—No te he ayudado para ponerme a pelear ahora contigo —le dijo Tylse.
—Mejor. Gracias por tu ayuda —respondió Kratos, envainando a
Krima-,
¿Te ha traído aquí nuestra buena suerte o... ?
—Os he seguido desde que salisteis de Koras. No conozco Áinar, pero sé seguir un rastro, y me pareció menos peligroso venir tras vosotros dos que juntarme con los demás. ¿Y Derguín?
—¡Derguín! —recordó Kratos-. No sé si aún...
—¡Alto en nombre de Áinar!
Se volvieron hacia la parte norte de la calle. Tras las luces de cuatro candiles bajaba un grupo de hombres. Sus ropas eran oscuras y bajo ellas resonaban hierros y aceros. Iban a pie, pero tras ellos se oían relinchos y se vislumbraban bultos de caballos y jinetes. Delante venía un oficial; junto a él, un portaestandarte llevaba en alto un pendón. Pero la bandera caía lacia bajo la lluvia y en las sombras no se veía qué criatura flameaba en ella, si el dientes de sable del emperador o el terón del príncipe.
—¡Prestadme atención! —dijo el oficial-. Debéis desceñiros las espadas, dejarlas en el suelo y apartaros de ellas seis pasos.
—¿Por qué? —respondió Kratos-. Habéis dicho «en nombre de Áinar», pero nosotros no hemos quebrantado ninguna ley y si llevamos nuestras espadas es con derecho.
—¿Vendréis por propia voluntad o tendremos que recurrir a la fuerza?
Kratos y Tylse cruzaron una mirada y desenvainaron las espadas. Entonces de la calle abajo llegó un nuevo chapoteo. Por allí venían más jinetes armados con arcos. Los habían rodeado.
—Estoy un poco cansado —susurró Kratos-, pero puedo volver a entrar en Mirtahitéi. Cargaremos contra los de abajo, a las patas de los caballos.
—De acuerdo.
Algo, un vago temor que se apoderó de ellos, un extraño vacío entre latido y latido, les hizo demorar el ataque. Los soldados de la parte norte de la calle abrieron sus filas y dejaron pasar a un jinete. Era un hombre delgado, que montaba un caballo tan negro como
Amauroy
pero de más alzada, pues no mediría menos de dieciocho manos hasta la cruz. Su jinete se echó atrás la capa con un gesto teatral. Por un momento Kratos creyó que era Linar, pero enseguida se dio cuenta del error. Aquel hombre también llevaba una larga trenza sobre el hombro, pero negra y no blanca, y el ojo que le faltaba era el izquierdo. Aunque seguía lloviendo, tanto él como su cabello estaban secos, como si los rodeara una invisible campana de cristal.
—Es inútil que luches, Kratos May.
La voz del jinete era suave, pero llegaba a todas partes y escondía un filo de acero bajo su terciopelo.
—¿Quién eres tú, que sabes mi nombre? —le desafió Kratos.
—No necesitas saberlo. Entrégame tu espada.
—¡Ven tú por ella!
Kratos sintió que algo quería tirar de su espada y apretó la empuñadura. Pero aquella fuerza invisible dio otro tirón, más violento, y
Krima
salió volando de sus manos. La espada trazó un arco en el aire y acabó en la mano del desconocido, que la cogió por la hoja. Cualquiera que hubiera hecho eso habría perdido los dedos, pero él ni siquiera sangró. Después, cerró la otra mano junto a los gavilanes y empezó a hacer fuerza. La hoja se dobló como una V y se partió en dos trozos que el jinete arrojó a un lado con un gesto despectivo.
