La Espada de Fuego (43 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

Ocho Gaudabas habían acudido a Larmiyal con sus escoltas. El Mazo, uno de ellos, estaba ahito de hospitalidad tras dos días atiborrándose de cerveza, jabalí y venado. Cuanto más borrachos veía a sus homólogos, más botarates se le antojaban. El peor era Burtún, que se empeñaba en ponerse de puntillas para gritarle a la oreja y regársela de salivazos, y aún peor, toquetearle la frente a su calavera, Faugros. Si hubiera estado en sus tierras, El Mazo le habría arrancado los brazos con sus propias manos. Pero no quería malquistarse con los demás. Lingre, el Gaudaba con el que tenía más amistad, le había advertido de que Burtún no hacía más que hablar mal de él y de que los otros escuchaban aquellas difamaciones con agrado, pues envidiaban su creciente influencia.

En aquella junta tenían previsto discutir sobre una razia contra un par de aldeas de Gharrium, pero hasta el momento tan sólo se habían jactado de proezas pasadas mientras trasegaban barriles de cerveza. El Mazo ya se temía lo que iba a pasar. Ahora, Burtún les ofrecía parrilladas de jabalí, liebre y venado, truchas del Feluis, ruedas de queso, enormes hogazas de pan y, sobre todo, bebida en abundancia. Pero luego empezaría a lloriquear pensando en los gastos y se los echaría en cara a los demás; sobre todo a El Mazo, de quien rumoreaban que en algún lugar de la Garra tenía enterrado un caldero repleto de monedas de oro.
¡Allawé,
ya habría querido él tener ese famoso caldero, mandarlos a todos a los cuervos y largarse de aquellas tierras miserables!

Era ya el tercer día de reunión. El bosque en otoño rezumaba mil fragancias, pero en la aldea las únicas que se podían captar eran las del alcohol y la inmundicia que se acumulaba por todas partes a pesar de la célebre letrina. No muy lejos de ésta se levantaba un destartalado cobertizo que se había convertido en un improvisado prostíbulo. Siempre había una larga hilera de clientes a la puerta, pues dos mujeres los atendían a todos. El Mazo había acudido la segunda noche, pero la visión de aquellas infelices de pieles costilludas y sarnosas lo espantó. Tanta sordidez le hacía pensar que malgastaba el tiempo; él, que estaba destinado a cosas más grandes. Sin saber muy bien por qué, se acordaba del guerrero que buscaba la Espada de Fuego y al que habían matado en el puente. No es que él pusiera tan altas sus miras, pero sin duda alguien que había matado a un corueco con sus propias manos podía aspirar a algo mejor que reunirse con una panda de piojosos ignorantes con ínfulas de generales.

Cuando volvió a tener noticias de Derguín Gorión, El Mazo reía a gruesas carcajadas el chiste que contaba otro Gaudaba. Unos esbirros de Burtún se acercaron a su jefe y empezaron a explicarle algo entre cuchicheos. El Mazo se acercó un poco y aguzó el oído. Al parecer, habían apresado a un intruso, un forastero que venía a caballo desde el este, por la orilla del río. Era un guerrero, pero no había podido utilizar sus armas, pues lo habían descabalgado de una certera pedrada. Su caballo, un animal de pura raza, se había espantado y había huido con las alforjas.

—¡Pues buscad ese caballo, imbéciles, y traédmelo! —respondió Burtún-. ¿Quién es ese guerrero?

—Dice que se llama Derguín Gorión.

Al escuchar aquel nombre, El Mazo se acercó a Burtún y le preguntó qué pensaba hacer con el prisionero. Al Gaudaba no le hizo gracia que El Mazo huroneara en sus asuntos; aun así, respondió que planeaba tenerlo cautivo hasta obtener un rescate.

—Por lo visto —añadió— algunos de tus hombres han dicho que lo conocían y que hace unos días lo acribillaron a flechazos. ¡Ja! O tienen muy mala puntería o mienten como bellacos.

