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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (49 page)

Al punto empezó a sonar la música. Kratos volvió la cabeza, pues no había reparado en los artistas. Eran cuatro, y estaban junto a la escalera de caracol. Había un gaitero que tocaba de pie; sentados en sendos taburetes, un hombre con largos cabellos blancos rasgueaba el laúd y otro más joven, casi oculto tras el pilar central, le acompañaba punteando una tiorba de dos mástiles; delante de ellos, una muchacha rubia con un vestido verde ceñido a su estrecha cintura cantaba y tocaba la pandereta, mientras contestaba con sonrisas a los donaires de los oficiales. Por alguna razón, al verla Kratos se sintió más tranquilo, como si en presencia de aquellos dulces ojos azules fuera inconcebible derramar sangre.

El alcaide se puso en pie y propuso una libación en honor de Anfiún, patrón de Áinar. Todos brindaron por el dios y, como estaban en lugar cerrado, apuraron las copas en vez de derramar los últimos posos, como habrían hecho al aire libre. Después volvieron a sentarse y se sirvió más vino de unas botellas etiquetadas en azul. Aiskhros presumió ante sus invitados de las virtudes de aquel caldo.

—Es de uva Ritiona, pero ha sido criado en barricas de roble de Áinar, embotellado en vidrio soplado de Pashkri y tapado con corcho de alcornoques de Malabashi. ¿Qué os parece?

A Kratos le hizo gracia cómo el alcaide se llenaba la boca de sonoros gentilicios para ponderar las virtudes de su mesa. Pero después de probar el vino, tuvo que reconocer que era excelente. Aiskhros se hinchó como un pavo y les dijo que en su bodega atesoraba cientos, miles de botellas de las mejores comarcas vinícolas de Tramórea.

—Para terminar la cena —les dijo, en tono conspirador— haré que nos traigan una botella especial. Es de un vino de Attim del 78.

—¡Excelente! —aprobó Krust, mientras le hacía un gesto a un criado para que le rellenara la copa-. Una vez probé uno, hace mucho tiempo. Aún no he olvidado aquel aroma.

Aiskhros enrojeció un segundo y bajó la mirada.

—Esa botella me ha costado nada menos que quince imbriales, así que —bajó aún más la voz— la beberemos sólo nosotros cinco. Todos ésos son unos botarates que no saben apreciarlo.

—¡Pues yo doy por compensados estos días de encierro si a cambio puedo beber un Âttim del 78!

A Kratos le pareció que Krust llevaba demasiado lejos su cordialidad y pensó que ya estaba borracho. Pero cuando su mirada se cruzó con la del Ritión, éste le hizo un guiño de inteligencia en el que no había ni pizca de embriaguez.

La cena siguió durante dos, tres horas. No dejaban de llegar fuentes con carnes y pescados, asados y a la parrilla, acompañados de patatas, arroz aromático, hortalizas y hierbas frescas, pasas, higos y nueces; todo regado por vinos de Ritión, Simas y Malabashi. Los oficiales que rodeaban a los prisioneros les daban conversación, eludiendo referirse a su confinamiento o a la Espada de Fuego. Kratos se enteró de que su compañero de mesa, aquel cuya espada asomaba por encima de la cadera izquierda, se llamaba Tafmos, era aficionado a la cetrería y conocía los movimientos de las dos primeras Inimyas. Las voces subían de volumen, las copas resonaban en las mesas, algunas se derramaban sobre los manteles. Los ojos de los oficiales chispeaban alegres, el vino y las especias encendían chapetas en sus mejillas. A Aiskhros se le iban descolgando los carrillos y los ojos con cada copa de vino, y el cabello se le había pegado a la frente. Las antorchas y los candelabros arrancaban reflejos de las vidrieras. A ratos la muchacha cantaba; a ratos, mientras los músicos seguían tocando, pasaba junto a las mesas y recogía monedas y piropos con la misma sonrisa. De cerca, Kratos reparó en que tenía arrugas en la comisura de la boca y un poso de cansancio en los ojos. Sus piel era pálida, y sus muñecas tan frágiles que temblaban al sujetar la pandereta.

