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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (47 page)

—¡No! —respondió El Mazo, que aún no había aprendido a leer cifras-. ¿Cuánto?

—Cincuenta imbriales.

—¿Sólo eso valgo? ¿Y cuánto dan por Burtún?

—Veinte.

—¡Ah, mucho mejor! Ya decía yo que su sitio estaba en la mierda.

Durante un rato, El Mazo se quedó extasiado contemplando su efigie entintada y los signos mágicos que hablaban de él. Derguín le tiró del brazo para apartarlo de allí, pero no consiguió moverle ni un talón.

—¿No lo entiendes? ¡Te han puesto precio! ¡Tenemos que salir del camino! ¡Rápido!

Por fin, consiguió hacerle entender que estaban en peligro. Se alejaron del sendero, bajaron un pequeño declive y se sentaron a la orilla de un río, bajo unos sauces llorones cuyas ramas los ocultaban de la vista. Derguín buscó en la vaina de
Krima,
donde Kratos guardaba su navaja de afeitar. El Mazo meneó la poderosa cabeza, pero Derguín porfió, tratando de hacerle entender que no podría disfrutar de los cien imbriales si lo ahorcaban en el camino.

El Mazo terminó rindiéndose. Esquilarlo no fue labor fácil ni breve, pues sus pelos eran duros como púas de erizo y Derguín nunca había hecho de barbero; pero un par de horas después El Mazo parecía otro hombre, con menos cabeza y una cara más gruesa y redonda. Derguín le sugirió que se asomara al río para contemplar el resultado, pero El Mazo se negó.

—Si veo cómo me has dejado, te retorceré el pescuezo.

Afeitado y con el cabello cortado como un tazón, no parecía ya un fiero Gaudaba, sino un enorme campesino de mejillas carnosas, labios finos y nariz de patata. A todas horas se tocaba la cara, sorprendido de encontrar piel desnuda allí donde el sol no se había asomado desde hacía años.

Pasaron la noche en una hondonada cavada por las raíces de un vetusto roble. A la mañana siguiente avistaron el castillo de Grios, cimentado en un espolón de la propia sierra. Después lo perdieron de vista, mientras cabalgaban por estrechos senderos en un terreno que no dejaba de ascender. A los lados encontraban prados cercados por muretes de piedra y barda; el suelo era desigual, roto aquí y allá por piedras cubiertas de musgo y liquen, pero las vacas se las arreglaban para trepar por todas partes en busca de las hierbas más jugosas. Los taludes más empinados estaban cortados por terrazas en las que crecían huertos y sembrados. Los paisanos que los veían los saludaban con la mano, sin cordialidad, pero también sin temor, pues Derguín había escondido las espadas bajo los fardos y podían pasar por comerciantes o buhoneros.

Subían ya por las primeras estribaciones de la Sierra Virgen. De lejos les había parecido una enorme manta de colores, atravesada por pliegues y profundos surcos en los que se agazapaba la niebla. Ahora esos primeros espolones estaban ya encima de sus cabezas y los ocultaban de la vista las grandes cumbres que se elevaban más al oeste. Los árboles adornaban las ondulaciones del relieve como festones púrpura, cobrizos o amarillos. Todo estaba húmedo. Fuentes y arroyos atravesaban el camino; a menudo se convertían en ríos que bajaban espumeando entre piedras redondas y verdosas, y tenían que cruzarlos sobre puentes de madera que crujían bajo los cascos de los caballos. La vegetación brotaba por doquier: en los intersticios de los muros, en los taludes, en las paredes de las casas, en los troncos de robles y castaños, tan cubiertos de líquenes y madreselvas que apenas se veían sus troncos; incluso sobre la dura coraza de las mismas rocas. Allá donde el terreno ascendía lo suficiente, las crestas aparecían coronadas de verdes pinos. A más altura, los árboles desaparecían y dejaban su lugar al piorno y, aún más allá, al monte pelado.