Kratos aulló y se lanzó hacia delante, entrando de nuevo en Mirtahitéi. Aunque fuera con las manos desnudas, no pensaba más que en vengar aquella afrenta. Pero de pronto notó que su peso se doblaba, y luego se triplicaba. Cayó de bruces en el barro y trató en vano de levantarse, pues las manos, los brazos, las piernas y todo el tronco se le habían convertido en plomo. Se quedó allí tendido, sin poder girar el rostro para levantar la nariz del charco en el que había caído. Junto a sus ojos apareció una bota negra. Era el desconocido, que había bajado del caballo y se acercaba ahora a Tylse para pedirle la espada. A Kratos le costó un esfuerzo sobrehumano, pero torció una pulgada el cuello y pudo ver cómo la mujer envainaba su arma, se desceñía el talabarte y dejaba caer todo, espada y correaje, al suelo, para retroceder después con el temor pintado en el rostro.
Dos soldados se arrodillaron junto a Kratos y tiraron de sus brazos para juntárselos a la espalda, pero pesaban tanto que no pudieron movérselos. El desconocido se acercó a Kratos, le plantó la bota encima de la mejilla y apretó.
—No te moverás.
Kratos notó que el peso que lo aplastaba sobre sus propios huesos se aligeraba, pero no se atrevió a moverse. Se sentía humillado, pero era aún peor el miedo, un pavor que no había sentido nunca. Mientras el desconocido, sin duda un mago, le seguía pisando el rostro, los dos soldados le ataron las muñecas. Sólo entonces la bota se apartó de su mejilla. El oficial, al que luego conocería como Landas, se acercó a él y le ayudó a levantarse.
—Lo siento,
tah
Kratos —susurró.
Mientras tanto, otros dos soldados salieron del establo con gesto de desconcierto. «No está», informaron a su oficial. Kratos se dio cuenta de que se referían a Derguín y el corazón se le aceleró con una insensata esperanza.
—¿Cómo que no? —preguntó el mago de mal humor.
—Dentro hay dos caballos, señor, pero nadie más.
El mago bufó y les arrebató el candil de las manos. Después, con la otra mano, agarró el nudo que ataba las dos manos de Kratos y lo empujó, obligándolo a entrar con él al establo.
—¿Dónde está tu amigo?
En la cuadra sólo se veía a los dos caballos. Pero la ventana que había en la pared contraria estaba abierta, y por ella se colaba el viento y hacía golpear el cuarterón contra un poste de madera. Kratos sonrió. Derguín no debía de estar malherido cuando había conseguido salir por aquel hueco.
—Hijo de mala madre... —masculló el mago, y sacó a Kratos de otro empellón.
Durante unos minutos, los soldados buscaron en los alrededores del establo, pero no encontraron a nadie. El mago permanecía apartado de los demás, cerrado su único ojo y pellizcándose el puente de la nariz como si se concentrara en algo o le doliera la cabeza. De vez en cuando maldecía y hacía gestos de frustración, y una vez Kratos le oyó murmurar «Por qué demonios no puedo verlo».
—Parece que se te ha escapado una de las tres perdices —se burló de él, recobrando algo de su temple-. Tu amo el príncipe no te lo va a perdonar.
El mago clavó en él la mirada. Su ojo, inyectado en sangre, parecía el de un perro rabioso. Kratos se arrepintió de sus palabras.
—¡Amo, amo! ¡Sólo uno puede llamarse amo de Ulma Tor, y es el dios dormido!
El mago hizo un floreo y desapareció bajo la negrura de su propia capa. Kratos miró hacia su izquierda y vio cómo una sombra alada se alejaba de allí, pero fue tan fugaz que no llegó a distinguir sus formas. Calado bajo la lluvia, se estremeció, y no fue de frío. En ese momento se le acercó Landas, el oficial, con una banda de tela.
—Lo siento,
tah
Kratos, pero no debes saber adonde vamos.
Y así empezó un largo viaje en la oscuridad.