El Mazo no preguntó nada más. Pero de noche, cuando la mayoría de los hombres daban tumbos por el prado o rodaban borrachos sobre la hierba, se acercó al cobertizo donde habían encerrado al intruso. Dos hombres de Burtún vigilaban la puerta, o más bien la puerta los sostenía a ellos. El Mazo les explicó que quería ver al prisionero, pero no consiguió que lo entendieran ni que le respondieran con palabras coherentes, así que empujó a uno con cada mano y los dejó durmiendo la mona en el suelo.

El cobertizo era una especie de granero comunal. Había allí todo tipo de cosas: leña, toneles de cerveza, sacos de patatas, balas de heno, armas herrumbrosas, hoces rotas, y también montones de porquería imposibles de identificar. Olía a establo, como todo en la aldea, y las paredes se habían bofado por la humedad. El forastero estaba sentado en el suelo, atado al poste central con las manos a la espalda. Tenía la cabeza doblada sobre el hombro. El Mazo se acercó un poco más y comprobó que dormía. Con la lamparilla de aceite le examinó la cabeza; tenía una brecha encima de la oreja izquierda. La sangre ya se le había secado y formaba un feo costrón en el pelo.

Sin duda era el mismo hombre al que recordaba. El problema era que también había sido testigo de cómo le clavaban en el cuerpo cuatro puntas de hierro de medio palmo. Allí había magia negra.

Le sacudió un poco la cabeza, hasta que logró despertarlo. El guerrero abrió unos ojos aún velados de sueño y le preguntó quién era. El Mazo casi se ofendió.

—¡El Mazo, quién diantres iba a ser! ¿Y tú quién eres, Derguín Gorión?

—Tú lo has dicho: Derguín Gorión.

El Mazo agarró al joven por los hombros, tiró de él y lo deslizó por la viga hasta ponerlo de pie. Aún así, tenía que inclinarse sobre él, pues le sacaba la cabeza.

—No te hagas el gracioso conmigo. Quiero saber quién eres de verdad.

—Ése es mi nombre. No tengo otro.

—Delante de mí presumiste de ser un Barok, un príncipe de Áinar.

Derguín entrecerró los ojos.

—Si un corueco te estrellara de cráneo contra una pared, podrías creer que eres el mismo Manígulat.

Aquello interesó a El Mazo. ¿Era verdad lo que decían de él, que había matado a un corueco? Derguín meneó la cabeza.

—No. Yo sólo lo herí. Quien lo mató fue mi maestro, Kratos May.

El Mazo sacó de la funda de cuero el fémur del corueco y se lo enseñó. Sin duda le había golpeado en el hueso, le dijo. Eso era un error, pues ya podía comprobar que era tan duro como el metal.

—¿Cómo quieres que lo compruebe si tengo las manos atadas?

El Mazo se sonrió. No pensaría que con ese truco tan burdo lo iba a soltar. Además, aquélla no era su aldea, así que no podía hacerlo. Allí quien mandaba era Burtún. Pediría un rescate a sus familiares y cuando lo recibiera tal vez lo liberaría; aunque era más probable que terminase colgándolo de un pino. Derguín chasqueó los labios.

—No me puedo permitir el lujo de perder tanto tiempo.

—¿Perder tiempo? No sé si tienes los oídos llenos de cera o la pedrada de la cabeza te ha dejado sin entendederas. ¡Lo que vas a perder es la vida, imbécil!

Derguín meneó la cabeza. Podía estar seguro de que no. Después de todo lo que le había sucedido, estaba convencido de que Kartine, la diosa del destino, tenía decretado que él llegase hasta una lejana isla, en Poniente, donde le esperaba la Espada de Fuego.

—Eso ya lo dijiste en el puente de la Hoz. ¿Por qué estás tan seguro de que la vas a conseguir?

—Hay poderes que me protegen —dijo el muchacho en un tono misterioso y amenazador-. Ahora te recuerdo. Fuiste tú quien quiso matarme en aquel puente. Ya ves que no lo conseguiste. Ni vas a conseguirlo ahora.