Tras atravesar un robledal aún cuajado de brumas, el sendero los llevó a un pequeño lago de aguas oscuras y quietas. Sobre él, una larga peña se erguía de nordeste a sudeste, brotando de una montaña que, a su vez, se desgajaba del inmenso tronco del Diente Pelado. Al pie de aquel cantil se veía un poblado de casas de piedra, tejados de pizarra y chimeneas humeantes. De él subía zigzagueando un sendero tallado que, en cuatro tramos quebrados, ascendía por las paredes de roca hasta llegar al pie del castillo.

Se acercaron a él desde la parte sur. Derguín lo estudió. A la derecha, una torre triangular se asomaba al borde del risco y dominaba el poblado. De ella partían dos murallas, cuyos adarves ascendían siguiendo la inclinación de la explanada que coronaba el risco. A mitad de camino de la muralla meridional había un baluarte incrustado en los grandes sillares del lienzo; después seguía otro tramo de muro que subía hasta terminar en otra torre. Era de suponer que la estructura de la pared septentrional fuera simétrica, pero el resto del castillo la ocultaba. En el centro de la fortaleza se elevaba un gran torreón pentagonal coronado por almenas y un mástil en el que tremolaba el león dientes de sable de Áinar. Derguín calculó que los lienzos exteriores medían unos quince metros, y el torreón central el doble.

—¿Es ahí donde tienen a tu maestro?

—Eso me temo.

—Ni con un ejército enorme conseguirías entrar ahí.

Derguín sonrió de medio lado. Sin duda para El Mazo un ejército enorme consistía en una tropa de cien desharrapados provistos de arcos y estacas puntiagudas.

—Ahí está la clave. Yo no soy ningún ejército. Mi problema no va a ser entrar, sino salir.

Después se volvió hacia el Gaudaba.

—Has cumplido tu palabra. Me has traído hasta aquí.

El Mazo trató en vano de retorcerse las trenzas de la barba.

—Sí, te he traído hasta aquí.

—En realidad no tengo doscientos imbriales, sino sólo ciento cincuenta. Pero te prometí la mitad de doscientos, así que te daré cien.

—Eso me parece bien.

—Aunque si me hicieras un último servicio podrías conseguir quince más.

—No pienso entrar ahí.

—No tendrás que hacerlo. Sólo esperar con los caballos a que yo salga. Después podrás irte.

—¿Sólo esperar?

—Sólo. Pero tenemos que encontrar un sitio apropiado.

Derguín alzó la mirada hacia el castillo. Con gusto habría vuelto grupas para acompañar a El Mazo en su viaje al sur y embarcar en alguna nave rumbo a las Islas de la Barrera. Pero ahora era esclavo de sus palabras, del mensaje que le había enviado a Tríane por medio del hombre-cabra. «La ley de los Tahedoranes, la ley de la Espada». Unas palabras altisonantes, más grandes que él mismo. Pero tenía que hacerles honor o morir por ellas. Si no, no merecería ser llamado
tah
Derguín.

Cosecha añeja

E
l día I3 de Kamaldanil, Togul Barok partió de Grios con treinta jinetes escogidos. Él montaba a
Amauro,
el caballo de Kratos May, pues al verlo en las cuadras pensó que era corcel digno de un príncipe y se apropió de él. Aiskhros, alcaide del castillo, y Kirión salieron a despedirlo a la puerta sudeste.

—No maltratéis a los prisioneros —les ordenó Togul Barok, ya montado-. Deben seguir aquí, con vida, hasta que yo regrese. Sólo entonces decidiré qué hacer con ellos. Si saben lo que les conviene, aún me pueden ser útiles.

Ambos contestaron con una reverencia. Cuando se enderezaron, el príncipe ya bajaba trotando hacia la aldea, flanqueado por su portaestandarte. Esperaron a que se perdiera de vista antes de entrar de nuevo al castillo. Kirión le dio al alcaide una vaga excusa y se despidió de él.