D
espués de enviar a Derguín y a Kratos el mensaje en que les comunicaba que no podría ayudarlos, Linar dirigió sus pasos al noroeste de Áinar. Era cierto que ignoraba el paradero de la Espada de Fuego, pero sospechaba que no estaría en los bosques de Hilar. Por eso eligió aquella dirección, y además de forma bastante conspicua, pues pretendía que los cuatro Kalagorinôr, ahora que se habían convertido en sus enemigos, lo siguieran y se alejaran de Kratos y Derguín.
Linar reflexionó sobre la situación, y decidió que no tenía más remedio que despertar ya la syfrõn de Mikhon Tiq, pues necesitaba su poder para enfrentarse al resto de los magos. Lo lamentaba por él, pues la prueba que tendría que pasar el muchacho era mucho más dura de lo que imaginaba. A decir verdad, no había ordalía más terrible que aquélla. Pero así debía ser.
Mikhon Tiq aguardaba en un establo abandonado, la espalda recostada contra una pared, los ojos cerrados y concentrado en contar y memorizar una por una las briznas de paja que había entre sus manos. Era asombroso cuánto había crecido la sutileza de su percepción y cómo detalles minúsculos en los que nunca había reparado ahora se le hacían tan evidentes como una nube de tormenta en el cielo o una roca en el camino. Pero aquello seguía sin ser la iniciación que él estaba esperando. Dentro de sí sentía un gran poder que borbotaba como un caldero a punto de ebullición. Por enésima vez se preguntó cuánto tiempo le haría esperar Linar.
Su maestro se acercaba. Mikhon Tiq sonrió. En realidad, Linar aún se hallaba a más de cien pasos del establo y caminaba con aquel paso almohadillado que apenas hollaba las hierbas, y sin embargo él lo había percibido.
Linar se agachó, asomó la cabeza por la puerta del establo, y anunció:
—Ha llegado el momento.
La voz del mago sonaba fúnebre, como si en vez de concederle un deseo largo tiempo esperado lo mandara al patíbulo. Con cierta aprensión, Mikhon Tiq salió del establo y le siguió. Se hallaban a mitad de una ladera, en la umbría del monte. En otra época del año pasaban por allí los pastores con sus rebaños, pero en aquel momento el lugar estaba solitario. Subieron por la ladera y entraron en un pinar. Caminaron un rato entre los árboles, pisando helechos secos que crujían bajo sus pies. Cerca de la cima del monte, llegaron a un claro en cuyo centro se alzaba una gran roca de granito. Treparon por ella, aunque estaba resbaladiza por la lluvia, y desde aquella atalaya natural se asomaron hacia el norte. El cielo estaba cubierto por un techo bajo y gris cuya pesadez oprimía las sienes. Por debajo de aquel lúgubre dosel volaban nubes sueltas y deshilachadas, como enormes ovejas perdidas y sucias. El sol, a punto de ponerse, apenas se intuía, un vago resplandor tras aquel manto de plomo. Una tarde demasiado triste para volver a nacer, se dijo Mikhon Tiq. Al pie del monte, el río Eidos caracoleaba hacia el norte por un terreno ondulado, entre pastizales de un verde húmedo y melancólico. En las suaves faldas de las lomas crecían bosquecillos de abedules, mientras que en los valles y hondonadas se levantaban álamos solitarios de ramas descarnadas. La niebla formaba capas blanquecinas, como si la propia hierba humeara, y se arracimaba entre los árboles.
—Mira el paisaje con tus ojos mortales —le advirtió Linar-. Después todo será distinto.
—¿Distinto... para bien o para mal?
—Distinto.
Se deslizaron por una pendiente de la roca hasta caer a un pequeño semicírculo, rodeado por paredes de granito. En su centro crecía un viejo pino, con la corteza tan arrugada que parecía un enorme velón surcado de goterones de cera. Linar le dijo a Mikhon Tiq que apoyara la espalda en él, sin moverse y mirando al interior del semicírculo de piedra.
—Cierra los ojos y concéntrate en las sensaciones —añadió.
