Pero a Tubilok poco le importaba, pues para el no había mejor sacrificio que el de los hombres que iban muriendo bajo el sombrío techo que cubría el cielo, que el del linaje humano arrastrándose hacia su inexorable extinción.
»Mas aún quedaba una esperanza, pues algunos de entre los Yúgaroi conspiraban para librarse de aquel tiránico soberano. Mientras Tubilok visitaba las llanuras de Trisia, Tarimán, el dios herrero, descendió hasta las llamas inextinguibles del Prates, la sima del infierno, aunque su nuevo rey se lo había prohibido con todo tipo de amenazas. Allí, a escondidas, forjó a
Zemal,
la Espada de Fuego. En su creación invocó los poderes de la tierra y del cielo, los fuegos de los cometas, las luces de las estrellas, y los encerró todos en una hoja de brillo cegador.
»Pero la energía liberada por aquellos encantamientos lo delató. El rey Tubilok regresó a toda prisa de su viaje, hirió a Tarimán con su lanza (fue entonces cuando Tarimán quedó cojo, y no al nacer, como cuentan ciertos mitos) y lo arrojó a las tenebrosas mazmorras del inframundo. Mas el divino herrero tuvo tiempo de entregarle la Espada de Fuego a Ónite, la mensajera alada. Esta huyó perseguida por los pájaros negros de Tubilok, y cruzó medio mundo, y cuando al final supo que iba a ser apresada, dejó caer a
Zemal
sobre la ciudad prohibida del este, y así, sin saberlo, rompió la maldición que la mantenía cerrada.
»Allí, en las afueras de la ciudad prohibida,
Zemal
fue recogida por un hombre que había visto una estrella fugaz precipitándose en la noche. Su mano, guiada por su corazón o dirigida por el destino que ni a los dioses rinde cuentas, fue la primera que ciñó la Espada de Fuego.
»Zenort, pues así se llamaba aquel hombre, el primer Zemalnit, salió de los límites de la ciudad prohibida, sorprendido de que al otro lado existiera un mundo tan vasto. Durante un tiempo lo recorrió, luchando contra las bestias informes que se habían apoderado de Tramórea, y cuando Tubilok supo de su presencia hizo que lo llevaran ante él. Al principio lo trató como a un embajador, pues temía a los habitantes de la ciudad prohibida y deseaba saber si en ella pervivía aún el antiguo poder de los hombres que habían conquistado las estrellas y descifrado el secreto de la vida. Zenort no comprendía lo que veía, pues para él los Yúgaroi no eran ni tan siquiera un recuerdo. Pero las criaturas que rodeaban a Tubilok le repugnaban, y cuando supo las vejaciones y torturas que sufrían los humanos en las prisiones del Prates, empuñó la Espada de Fuego y con ella venció a Tubilok y le sacó los ojos.
»Por primera vez en mucho tiempo, el sol amaneció sobre Tramórea. Zenort liberó a los prisioneros de las mazmorras del Prates, entre ellos al dios Tarimán. Éste le juró que los dioses jamás volverían a mezclarse en los asuntos de los hombres, y después forjó unas cadenas para Tubilok, lo aherrojó y se lo llevó lejos. No muy lejos del Prates, en el extremo donde sale el sol, Zenort fundó la ciudad de Zenorta, y fue su primer rey, y jamás volvió a la ciudad prohibida. A partir de ese día empezó el cómputo de nuestra historia y de nuestros años.
»Se dice que Tubilok fue encerrado de la siguiente manera: Tarimán lo arrojó a un pozo de roca fundida, y después ordenó a Belistar, el viento del norte, que enfriara la lava con su aliento. La lava se solidificó alrededor de Tubilok, que quedó apresado en el corazón de la roca. Y después Tarimán arrojó aquella piedra a las profundidades de la fosa más profunda del mar, y los ojos del dios los escondió en la otra punta del mundo.
»Pero aun así el poder de Tubilok no quedó aniquilado. Cuentan que se durmió para no enloquecer en el tedio de su encierro, pero que las visiones de su mente enferma escapan de la piedra y se elevan como vapores venenosos del fondo del mar, y que emponzoñan los sueños de los mortales y tejen sus pesadillas. También se dice que sus sirvientes aguardan su regreso en las mazmorras del Prates y que cuando pueden se apoderan de las almas de los muertos para torturarlas.
»De lo que no existe duda es de lo siguiente: pese a la promesa de Tarimán, los Yúgaroi volverán. Pero en esta ocasión no les será tan fácil conquistar Tramórea como lo fue la última vez.
»Pues para eso estamos los Kalagorinôr. Somos los que esperan a los dioses.
Las últimas palabras quedaron resonando como un tañido de bronce, de modo que durante unos instantes nadie se dio cuenta de que el relato había terminado. Linar estaba sumido en trance, con la vista perdida en la nada, como un profeta poseído por la divinidad. Derguín y Mikhon Tiq lo miraban boquiabiertos, cavilando en el sentido de todo lo que había dicho, pero Kratos se levantó y estalló.
—¿Qué significa esta absurda historia? Los dioses a los que adoramos no pueden ser nuestros enemigos. ¡No se puede hablar con tanta ligereza de los inmortales!
Salió del establo a grandes zancadas, con el puño crispado en la empuñadura de la espada. Sólo entonces el ojo de Linar parpadeó.
