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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (52 page)

—Linar, si luego por desgracia... No quiero que pienses...

—Adiós, Lwetor.

—Adiós, hermano Linar.

Cuando bajó del peñasco, ya no fingió la fatiga de los años. Unos minutos después correteaba por la ladera para unirse a sus compañeros. La sombra del monte se alargaba sobre las hierbas hasta llegar al lugar donde lo aguardaban los otros tres Kalagorinôr.

—Vamos, Mikhon. Cuando caiga la noche, la caza se reanudará. Y ésta será la batida definitiva.

Ni siquiera los Kalagorinôr son inmunes a la fatiga, se dijo Mikhon Tiq, mientras saltaba entre juncos y espadañas por un terreno cada vez más encharcado. Rimom se había mostrado por unos instantes tras el ocaso, pero enseguida había hundido su rostro azul tras las montañas del oeste. Shirta estaba a punto de ocultarse y Taniar se levantaba tras sus espaldas, proyectando sus siluetas alargadas sobre un espectral fondo rojo. Ya no había lomas; el suelo era una inmensa llanura. Detrás de ellos y a los lados les llegaban los ruidos de la persecución, matas aplastadas, cañas tronchadas, respiraciones resollantes, ladridos, aúllos, graznidos, llamadas guturales. Mikhon Tiq sacaba fuerzas de donde ya no las tenía para dar aquellos largos saltos que cada vez le parecían menos divertidos y le dolían más en las rodillas y los tobillos. Si giraba el rostro veía el círculo carmesí de Taniar, pero debajo centelleaban muchos otros puntos de luz, ojos amarillos de coruecos, reflejos purpúreos en las pupilas de los licaones, antorchas cuyas llamas anaranjadas se agitaban con los bamboleantes movimientos de los Inhumanos que las portaban.

—¡Aguanta, Mikhon! ¡Estamos cerca del pantano!

El pantano, pensó con desmayo. Limo y cieno. Lodo primordial. El final de la carrera se presentaba aún más aterrador que la propia persecución. Había cometido el error de invocar en su syfrõn la memoria de Yatom. En ella había encontrado la imagen de la gigantesca babosa de barro que lo atacó al borde de las Tierras Antiguas. Aunque no llegaba a verla con claridad, intuía una masa colosal, informe, viscosa, y durante una fracción de segundo, antes de espantar el recuerdo, escuchaba su lento chapoteo, su repugnante crepitar. No, no, no pienses en ello, se repetía.

El suelo empezó a descender. Delante de ellos se levantaban bancos de bruma y volutas de vapor. Shirta ya se estaba ocultando al otro lado, y su luz verde atravesaba la niebla y la teñía de un color pútrido. Mikhon Tiq exploró las sombras con sus ojos de Kalagorinor. El marjal se extendía ante ellos, leguas y leguas de hierbas enfermizas, cañas raquíticas y arbolillos enanos y retorcidos que aprovechaban los escasos islotes de tierra firme para hincar sus débiles raíces. Purk, como Guiños, como el desierto de Hamart, era un residuo de un mundo muy antiguo, de una época en que hombres y dioses libraron guerras con armas más allá de la comprensión y contaminaron por siempre grandes extensiones de tierra y de mar con venenos invisibles que aguaban la sangre, pudrían los cabellos y los dientes y convertían a los recién nacidos en monstruos de dolorosas formas. Un tormento para la vida, un sitio perfecto para morir.

Linar se detuvo y Mikhon Tiq lo imitó. Ante ellos, a unos veinte metros, había una fila de seres oscuros y enormes, de formas vagamente humanas. Mikhon reconoció las crestas craneales, los brazos largos, los ojos fosforescentes que nunca se cerraban, cubiertos por una película húmeda y transparente. Coruecos. No debo temerlos ahora, se aleccionó. Soy un Kalagorinor.

Las criaturas, no menos de quince, los miraban y gorgoteaban sin decidirse a avanzar.

—Nunca había visto tantos coruecos en tierras habitadas —dijo Linar-. Nuestros enemigos han reclutado un extraño ejército.

