Kratos ya suponía que Aperión no se conformaría con la escolta de diez hombres que le permitían las normas del certamen. Pero su intento de introducir un pequeño ejército en Ainar había fracasado. Alguien comentó que la compañía del príncipe había quedado diezmada, pero que los hombres de la Horda habían sufrido pérdidas aún peores y se habían retirado sin llegar a encontrarse con su general.
Ojalá lo hubieran capturado también a él. Prefería ver a cualquier otro de Zemalnit antes que a Aperión.
Días después cambiaron de dirección y abandonaron la calzada antes de llegar a la ciudad de Xionhán. Los caballos pisaban hojarasca, agujas de pino y también suelos húmedos que amortiguaban el sonido de sus cascos. Fue entonces cuando se toparon con una patrulla que les dio el alto. «¿Quiénes son esos dos prisioneros?», preguntó una voz arrogante, y así supo Kratos que Tylse viajaba tan ciega y muda como él. «No es asunto tuyo», contestó Landas. «Os halláis en las tierras del señor de Xionhán, así que más os vale mostrar modales.» «Si quiere que esas tierras sigan siendo suyas, bien hará tu señor en no interponerse en el camino del príncipe.» Intercambiaron unas cuantas bravatas más, pero la sangre no llegó al río. El destacamento que escoltaba a Kratos y Tylse debía de ser lo bastante numeroso para disuadir a las fuerzas locales de buscar pendencia.
Ahora viajaban hacia el oeste. Por la tarde, si se calmaba el viento, Kratos sentía cómo se le caldeaba el rostro, y de vez en cuando un rayo de sol directo teñía la negrura de su vendaje de un tibio rojizo. Poco después de desviarse, llegaron a otro camino, que a ratos estaba empedrado, pero más a menudo sonaba a tierra apisonada o gravilla. Kratos pensó que aún quedaba alguna esperanza. Aunque aquel brujo de mal agüero le había roto la espada, aún seguía vivo y lo llevaban al oeste, más cerca de
Zemal.
Se preguntó qué habría sido de Deiguín. Lo primero que pensó al verlo chocar contra la pared era que el corueco lo había reventado. Pero al parecer había logrado escapar. «Derguín, vence a ese malnacido de cuatro pupilas», salmodiaba. «Humíllalo por mí, por mi espada. Ahora eres
tah
Derguín. Recuerda cómo lo conseguiste...»
C
uando el juez Turpa dio la señal de
Tahedo-hin,
Derguín peleó con sangre fría, reservando la ira que había acumulado durante todo el examen para descargarla en los golpes definitivos. Sus técnicas fueron precisas y contundentes. Al primero de sus rivales, cuyos nervios eran los menos templados, lo alcanzó debajo del diafragma con un mandoble que le cortó el aliento. Mientras boqueaba buscando aire, Derguín se abalanzó sobre el segundo rival, lo manejó con fintas y juego de piernas para interponerlo entre él y Deilos, le amagó un par de tajos por la izquierda y luego le descargó un golpe de arriba abajo con tal fuerza que le encajó el yelmo en el cuello y dio con él de rodillas en el suelo.
Ahora estaban solos Derguín y Deilos. «Rápido, rápido —le jaleó Kratos entre dientes-; acaba con él antes de que los otros dos se recobren.» Hubo un intercambio de palabras entre ambos. Kratos no logró captar qué se decían, pero era evidente que entre ambos existía alguna vieja rencilla. Derguín tomó la iniciativa y se arrojó sobre Deilos. Recorrieron la palestra de un extremo a otro, el Ainari retrocediendo y Derguín ganándole terreno. Kratos temió que su pupilo se dejara llevar por la acometividad y abriera alguna fisura en su defensa, pero Deilos había renunciado a toda táctica de ataque y sólo procuraba guarecerse de la lluvia de golpes que se le venía encima. Derguín insistió en sus acometidas hasta que le obligó a clavar la rodilla en el suelo, y entonces le fintó un tajo a la cabeza. Deilos interpuso su arma. Derguín olvidó toda prudencia, levantó la espada hacia la derecha, por encima de sus hombros, y luego proyectó toda la fuerza de sus brazos y sus caderas en un golpe demoledor. El codo de su rival se rompió con un crujido de ramas tronzadas, y Deilos se desplomó con un aullido de dolor.
Habían quedado los tres tendidos en la palestra, y aún pasó un rato antes de que el primero de ellos pudiera ponerse en pie. Mientras Deilos se retorcía en la arena, Derguín alzó la espada ante el tribunal, desafiando a quien aún dudara de él.
—No hay nada que deliberar —anunció el Citan Maestre, levantándose por fin-. Has derrotado a los tres en lucha limpia. Mereces la séptima marca, y digo —añadió, mirando con severidad a Turpa— que no será la última que obtengas.
Kratos interpretó que aquella mirada presagiaba represalias. Sin duda, Turpa había convencido al Gran Maestre de que Derguín no tenía calidad suficiente para pasar la prueba. El viejo ya le pasaría la minuta por aquello.