El Mazo no contestó, pero pensó que el muchacho podía tener razón; si había sobrevivido a varias heridas mortales, a las aguas del río y a las fauces de un dragón, sin duda era un protegido del destino. Echó un vistazo al cobertizo buscando un lugar donde sentarse. Una gran bala de heno le pareció lo más apropiado, y ya iba a cogerla cuando reparó en un largo tablón tendido sobre dos borriquetes a modo de mesa. Encima de él había dos espadas. El Mazo se acercó y las tocó.

—¡No hagas eso! —le advirtió Derguín.

El Mazo se volvió hacia él.

—¿Tú me dices lo que tengo que hacer?

—Las espadas son sagradas. No se pueden manejar así como así. Lo único que vas a conseguir es cortarte los dedos.

El Mazo se empeñó en desenvainar una, y como era de esperar, pasó los dedos por el filo y se cortó.

—Ahora tendrás que limpiar la sangre.

Chupándose los dedos, El Mazo acercó la hoja a la cara de Derguín.

—¿Y qué pasa si la limpio en tu piel?

—No seas estúpido. Estás demostrando una hospitalidad lamentable. Manígulat protege a los huéspedes y a los viajeros, y os va a castigar a todos por tratarme así.

—Aquí en las Kremnas el único Manígulat que conocemos es el que parte los árboles con el rayo y nos aporrea la cabeza con el granizo. No es un dios muy hospitalario.

Derguín le dijo que en Zirna, su ciudad, a los huéspedes se les ofrecía vino y alimento, ropa limpia y agua para lavarse los pies del camino. A El Mazo le picó la curiosidad y le preguntó dónde caía Zirna, mientras aposentaba su enorme trasero en la bala de paja. Siempre había tenido interés por los lugares lejanos. A todos los viajeros que pasaban por sus tierras les hacía mil preguntas, y si lo que le contaban le caía en gracia les perdonaba la vida y a veces hasta el rescate. Al enterarse de que el muchacho era Ritión, le interrogó sobre el mar. Derguín tampoco lo había visto, pero gracias a sus lecturas lo describió y lo adornó con una buena dosis de literatura. Le habló de las olas y la espuma, de las mareas y las galernas, de cómo el mar podía cambiar de color bajo las lunas y pasar de turquesa a jade, de malaquita a amatista o a topacio. De cómo, cuando los barcos se aventuraban en las undosas aguas, las sirenas los seguían y saltaban juguetonas junto a sus costados, atormentando a los marinos con la visión de sus pechos inalcanzables. A El Mazo le chispeaban los ojos; Derguín comprendió que le encandilaban las historias y las fábulas, y siguió hablando y hablando.

Fue entonces cuando entró Burtún, borracho como una cuba. Al ver a El Mazo se enfureció.

—¿Cómo te han dejado entrar esos malditos holgazanes? ¡Es mi prisionero!; El rescate es mío, no tuyo!

—Sólo estaba hablando con él.

Derguín captó el rencor que existía entre los dos Gaudabas, y también su codicia, y decidió aprovecharlo.

—Aún no habéis encontrado el caballo, ¿verdad?

Burtún volvió su mentón hacia el muchacho.

—¡Lo están buscando! ¡Seguro que lo han encontrado ya!

—Hay mucho dinero en sus alforjas. El que lo encuentre se esfumará sin daros un mísero cobre. Pero ese caballo es muy listo y sólo aparecerá si yo lo llamo.

—¿Cuánto dinero lleva?

—Casi doscientos imbriales.

A El Mazo los ojos le soltaban chispas, pero Burtún se sonrió con astucia.

—¡Doscientos nada menos! Mañana te tostaremos en una parrilla y ya veremos si dices la verdad. Ese caballo está en mis tierras y tarde o temprano aparecerá.

—Eh, Burtún —intervino El Mazo-. Vamos a soltarlo y a obligarle a que busque a ese animal. Entre tú y yo seguro que no se nos escapa. Cien para cada uno, y no le decimos nada a nadie.

Burtún se volvió rabioso.

—¡Tú vete de aquí! ¡Esto no es asunto tuyo!