—¿No nos van a atacar?

Linar avanzó hacia las bestias muy despacio, levantó la vara y emitió una orden seca, firme y sencilla. «Apartaos.» No se movieron.

—¡Maldición!

—¿Qué sucede?

—Era de esperar. Mis queridos hermanos les controlan la mente. Tendremos que atravesar por en medio.

Si Mikhon Tiq se hubiera atrevido a desatar su poder, habría levantado su espada y a través de ella habría enviado un haz de fuego para abrasar a tres o cuatro bestias y espantar a las demás. Se preguntó qué haría Linar. El brujo trotó hacia los coruecos como si se dispusiera a embestirlos con su cuerpo enjuto. Los monstruos enarbolaron sus zarpas para recibirlo entre gorgoteos malignos. Cuando estaba ya casi sobre ellos, Linar abrió los brazos y de pronto se elevó sobre sus cabezas como una pluma arrebatada por una ráfaga de aire, mientras los coruecos saltaban agitando sus garras y buscándole los pies entre rugidos de frustración. Tras un breve vuelo se posó en tierra quince metros más allá y se volvió. Las bestias se giraron hacia él, y Mikhon Tiq aprovechó ese momento para arrancar a correr. Estaba ya casi encima de las bestias y aún no sabía lo que había hecho Linar. No pienses, sigue el instinto, se recordó; y cuando creyó que se estrellaría contra aquel muro de piedra y huesos de metal, su syfrõn le ofreció un conjuro para engañar durante unos segundos a la madre Tierra. De pronto perdió casi todo su peso, y al patear el suelo con su pie derecho se elevó tan rápido que el estómago le bajó hasta los pies. Pasó por encima de las garras de las bestias, engañadas por segunda vez, y una uña dura como marfil le arañó la caña de la bota. Aquel momento de ingravidez le hizo gritar de asombro y placer, pero el peso regresó a sus miembros y el suelo subió a buscarle. No había calculado bien el salto y rodó sobre las hierbas. Mientras a su espalda resonaban los rugidos de los coruecos y los pisotones de sus grandes pies planos al arrancar a correr, Linar lo agarró de una mano y tiró de él para levantarlo.

Corrieron de nuevo y dejaron atrás a las bestias, pero Linar no tardó en detenerse de nuevo.

—Tenemos que seguir más despacio —le advirtió-. El terreno es traicionero.

El pantano se abría ya bajo sus pies. El suelo exudaba una humedad pestilente como la serosidad de un cuerpo enfermo, que al brotar al aire se levantaba en anillos y espiras de vapor verdoso; era la respiración insana de la ciénaga. Mikhon Tiq podía sentir su presencia como un empujón continuo y tosco que le oprimía en la cabeza y el vientre. No era una inteligencia ni una voluntad, y sin embargo poseía algo de ambas. En el aire flotaba una hostilidad pasiva, una amenaza vaga que se extendía de horizonte a horizonte hasta hacerse enorme y abrumadora.

—¿Nos libraremos de nuestros perseguidores cruzando el pantano? —preguntó Mikhon Tiq.

—No vamos a cruzarlo.

Horror, pensó Mikhon, pero no dijo nada. Recordó lo que podía haber bajo ellos, en las simas insondables, y se estremeció. Era una triste ironía haberse convertido en Kalagorinor para atraer el enojo de una entidad para la que él era poco menos que una hormiga.

Caminaban ya sobre el marjal. Mikhon Tiq iba delante, buscando pasos seguros. Sus pupilas rastreaban brillos y reflejos más débiles y fríos que la luz roja, para averiguar dónde el suelo era húmedo y viscoso y en qué lugares estaba seco y duro. A veces pisaba marañas de hierbajos y juncos que le ofrecían un punto de apoyo fugaz, antes de hundirse en el lodo. Otras, no podía evitar que las piernas se le clavaran hasta las rodillas y tenía que tirar de las botas con las manos para no perderlas. Mientras tanto, Linar vigilaba los alrededores. Reinaba un extraño silencio, en el que sólo se oían el chapoteo de sus pies y las apagadas maldiciones de Mikhon Tiq.