Fue así como Derguín consiguió su anhelo de convertirse en Tahedorán. Aunque tan sólo había sido su maestro durante unos días, Kratos May se sintió orgulloso del muchacho. Sin duda era un
natural,
pero era él quien al encauzar su talento y corregir sus defectos lo había llevado hasta allí. Aquel mismo día cumplieron los rituales debidos en la propia academia. Primero sacrificaron a Anfiún un cabrito sin mácula, cuya carne compartieron con los miembros del tribunal. Un poco antes, mientras la víctima se desangraba sobre las cenizas del ara y Derguín aguardaba arrodillado ante la estatua del dios, el Gran Maestre le entregó un diente de sable engastado en una empuñadura de madera.
—Ahora tienes derecho a llevarlo, como
tah
Derguín.
Después se agachó junto a él y le susurró al oído la fórmula de Mirtahitéi, la segunda aceleración. Pero añadió que si se la revelaba a alguna otra persona sería reo de muerte, y la sentencia la podría ejecutar cualquier Tahedorán.
—No te apresures a utilizar Mirtahitéi —le aconsejó Kratos mientras regresaban a la posada-. Cuando te desaceleres, experimentarás un hambre y una sed exageradas, y sentirás que te caes de sueño. Si no comes y bebes en abundancia y descansas unas horas, puedes sufrir un colapso.
Kratos no añadió nada más, aunque se estremeció al recordar la consunción que casi lo había matado cuando recurrió a la tercera aceleración para huir de Mígranz y cabalgó leguas y leguas inconsciente y atado al caballo con sus propias bridas. Derguín aún tardaría mucho tiempo en conocer el secreto de Urtahitéi, si es que alguna vez llegaba a serle revelado.
En La joya de Kilur, el posadero les entregó una caja de madera. La había traído un ganapán; de parte de quién, no lo dijo. En la habitación abrieron la caja. Dentro encontraron una pulsera de oro cruzada por siete estrías rojas. Derguín se apresuró a ponérsela. Había pensado en llevar su viejo brazalete de Ibtahán a un orfebre para refundirlo, pero aquel regalo inesperado lo hacía innecesario.
Junto al brazalete había un espejito redondo de metal bruñido. Kratos lo examinó por delante y por detrás, sin comprender la razón de tal obsequio. Pero cuando Derguín se asomó por encima de su hombro y los rostros de ambos se reflejaron juntos, sus imágenes se borraron y en su lugar apareció un rostro alargado, con un parche en el ojo derecho y una blanca trenza cruzada sobre el hombro.
—¡Linar! —exclamó Derguín.
«No intentéis hablar conmigo, pues no soy más que el eco de un reflejo. El brazalete que veis es el que llevó el propio Minos Iyar cuando se convirtió en Tahedorán. Lo he hecho estrechar para que se ajuste a tu brazo, Derguín. Hónralo.»
El muchacho admiró la joya con ojos brillantes de emoción; mientras, Kratos lo observaba a él con el temor de que esa muestra de honor significara una elección para el futuro. Pero el reflejo seguía hablándoles.
«No podré acompañaros en vuestra empresa, pues han surgido dificultades. Tengo enemigos muy poderosos que obran a favor de Togul Barok y que intentarán perjudicaros. No mencionéis mi nombre ni el de Mikhon Tiq, aun cuando habléis en privado. Ni siquiera penséis en nosotros. Viajad lo más lejos posible del príncipe, y también de los demás candidatos. No confiéis en nadie, aunque pretenda hablaros en nombre del Kalagor. Hay en liza poderes más temibles que los maestros de la espada.»
«Viajad juntos y ayudaos el uno al otro. Si os mantenéis unidos, tal vez todo termine bien. Cuando llegue el momento, decidiré. No desfallezcáis.»
Linar calló. Su rostro se convirtió por un segundo en el de Mikhon Tiq, que sonreía y musitaba una sola palabra. «Suerte», creyó escuchar Derguín; pero el espejo perdió su encanto y tan sólo quedaron en él sus propios reflejos.
Derguín volvió a mirarse el brazalete. El oro brillaba lustroso, aunque le parecía advertir en él la pátina de los siglos. Kratos le apretó el hombro.
—Nunca he tenido un discípulo como tú,
tah
Derguín.
El muchacho le estrechó la mano; pero los ojos se le humedecieron y se apartó, azorado.
—Gracias a ti,
tah
Kratos. Gracias a ti... —susurró.
La última noche de Bildanil, víspera del día en que los Pinakles revelarían el paradero de la Espada de Fuego, recibieron una visita. Era Amorgos, el oficial que había tratado de retenerlos a la entrada de Koras. En tono jovial, les explicó que quería invitarlos a cenar para compensar aquel malentendido, pues sería un honor para él compartir la mesa con dos maestros mayores. Kratos aceptó, pero dijo que pagaría él la cena, pues era quien debía pedir disculpas por haber estado a punto de cortarle la cabeza. Y Derguín insistió en que invitaba él para celebrar que se había convertido en Tahedorán. Tras una discusión tan escenificada como un ritual sagrado, decidieron que era el muchacho quien tenía más razones para agasajar a los demás.