El Mazo le dijo que no chillara o todos iban a enterarse de que había dinero de por medio. Burtún se empeñó en vociferar que podía gritar todo lo que le viniera en gana, ya que estaba en su aldea. El Mazo le agarró de la nuca con la mano izquierda y con la derecha le tapó la boca para que se callara. Burtún intentó liberarse y ambos forcejearon. Se oyó un chasquido como el de una rama al troncharse, y de pronto las piernas y los brazos de Burtún colgaron flácidos.

—Me parece que lo acabas de matar —dijo Derguín.

«No puede ser», gruñó El Mazo, pero al quitarle la mano de la boca a Burtún comprobó que así era. Sus ojos seguían tan saltones como siempre, pero se habían quedado fijos.

—¡Mierda, mierda, mierda! —rezongó. De pronto se le ocurrió algo, se volvió a Derguín y le dijo-: Tú no te muevas de aquí.

El Mazo se llevó a rastras a Burtún, mientras seguía hablándole como si estuviera vivo, y así pasó entre los centinelas que roncaban junto a la puerta del cobertizo. El cielo estaba despejado y por el oeste brillaba cuajado de estrellas, mientras que por oriente lo dominaba la luz azul de Rimom. Ya apenas se escuchaban ruidos, salvo un lejano canturreo de borrachos. Las hogueras se habían reducido a montones de brasas, y junto a ellas eran muchos los que dormían al raso envueltos en mantas y capotes. El Mazo se alejó hacia un rincón del prado, donde se hallaba la célebre letrina. Una tapa de tablas cubría el agujero. El Mazo la apartó a patadas. Olía como era de esperar. Cogió a Burtún por debajo de los sobacos y trató de meterlo por el hueco. Aunque éste era grande, no resultó tarea fácil, y cuando Burtún quedó atascado a mitad de trayecto a El Mazo se le ocurrió que tal vez no había sido tan buena idea. Plantó un pie sobre la cabeza de Burtún y apretó con todas sus fuerzas, y por fin el cadáver terminó de colarse. El pozo negro era hondo, tal vez ocho o nueve metros. Se oyó un chapoteo que hizo sonreír a El Mazo. «Espero que te haya parecido un entierro digno», susurró, y volvió a poner la tapa de madera en su sitio.

Después se dirigió al cercado donde guardaba sus caballos. Tenía relevos de tres hombres para vigilarlos, pero los de aquel turno se habían quedado dormidos sobre la hierba. Bendiciendo la indisciplina de sus huestes, El Mazo escogió a un par de animales: una yegua alazana y su propio caballo, un animal enorme y corpulento, de color casi negro salvo por unas calzas blancas que le caían sobre los cascos. Estaba castrado y no era muy rápido, pero soportaba bien su peso y no parecía un borriquillo cuando El Mazo se encaramaba a sus lomos. Los ensilló en silencio, les colgó unas alforjas y, sin montar aún, se los llevó de allí. Uno de los guardias abrió un ojo y preguntó qué pasaba. Era Aunoxos, el joven que le hacía de lector y escribano. «Duerme», le dijo El Mazo, y el muchacho volvió a roncar.

Así equipado, El Mazo regresó al cobertizo. Se puso detrás del poste y aflojó la cuerda de Derguín.

—Si te mueves, te arranco los brazos —le amenazó.

Lo apartó del poste y volvió a atarle las manos por detrás. Después se quedó mirando las dos espadas, dubitativo; por fin, se decidió a cogerlas y salió de allí.

Abandonaron la aldea hacia el norte, por el camino que corría junto al río. Siguieron un rato sin montar y caminaron en silencio. Después tomaron un camino que salía a la derecha y ascendía por un roquedal. Las piedras, húmedas por las lluvias de aquella misma mañana, relucían azules bajo la luna y proyectaban sombras cortantes y fantasmales. Tras atravesar entre brezos de hojas duras y ramas puntiagudas, llegaron a un bosque de pinos jóvenes que no muchos años antes había sido un pastizal. Derguín susurró el nombre de
Riamar.
El animal no tardó en mostrarse entre los árboles, blanco como una aparición. El Mazo fue derecho a mirar en las alforjas, y en la de la derecha encontró una talega de piel que tintineaba.

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