Mikhon Tiq obedeció a su maestro. Captó el aroma dulzón de las agujas de pino húmedas que se pudrían en el suelo, y a través de la ropa sintió en la piel de su espalda las profundas hendiduras de la corteza del árbol, y también escuchó el mortecino susurro de sus ramas que recogían la brisa del atardecer. De algún modo le pareció que el árbol le hablaba, y sonrió por dentro, pues pensó que había alcanzado un nuevo estadio de sabiduría y de unión con la naturaleza, como si sus pies se hincaran en la tierra tan adentro como las raíces del pino, y que en aquella paz comprendía muchas cosas.
Se equivocaba, por supuesto.
Sin previo aviso, algo áspero apretó su cuello. Abrió los ojos, pero no había nada más que el nicho de granito delante de ellos. El invisible agresor le oprimió aún más fuerte y lo levantó del suelo de un salvaje tirón. Mikhon Tiq se llevó las manos al cuello y encontró una soga de cáñamo anudada en torno a él. Trató de hundir los dedos entre la piel y la cuerda, pero su propio peso la apretaba aún más y no pudo introducir ni las uñas. Pataleó en el aire, sin apoyo, y al hacerlo se giró como un pelele. Allí a la derecha, junto al abrupto borde de la roca, estaba Linar, jalando de la cuerda. Mikhon Tiq miró hacia arriba y vio que el mago la había enganchado en una gruesa rama, a varios metros sobre su cabeza.
—¿Jjjjéstásss cienndohh?? —gorgoteó.
Por toda respuesta, Linar se alejó y anudó el extremo de la cuerda al tronco de otro árbol que crecía más allá, fuera del nicho de roca. Mikhon Tiq seguía dando vueltas y pataleando en el aire.
—No grites —le dijo Linar-. Reserva fuerzas.
Mikhon Tiq se giró y logró agarrarse al tronco del árbol. Trató de trepar por él para que la cuerda se destensara; subió unos centímetros, pero la mano derecha le resbaló, se clavó un pico de la corteza en la palma y volvió a caer el corto espacio que había conseguido subir e incluso unos centímetros más. Había tomado un buche de aire, pero ahora la cuerda se clavó más profunda sobre su nuez. Manoteó impotente. Las manos no le obedecían: querían relajar la presión sobre su cuello, buscar el nudo tras su cogote, deshacerlo, trepar por el árbol, todo a la vez.
—Lináaah —trató de gritar.
El mago estaba a sus pies, alto, gris, callado como un árbol más. Mikhon Tiq intentó patearle la cara, pero sólo consiguió dar al aire y girar sin control. Se dio un golpe en la frente con el tronco, se raspó un pómulo y empezó a sangrar. Todo a su alrededor oscurecía. «Tienes las manos libres», le decía una vocecita interior. «Utilízalas antes de que pierdas el control. No te queda apenas tiempo». Pero sus dedos, aún más empavorecidos que su mente, parecían trozos de madera.
Por fin se encontró con los pies y los brazos alrededor del tronco. Trepó de nuevo unos centímetros y pudo respirar una bocanada de aire. La cuerda estaba tan apretada que le seguía mordiendo el cuello aunque su peso ya no descansaba en ella. Pero pensó que había pasado la prueba; había vencido al pánico.
Algo tiró de sus piernas. Miró hacia abajo y vio los largos dedos de Linar aferrando sus muslos y tirando de ellos. Trató de resistirse, arañó la corteza del pino como si fuera un gato, pero Linar hacía cada vez más fuerza y parecía un lastre de plomo colgado de él. La cuerda le volvió a cortar la respiración. Mikhon Tiq intentó subir, pero era como si todo el peso del monte pendiera de sus piernas. Entre la neblina que borraba su visión vio algo clavado en la corteza del árbol, con un resto de sangre, y se dio cuenta de que era una de sus uñas, arrancada de cuajo. La prueba no era vencer al pánico, comprendió con tristeza. La prueba era morir.