Cenaron en la habitación de Kratos, atendidos por el posadero y una muchacha de ojos negros que de cuando en cuando dejaba caer lánguidas miradas sobre Derguín. Amorgos les confesó que había pensado en invitarlos a su propia casa, pero al final no le pareció seguro. De hecho, había llegado a La joya de Kilur casi de incógnito, sin uniforme, con el embozo del capote alzado y un sombrero de ala ancha sombreándole el rostro. Cuando le preguntaron a qué obedecía tanto misterio, les explicó:
—Sé que los dos vais a participar en el certamen por la Espada de Fuego. He venido a daros algún consejo.
El interés de ambos Tahedoranes se avivó. Amorgos les explicó que en los últimos días se habían producido extraños movimientos entre las tropas de Togul Barok.
—¿Cuántos hombres tiene? —preguntó Kratos.
—Cerca de mil. Se distinguen de las tropas imperiales porque visten uniformes negros y su estandarte es un terón. El príncipe ha despachado cuatro destacamentos de unos doscientos hombres cada uno.
—Cuatro destacamentos...
—Han salido de Koras hacia el norte, el sur, el este y el oeste. No ha descuidado ninguna dirección.
—No sabe dónde está
Zemal,
pero no quiere descartar ninguna posibilidad —dedujo Kratos-. Me imagino que su intención es apostar a esos hombres en los caminos para servirse de ellos llegado el momento.
—O para tendernos emboscadas a los demás —intervino Derguín-. ¿Las normas del certamen no son que cada candidato sólo puede llevar diez hombres?
Amorgos se encogió sobre la mesa y bajó la voz.
—Su Alteza no es persona que respete demasiado las normas. Todo lo que se interpone en su camino termina aplastado. Pero, cuidado, yo no os he dicho nada...
Después cambiaron de tema. Tras la cena, dieron un paseo hasta una taberna cercana, bebieron un par de vinos y se despidieron de Amorgos. El oficial les prometió que al día siguiente sus caballos estarían preparados al pie de la ciudadela. Y ni siquiera insinuó la posibilidad de un soborno. Mientras volvían a la posada, Kratos y Derguín hicieron cabalas sobre el significado de aquella visita.
—Creo que ha sido sincero, aunque no del todo honrado —dijo Kratos-. Tras este soplo veo la mano de alguna facción del palacio imperial que
no
quiere que Togul Barok se convierta en el Zemalnit. O tal vez esa mano sea la del propio emperador.
No parecía una trampa, pues Amorgos no había pretendido que bajaran la guardia, sino despertar aún más su cautela. Además, el oficial no sabía nada del paradero de
Zemal;
ni siquiera conocía las pistas que Tarondas había dejado caer.
—Si lo que te dijo el geógrafo se confirma y la Espada se encuentra más allá de la Sierra Virgen, tomaremos un camino menos transitado —dijo Kratos-. Si es necesario, viajaremos monte a través. No me fío de Togul Barok, pero tampoco de Aperión.
Kratos temía que Aperión hubiera conseguido introducir en Áinar un destacamento de la Horda y que se comunicara con ellos mediante aves mensajeras en cuanto supiera el paradero de la Espada de Fuego. (Más tarde, ya prisionero, comprobaría que su temor estaba fundado, pero también sabría que el príncipe había previsto y abortado la jugada de Aperión.)
Antes de retirarse a dormir, se estrecharon las manos y juraron por Anfiún y Manígulat seguir juntos hasta que Linar decidiera lo contrario o hasta que sólo quedaran ellos dos. Kratos apenas pegó ojo aquella noche; y supuso que Derguín no había dormido mucho mejor.
Y por fin había amanecido el día I de Kamaldanil. Muy altos en el cielo flotaban unos cirros blancos, pequeñas borlas lanudas que presagiaban mal tiempo. Kratos y Derguín se encaminaron al templo de Tarimán. Al pie de la ciudadela, se les presentaron dos sirvientes de las caballerizas que traían a
Amauro
y al caballo de Derguín, junto con una breve nota de Amorgos en la que les deseaba suerte. Les pagaron para que los esperaran allí y subieron a Alit. Esta vez se les permitió llegar a la ciudadela a través de una de las pasarelas que atajaban por encima de la espiral de murallas. Mientras caminaban por ella, escoltados por dos centinelas cuyas capas verdes ondeaban al viento frío de la mañana, oyeron tras ellos una llamada alegre. Era Tylse, la Atagaira. Esperaron a que llegara a su altura y la saludaron con sendas inclinaciones. De día, la mujer vestía una capa cerrada y se tapaba la cabeza con una capucha que dejaba ver tan sólo un estrecho óvalo de su rostro. Las manos estaban cubiertas con unos finos guantes de muselina que le dejaban mover los dedos con libertad, pero impedían que el sol rozara su piel albina.
—Hoy es el gran día —dijo la Atagaira.
No hablaron mucho más mientras entraban en la ciudadela. Caminaron por la avenida principal, bajo la ingente presencia de la Torre de los Numeristas, y cuando se hallaban a unos doscientos metros de ésta, giraron por un caminito sembrado de grava que los llevó ante el templo de Tarimán.