Aiskhros llamó a un chambelán y le susurró algo al oído. Después, con voz ya pastosa, informó a sus invitados de honor en tono de cómplice:

—He dicho que traigan ya la botella de la que os hablé.

Mientras tanto, el laúd entonó una melodía lenta, de ritmo muy marcado. A Kratos le sonaba familiar, pero no recordaba que tuviera letra. La muchacha empezó a cantar unos antiguos versos épicos que sonaban extraños en su delicada voz.

¡Espada, don de los dioses!

Eres bendición del cielo y maldición del malvado.

Eres el brazo de la tierra, de carne arrancada de su seno.

¡Espada don de los dioses!

Tú proteges al guerrero de noble corazón.

Cuando te empuño tiemblan mis enemigos como mies en el viento.

Mientras la chica seguía desgranando estrofas, el chambelán llegó con una botella de cristal cubierta de telarañas. Kratos sospechó que, por afectar vejez, Aiskhros había ordenado que se las pegaran antes de subirla de la bodega.

—Por favor, trae copas nuevas —le pidió Aiskhros al sirviente-. Este vino no debe mezclarse con ningún otro.

—¿Qué más da? —preguntó Aperión, en tono brusco-. Es vino, ¿no?

—No seas ignorante —le reprendió Krust-. Un vino así es para una ocasión especial.

—¡Bien dicho,
tah
Krust! —dijo Aiskhros-. Os aseguro que no vais a olvidar su sabor mientras viváis.

Ya estaban listas las copas, y el chambelán con el sacacorchos preparado. Entonces Kirión se levantó de su mesa y se plantó al lado de Aiskhros. Su enorme nariz debía haber olisqueado aquel carísimo vino incluso a través del corcho.

—Tch, tch. ¿Vas a sacar una botella especial para tus invitados?

Aiskhros palideció primero, y luego enrojeció.

—Sólo queda una en la bodega. Pensé que era apropiada para agasajar a estos huéspedes de honor.

—Entiendo que no me consideres a mí un huésped de honor... —apuntó Kirión, con una sonrisa siniestra.

—Pero ¿cómo no? A ver, poned aquí una copa más para el noble Kirión. Quédate y brinda con nosotros.

La muchacha había dejado de cantar, pero la gaita, el laúd y la tiorba seguían interpretando la misma pieza. Aunque aún no había acelerado hasta convertirse en danza, Kratos reconoció por fin el compás y la melodía: era una Jipurna, la música de los Tahedoranes. La misma que había bailado con Derguín en aquella taberna y en aquella noche que ahora se le antojaban lejanísimas.

El bajo que acompañaba a la melodía subió de volumen, como si sonara detrás de su oreja. Aiskhros, que estaba a punto de hablar, levantó la mirada, incrédulo. Kratos se dio cuenta de que el músico que tocaba la tiorba estaba justo detrás de su espalda.

—¿Puedo sugerir un brindis, señor? —preguntó una voz que le sonó más que familiar.

Aiskhros se levantó, irritado. Al hacerlo se tambaleó y tiró al suelo la silla. Un criado se apresuró a ponerla en pie.

—¡Sacad a este patán de aquí y cortadle la lengua! ¡Así no volverá a interrumpir a aquellos a quienes no debe ni dirigirse!