—Allá va, a refocilarse con la prisionera —murmuró Aiskhros, mientras cruzaba la galería que llevaba al patio de armas-. Me da asco respirar el mismo aire que ese individuo.

El alcaide era un hombre de tipo pícnico, desde las plantas de los pies, que tenía rellenas de carne como un bebé hipertrofiado, hasta las orejas caídas y gordezuelas. Sin duda había heredado aquella turgencia de su madre, y no de su padre, el emperador. Aiskhros era uno de tantos hijos bastardos a los que Barok había repartido cargos y prebendas en las fronteras de Ainar para alejarlos de la corte. Grios, al igual que otros puestos avanzados, no dependía de aristocracias ni dinastías locales, sino de la jurisdicción imperial. Así, Mihir Barok controlaba la defensa exterior de Áinar y de paso les recordaba a los señores de la guerra lo largo que era el brazo de Koras y cuan corta su paciencia.

Aiskhros era, por tanto, hermanastro del príncipe, que durante aquellos días lo había tratado más como lacayo que como pariente. Una hora después de su partida, desde las almenas del torreón central, el alcaide se dedicaba a despotricar de él.

—¡Mira eso, Daengol! —le dijo al capitán que lo acompañaba-. Todo el patio norte parece un campamento enemigo.

Desde aquel torreón se divisaba un paisaje magnífico: al sur, Bhaitar, verde y fértil; al este, el borde de la meseta de Gruba, una línea de color ladrillo que en la distancia adquiría tintes violáceos; al oeste, las montañas. Pero Aiskhros sólo tenía ojos para su patio de armas, donde los hombres de Togul Barok habían plantado doce tiendas de lona parda, entre las cuales flameaba orgullosa la bandera con la bestia alada.

—¡Me revuelve la bilis ver ese estandarte en mi castillo! ¡Nosotros no le debemos lealtad a él, sino al emperador!

Daengol asintió en silencio. Era un hombre joven, de mejillas chupadas, hombros estrechos, manos frías y ojos ambiciosos.

—¡Me ha dejado aquí más de cien hombres! —prosiguió el alcaide-. Me están saqueando la despensa y la bodega, y ni siquiera me ha dicho cuándo se irán. ¿Acaso se cree que el emperador me ha encomendado esta plaza para dar alojamiento a todos los niñatos que vengan de Koras?

Daengol agachó la cabeza. Él era de Koras; de todos los oficiales de Grios, era el único que había estudiado en Uhdanfiún, y ostentaba con orgullo las cuatro marcas turquesa de su brazalete de Ibtahán. Pero ahora prefirió no decir nada, pues sabía que su señor era impulsivo y quejumbroso y que abría la boca más de la cuenta, y todo lo que a Aiskhros se le escapaba de los labios, Daengol lo archivaba en su memoria.

Al alcaide no le daba ningún empacho contradecirse. Aquella misma noche invitó a Kirión a cenar con él en sus aposentos, y lo agasajó con varias botellas de vino de su bodega, la mejor de aquella parte de Áinar. Las lenguas se fueron calentando y Aiskhros empezó a lamentarse de que un hombre de su talento (por cuyas venas, añadió bajando la voz, corría sangre imperial) se viera desterrado en Grios, la única frontera de Áinar que no limitaba con nada.

—Porque mandar a mis tropas a quemarles el culo a esos montañeses no es lo que yo llamaría una misión arriesgada. ¡Así no se pueden conquistar méritos!