—¿Por qué se ha puesto así? —preguntó Mikhon Tiq.
—El conocimiento asusta a la mayoría de los hombres. Kratos no ha podido ni querido comprender nada. Le perturba descubrir que el pasado es mucho más largo y sombrío de lo que sospechaba, y le angustia la sugerencia de que los dioses sean nuestros enemigos. La verdad abruma, excepto a los jovenzuelos como vosotros, que no tenéis raíces y podéis dejar que el viento os arrastre de aquí para allá.
Derguín observaba el baile juguetón de las llamas. Por un momento, el viejo sueño de las tres pupilas lo asaltó, pero sacudió la cabeza para ahuyentarlo.
—¿Quién es ese maligno rey de los Yúgaroi? ¿Es de veras el hermano de Manígulat? Jamás he visto que se le ofrezcan sacrificios.
—Y la ciudad prohibida —intervino Mikhon Tiq-, ¿cómo se llamaba? ¿Sigue existiendo? ¿De verdad es más antigua que Zenorta?
La boca de Linar empezó a curvarse en un apunte de sonrisa, pero al instante controló la rebelión de su gesto.
—¿Es que nunca os saciáis de conocimiento? No es bueno abrir de golpe los ojos al sol cuando uno ha estado encerrado largo tiempo. Fijaos en Kratos, que cree estar ahíto de conocimiento para el resto de su vida.
—Nosotros somos insaciables. Dinos lo que...
Linar levantó la mano.
—Dormid ahora. Mañana hemos de seguir camino.
El mago no volvió a pronunciar palabra. Con las piernas cruzadas, entornó el ojo y reclinó la cabeza sobre el pecho. Era así como dormía, o como aparentaba dormir. Pero los jóvenes estaban demasiado nerviosos para conciliar el sueño. Puesto que no dudaba de que Linar fuera capaz de protegerse solo, Mikhon propuso a Derguín que fueran a la posada cercana a tomar una cerveza y discutir sobre lo que acababan de escuchar. Así lo hicieron, y no regresaron hasta pasada la medianoche. Para entonces, Kratos ya estaba de vuelta, y roncaba junto a los últimos rescoldos del fuego.
E
n la fértil llanura que baña el Eidos se extiende orgulloso el antiguo país de Áinar, que una vez fue imperio, que quiere seguir llamándose así y que aún alienta sueños de conquista que hacen temer a sus vecinos. Es una tierra de viñedos al sur, de cereales en sus llanuras centrales, de pastizales al norte y de frondosos bosques en el oeste. Abundan en Ainar los metales, como el hierro, el cobre o la plata, e incluso el oro con el que se acuñan los imbriales que toda Tramórea reconoce como las monedas de mejor ley. Aunque sus riquezas son codiciables, Áinar está bien defendido por su poder militar, pues se ha forjado en guerras continuas y sus soldados no tienen parangón. El Tahedo que se enseña en su Academia es la herencia refinada del arte creado por Zenort el Libertador. Fue el Ainari Áscalos quien creó las técnicas de maestría, incluidas las Inimyas, las series superiores que aún se practican, y también fue él a quien los dioses revelaron el secreto de las Tahitéis, las prodigiosas aceleraciones que hacen invencibles a los Tahedoranes.
—Conozco toda esa historia,
tah
Kratos —protestó Derguín, con el cuerpo empapado de sudor.
Sus brazos agarrotados sostenían una barra de bronce con la que llevaba media hora practicando a modo de mandoble.
—Un Tahedorán debe penetrar en el espíritu del Arte. Los movimientos no son más que aire en los oídos si en cada uno de ellos no late la vida que los antiguos maestros les infundieron.
Mientras escuchaba, Derguín trataba de mantener la punta del mandoble en línea recta con su brazo derecho. Un calambre le corría desde el codo, y temía que se le desgarrara algún músculo y no pudiera coger la espada en varios días. Este cabrón Ainari quiere lisiarme para que no pueda luchar por
Zemal,
masculló, pero aguantó con el brazo firme, pues antes moriría que reconocer su debilidad ante Kratos.
—Está bien. Descansa un poco —le concedió el maestro.
Derguín dejó caer la barra y se desplomó sobre la hierba. De su torso, brillante de sudor, habían desaparecido los últimos restos de grasa y sólo quedaban músculos y costillas, que ahora se levantaban jadeantes.
—Yo puedo ayudarte —le dijo Linar.
El mago se sentó junto a él, le clavó los dedos en los brazos y los recorrió hurgando entre huesos y tendones como si quisiera desenterrarlos. Derguín rechinó los dientes y aguantó sin decir nada. Pasado el dolor, el efecto fue instantáneo: los antebrazos le quedaron sueltos y relajados, la inflamación de las venas desapareció y los dedos recobraron su movilidad. Derguín abrió y cerró los dedos, mirándolos como si de pronto pertenecieran a otra persona.
—Gracias, Linar. ¿Es magia, o sólo sabiduría?
—Para mí, ambas son una misma cosa.
Derguín se levantó y volvió a tomar la barra, decidido a vencer a Kratos en aquella nueva prueba. Pese a aquel peso digno de los brazos de un corueco, completó tres series elementales hasta que, por fin, cayó exhausto. Linar volvió a relajarle los brazos, y Derguín se levantó por segunda vez, pero Kratos lo contuvo con un gesto.