La música dejó de sonar y las conversaciones se acallaron una por una. Dos lanceros se apartaron de la pared para rodear la mesa y prender al insolente músico. Éste, lejos de amilanarse, apartó a Kratos con suavidad y se acercó a la mesa. El Tahedorán casi tuvo que echarse encima de Tafmos. En un gesto inesperado, el juglar levantó la tiorba agarrándola por ambos mástiles y la estrelló con un golpe brutal contra el recio tablero de la mesa. Sonó un acorde desafinado, saltaron astillas y tablas, y la caja del gran laúd se abrió en dos. El juglar acercó el extremo abierto a Kratos, y éste vio que por su hueco interior asomaban dos objetos alargados, dos tesoros inapreciables, dos dones de los dioses. Su mano voló a buscar uno de ellos, la empuñadura de
Krima.
Mientras levantaba la hoja y sus ojos seguían el brillo de aquella línea perfecta que creía quebrada para siempre, se encontró de frente con el rostro del juglar, que ya estaba sacando de su escondite la otra espada. Se le veía distinto, con barba, más angulosas las facciones, pero era Derguín.
Tah
Derguín.

—¡Mirtahitéi, maestros! —gritó el muchacho.

Kratos empuñó a
Krima
y volvió la mirada a la izquierda, al tiempo que subvocalizaba la fórmula de la segunda aceleración. El cuero de la empuñadura en su mano, el peso del acero y el desgarrón en los riñones le hicieron gritar de júbilo. Tafmos ya se estaba levantando y echaba la mano a su propia arma. Tal vez su intención no era atacar, sino apartarse de él, pero no había tiempo para sutilezas ni para recordar que un momento antes había charlado con aquel joven oficial. Como apenas tenía sitio, en lugar de decapitarlo golpeó al sesgo, le clavó la espada entre el cuello y el hombro y luego usó el codo izquierdo para apartar de sí aquel cuerpo del que empezaba a saltar un chorro rojo y palpitante. Los demás comensales de su izquierda ya se habían puesto en pie y trataban de desenvainar sus armas, pero unos se estorbaban a otros y Kratos ya avanzaba sobre ellos repartiendo tajos. La sangre salpicó el mantel y se mezcló con el vino en las copas, sonaron gritos ralentizados, una cabeza cayó sobre los restos de un faisán, otra rodó por las losas del suelo.

Aquel lado de la mesa estaba limpio. Kratos dio un giro completo sobre sus pies, y aprovechó ese movimiento para partir por la mitad el astil de una lanza que ya buscaba su espalda. Sus sentidos agudizados lo captaron todo en un destello. Los lanceros alineados en las paredes habían terciado sus armas y trataban de pasar por entre las mesas al centro de la sala, pero tropezaban unos con otros y con los oficiales, de los cuales unos desenvainaban sus espadas y acudían a la refriega, otros lo intentaban pero estaban tan borrachos que se caían de espaldas, y los más cobardes o prudentes buscaban la salida. Todos se movían despacio, como si nadaran en un agua gelatinosa. Entre ellos, vio a Derguín girar, saltar, agacharse, y su espada trazaba curvas y rectas precisas que arrancaban salpicones de sangre en cada trayectoria. Kratos terminó el giro y vio entonces a Tylse, que ya le había arrancado la espada y la vida a su compañero de mesa, y que ahora saltaba sobre el tablero y desde arriba le cortaba la mano a Kirión el Serpiente. Aperión tenía la espada de Aiskhros y aquello que había debajo de la mesa y que estaba ensartando con su acero debía de ser el cuerpo del alcaide. Krust le había arrebatado la lanza a un soldado y, sosteniéndola por mitad del astil, repartía golpes por igual con la moharra y la contera.

¡Ah, cinco maestros para cincuenta enemigos!, se dijo Kratos, o tal vez se le ocurrió más tarde y creyó que lo había pensado entonces. Mataron como lobos en un rebaño de ovejas, pues sus rivales eran lentos y se estorbaban, se herían entre sí al tratar de acometerlos a ellos, y en aquel caos, contra cinco Tahedoranes que no necesitaban más de un segundo para matar, no tenían tiempo de organizarse ni formar filas. Krust consiguió dos espadas y a costa de los enemigos exhibió el arte de las dos hojas. Tylse le cortó la nariz a Kirión y de paso se llevó la mitad de su labio inferior. Aperión arremetió contra una fila de lanceros con un grito salvaje y los puso en fuga. Derguín se abrió paso como un segador entre las mieses hasta las puertas de la sala y las abrió de una patada antes de que los aterrorizados sirvientes las pudieran trancar desde fuera.