Mientras ellos cenaban, Daengol asistía a pie firme en un rincón, como un mueble más. Kirión también bajó la voz. Sin duda, su señor iba a ser el próximo Zemalnit. Bien lo sabían ellos, que tenían a sus rivales a buen recaudo. Considerando la avanzada edad del emperador, era lógico pensar que Togul Barok, a su regreso con la Espada de Fuego, no tardaría en ocupar el trono. Una vez coronado, como joven y ardiente que era, no se conformaría con mantener sus fronteras, sino que buscaría expandirlas hacia las ricas ciudades del este. ¿Cuántos generales y gobernadores necesitaría para administrar las nuevas provincias? La gloria y, sobre todo, inmensas riquezas esperaban a los afortunados a los que eligiera Togul Barok.

—Por eso hay que ser más partidario del príncipe que el propio príncipe.

Aiskhros le miró con ojos mortecinos. Cuando bebía, los párpados se le caían como un tejado a dos aguas.

—¿Qué quieres decir?

—Mi señor espera que, cuando se convierta en el Zemalnit, esos Tahedoranes que tienes encerrados le sirvan para algo. Pero ellos le guardarán rencor y a las primeras de cambio le traicionarán. Y no olvides que pueden quitarnos el sitio a la hora de recibir tajada.

—Así que sugieres que...

—Que no estén aquí cuando mi señor regrese.

—Pero él me ha encargado que los vigile.

—No pierdas el sueño por eso, señor alcaide. El príncipe estará tan contento con la Espada de Fuego que ni se acordará de ellos.

—Propones que los haga asesinar...

—No propongo nada. Sólo digo que a veces suceden desgracias, accidentes, y más en estas fronteras salvajes. —Kirión sonrió y enseñó una sarta de dientes negros y aguzados-. Hónralos, y si te parece dales un banquete, para que nadie diga que no los trataste bien... pero arréglatelas para que al día siguiente no se sepa más de ellos.

Cuando Kirión se marchó, Aiskhros le dijo a Daengol que tomara asiento y se sirviera vino. El capitán apoyó sus magras posaderas en el borde de la silla y bebió un sorbo.

—No puedo hacer lo que me sugiere esa lagartija. Esos hombres son Tahedoranes, aspirantes a la Espada de Fuego. Uno de ellos es arconte en Ritión, y el otro gobierna la Horda Roja. El emperador no lo aprobará...

—Ritión y Mígranz están lejos, mi señor —repuso Daengol-. Contrariar al emperador ya es un asunto más delicado.

—¡Eso es lo que digo yo!

—Por otra parte, esos prisioneros no le son útiles a nadie. Si el príncipe decide librarse de ellos, eliminándolos te adelantarías a sus deseos. Si prefiere concederles honores, lo más probable es que tú seas postergado injustamente. Incluso alguno de ellos podría culparte a ti de su confinamiento y tratar de vengarse en tu persona.

—Parece que esos hombres son un estorbo para todos, en verdad...

—Y un problema. Ahora están encadenados, pero con una espada en la mano son peligrosos como cobras.

—Sí, es verdad que lo son. ¡Maldito Tahedo!

Aiskhros se volvió a llenar la copa y rezongó al ver que su capitán apenas había bebido de la suya. Después siguió dándole vueltas a aquel asunto. ¿Y si el príncipe moría en las salvajes regiones más allá de las montañas? ¿Y si Mihir Barok seguía siendo emperador muchos años más? Acabar con los cuatro prisioneros podía ser una buena idea, sí, pero siempre que las culpas no recayeran en él. ¿A quién se las podrían endosar?

—A Kirión, mi señor —sugirió Daengol-. No es hombre que goce de muchas simpatías en Koras. Tiene sangre plebeya.

—Sí, es verdad. Algunos incluso dicen que es hijo de esclavos.

—Eso no sería del todo extraño. Pensemos en esto, mi señor: ¿Qué crimen no ha cometido Kirión?

—Es una bestia sanguinaria, sí. Como dijo Barjalión: «Nada noble puede salir de gentes de baja condición». ¡Lo que le ha hecho a esa Atagaira! No es que me parezca mal, porque una mujer que se atreve a llevar armas como un hombre debe ser castigada, pero ultrajar así a una Tahedorán, en mi castillo...

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