Llevaban unos minutos avanzando cuando Linar le puso la mano en el hombro y se llevó un dedo a los labios. Mikhon Tiq se volvió y miró hacia el este. Al borde de la ciénaga se extendía una larga fila de seres oscuros, cientos de ellos, tal vez miles, de varias especies y pelajes, pero todos ellos de miradas malignas, y dientes, picos y zarpas que deseaban desgarrar carne humana.

—¿A qué esperan? ¿Tienen miedo del pantano?

—Mis hermanos quieren jugar con nosotros. Ya lo verás.

Les llegó el eco mental de una orden poderosa, y supieron que algo iba a venir contra ellos. De aquella fila se adelantaron decenas de criaturas que se lanzaron a cuatro patas al interior del tremedal. Eran licaones, hienas, lobos y perros salvajes, animales cobardes en solitario pero temibles en jauría; y entre ellos avanzaban con grandes saltos de sus pesadas patas cinco leones de dientes de sable que babeaban de rabia bajo sus terribles colmillos.

—Sigue andando, Mikhon. Yo me encargaré de ellos.

El muchacho buscaba apoyos en el suelo, pero no podía dejar de mirar hacia atrás. Shirta se acababa de ocultar. Ya sólo reinaba Taniar en el cielo y bajo su luz púrpura los carniceros que corrían de frente hacia ellos parecían congelados en mitad de su carrera. Pero era una sensación engañosa, pues aunque no se les vieran las patas, los bultos oscuros de sus cuerpos eran cada vez más grandes y sus ladridos y jadeos más cercanos. Aquí y allá se oían los gañidos de frustración de las bestias que quedaban atascadas en el lodo, y también los aullidos de terror de aquellas que se hundían para no salir más; pero los atacantes eran tantos que, por más que devorara la ciénaga, no parecían acabarse nunca.

Ya estaban a menos de veinte metros cuando Linar hinchó el pecho, abrió la boca y exhaló un soplido largo y poderoso, un viento que dejaba penachos de humo y que lo barrió todo en un amplio arco. A Mikhon Tiq le llegó algo de aquel hálito, y captó en él un aroma intenso que se agarró a sus vísceras y se las retorció. Los licaones y las hienas lloriquearon de terror y se retiraron con el rabo entre las piernas; los perros y los lobos los siguieron, y los dos dientes de sable que no se habían hundido en el cieno se pararon en seco y se contentaron con rugir de lejos a los magos. Linar había condensado en su interior el olor del miedo puro, del pánico cerval, del terror instintivo y animal y lo había proyectado como una pavorosa cortina sobre sus atacantes.

—¡Bien hecho! —le animó Mikhon Tiq, exaltado como si estuviera contemplando un combate de Tahedo.

—Sigue. Esto no ha hecho más que empezar.

Mikhon Tiq avanzaba cada vez más rápido, aprendiendo de lo que veía y de lo que sentía bajo sus pies. Pero no tuvo tiempo de enorgullecerse por sus avances, pues ya una legión de nuevos perseguidores saltaba al pantano. Algunos de ellos llevaban antorchas y avanzaban entre torpes bamboleos; pero la mayoría corrían a cuatro patas, sirviéndose de sus encallecidos nudillos a modo de pezuñas. Y mientras cargaban contra ellos, hacían choquetear las mandíbulas y rechinaban sus dientes afilados y triangulares en un roce lacerante de cristal rayado.

—¡Inhumanos! —exclamó Linar.

Mikhon Tiq trató de no mirar hacia atrás. Ante ellos se extendía una laguna oscura de aguas amenazadoras. Giró hacia la izquierda, por un estrecho sendero de islotes de hierba. A su espalda sonó un potente soplido y le llegó un débil efluvio del olor del miedo. Pero en vez de aullidos de terror, tan sólo escuchó una maldición.