—¡Seguidme!

El poder de
Krima
fluía por el brazo de Kratos. Sus enemigos eran mieses tronchadas por el vendaval. Las bocas que antes sonreían se curvaban de terror. Los oficiales saltaban por encima de las mesas, ponían las sillas por reparo, se escondían bajo los tableros. Jarras, copas y platos saltaban y se hacían añicos en medio del griterío mientras los maestros herían en silencio, implacables y certeros como dioses de justicia. Kratos llegó hasta las puertas saltando entre cadáveres. Allí esperaban ya Tylse y Krust, que le ayudaron a cerrar la puerta y a correr la recia aldaba.

—¡Desaceleraos!

Obedecieron a Derguín, comprendiendo que debían reservar sus fuerzas. Corrieron por una galería abovedada y alumbrada por antorchas. Derguín cogió una y los demás lo imitaron. Salieron al patio de armas y siguieron corriendo. A ambos lados de ellos se levantaban tiendas de campaña. Reinaba un extraño silencio, pues la matanza del torreón había sido tan rápida que aún no había llegado la voz de alarma. Pero después sonó una trompeta, y una campana empezó a repicar en lo alto del torreón. Derguín se frenó y acercó la tea al faldón de una tienda. Los demás comprendieron su táctica y lo imitaron. Las lonas se prendieron al instante. Los centinelas que hacían rondas en el adarve lanzaron la voz de alerta y dispararon flechas, pero ya salían los ocupantes de las tiendas entre gritos y carreras, algunos de ellos envueltos en mantas incendiadas, y era imposible discernir quiénes eran amigos y quiénes enemigos.

El gran portón que daba al norte, a las montañas, no tenía rastrillo, sino una gran tranca de madera. Apremiados por el calor y el rugir de las llamas, Krust, Kratos y Derguín la levantaron, la arrojaron a un lado y empujaron con los hombros una de las jambas. Salieron a un camino polvoriento, seguidos por soldados de Togul Barok que los tomaron por salvadores que ofrecían una vía de escape.

Corrieron por un sendero estrecho y empinado, poniendo distancia entre ellos y el castillo. Estaban los cinco, ilesos salvo por algunos rasguños. Iban en fila india detrás de Derguín, entre abruptos taludes y paredes que caían a pico a ambos lados. Trotaban en silencio, acompañados tan sólo por el sonido de sus jadeos y pisadas, siguiendo el camino que les marcaban sus propias sombras sobre un angosto terreno que Taniar pintaba de rojo.

En el comedor del torreón yacían veintitrés cadáveres, y había al menos otros tantos heridos. A Aiskhros, Aperión lo había tratado con saña: tenía el abdomen reventado por tres estocadas y dos tajos. Kirión, sentado contra una pared y con las piernas estiradas sobre la espalda de un lancero muerto, trataba de poner un dique a la hemorragia de su rostro con la mano izquierda, mientras por el muñón derecho la sangre le brotaba a raudales. Los sirvientes que levantaron la aldaba y abrieron la puerta se encontraron con cuerpos apilados entre sillas astilladas, manteles desgarrados, restos de comida, sangre y vino mezclados por el suelo y las paredes, como si en vez de cinco Tahedoranes hubiera pasado por allí una horda de bárbaros Trisios. Junto a la escalera central, en medio de tal carnicería, los dos juglares y la muchacha rubia estaban acurrucados, abrazados y temblorosos. Jamás se les habría pasado por la
cabeza
que aquel músico joven y de mirada apacible, que a mediodía les había pagado tres imbriales por unirse a ellos, se convirtiera en un dios de la muerte sediento de sangre.

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