—No sirve para ellos —se lamentó Linar, y le empujó-. ¡Date prisa!

—¿Por qué no sirve?

—Los perros de presa y nosotros exhalamos secreciones comunes, pero los Inhumanos no tienen nada que ver con nuestra especie. ¡Vamos, vamos!

Mikhon Tiq saltó a un islote de barro negro y hierbajos, pero el pie derecho le resbaló al pisar y cayó de costado en las aguas fétidas. Se agarró a unas cañas retorcidas y tiró para salir, pues el fondo del pantano parecía una boca enorme formada por mil ventosas. Linar lo agarró de la capa y lo sacó de un violento tirón. Mikhon Tiq se quedó sentado sobre las hierbas y miró a su maestro. Los Inhumanos, más de cincuenta, formaban un semicírculo a su alrededor. Algunos se enderezaron para arrojarles sus cortas lanzas. Linar cazó una de ellas al vuelo y la partió en dos. Después abrió los brazos en cruz y una luz azulada lo envolvió, y sus pies se elevaron sobre el suelo cenagoso. Los Inhumanos se detuvieron un momento, expectantes. Entonces Linar abrió la boca, pero esta vez no recreó ningún olor, sino que pronunció una palabra de poder. Atónito, Mikhon Tiq vio cómo de sus labios brotaban tres letras de fuego en los caracteres de los Arcanos: «MEN». Las letras se desenrollaron en el aire y formaron una línea dorada que se abrió delante de Linar. El brujo extendió su caduceo y empujó con un gesto imperioso. La línea ígnea se alejó de él como un latigazo que ondeaba y crecía al desplazarse. Muchos de los Inhumanos se dieron la vuelta y huyeron al ver lo que se les venía encima, otros se agacharon y se cubrieron la cabeza con las manos; pero el conjuro pasó culebreando entre ellos, y cada vez que aquella soga de luz chocaba con algo sólido lo cortaba con un agudo siseo acompañado de chispas cegadoras. Troncos, cabezas, brazos y piernas segados cayeron sin derramar sangre sobre el cieno. La palabra de poder se perdió en la distancia y doscientos metros más allá se disipó con un apagado zumbido.

Linar cruzó los brazos, agachó la cabeza y dejó de levitar. Sus pies se hundieron en el agua y en el fondo lodoso. Esta vez fue Mikhon Tiq quien lo sacó a rastras hasta el islote de hierbas, y allí trató de reanimarlo.

—Estás demasiado cansado. Tengo que ayudarte...

El único ojo de Linar lo miró de soslayo. El brujo se incorporó como si tuviera un resorte.

—¡Cuando necesite que alguien me ayude a levantarme, yo mismo me rebanaré el cuello!

Cuatro nuevas criaturas se internaron en el pantano. Eran muy grandes, de cuatro o cinco metros de altura, aunque caminaban a medias erguidas. Avanzaban sobre unos pies anchos de grandes membranas que apenas se hundían en el fango, y cada uno de ellos agitaba tres brazos coronados por enormes pinzas, de las que destilaba un ácido corrosivo que levantaba espirales de humo al caer en el agua. Sus gruesos cuerpos estaban cubiertos de cerdas, híspidas y gruesas como púas. Pero aún más horribles eran sus cabezas, provistas de quelíceros que se abrían y cerraban como gigantescas tijeras de podar y sembradas de ojos blancos y viscosos. Linar se detuvo un instante y se apoyó en el hombro de Mikhon Tiq; y el joven percibió su repulsión a través de la piel. Aunque el miedo físico era algo que Linar había olvidado, la idea de que aquellas pinzas lo destrozaran y aquella boca informe redujera a gelatina sus huesos lo hacía estremecer de asco. Mikhon le preguntó qué eran aquellos monstruos. Linar lo ignoraba; tal vez fuesen criaturas de Purk, nacidas en la maldición ponzoñosa que infestaba el aire y el agua de ese lugar, o creaciones enfermas de sus antiguos hermanos o del propio Ulma Tor.

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