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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

La Espada de Fuego (48 page)

Daengol le ofreció la copa al alcaide para frenar su verborrea.

—¿Sabes, mi señor, que a Kirión lo apodan «El Serpiente»?

—¡Ja, ja! Es rastrero como un reptil y tiene los colmillos afilados.

—Pero además se sabe que más de una vez ha recurrido al veneno para eliminar a sus enemigos.

Aiskhros dio un respingo y se apretó el estómago.

—¿No insinuarás que me ha envenenado en mi propia mesa?

—No es eso, mi señor, no te alarmes. Lo que sugiero es que te sirvas de sus propias artes para hacer que las sospechas recaigan sobre él.

Daengol dejó que el alcaide digiriera sus palabras. Por fin, una luz de comprensión destelló en sus ojillos carnosos.

—¡Eso es! Veneno... Ya lo hemos usado más de una vez. —Aiskhros volvió a llenarse la copa y la elevó al cielo-. Doy gracias a los dioses por haberme otorgado una mente ingeniosa. ¿Tú no bebes, Daengol? ¡Vamos!

Al día siguiente consultaron con Lormesto, el médico Ritión que atendía a Aiskhros; un viejo de cabellos ralos y pajizos y mirada opaca que también era herbolario y experto en drogas.

—Hmmm... Se puede recurrir a muchos procedimientos, dependiendo de que se busque una muerte rápida o lenta, dolorosa o dulce, escondida o evidente. Existen venenos que matan en una sola dosis, otros que han de administrarse a lo largo de varios días. Hay tóxicos que matan al ser ingeridos, otros que lo hacen sólo con rozar la piel, otros que más bien actúan por...

—No disponemos de todo el tiempo del mundo, maese Lormesto —le interrumpió Daengol-. ¿Qué tienes aquí?

—Bien, bien, bien. Hmmm, sí, sí. —El anciano rebuscó en un estante entre frascos de cristal y tarros de cerámica-. Hay azogue, sales de cianuro, flores de cicuta, saliva de can rabioso, hongo del diablo...

—Mi señor estaba pensando en algo para lo que exista un antídoto.

—¡Ah, un antídoto! Haber empezado por ahí... Es cierto que todo en la naturaleza tiene su contrario, como dijo el gran Arkhómenor. Por desgracia, a veces los venenos actúan con tal rapidez que las ulceraciones que causan en las entrañas son ya irreparables, y el paciente muere antes de que el antídoto pueda anular la mezcla de elementos que contiene el tóxico. Claro, eso en el caso...

—¿Y si el antídoto se ingiere antes?

—¿Estáis pensando en una intoxicación disfrazada, en que el envenenador comparte la comida con el envenenado y aparenta sufrir lo... ?

—¿Tienes algo así o no?

—Sí, sí. Por los dioses, qué impaciencia. Esperad un momento... Ah, aquí está.

El médico les enseñó un frasquito tapado con corcho y lacre. Contenía apenas medio dedo de un líquido espeso y negruzco al que la luz arrancaba reflejos purpúreos.

—Esto es veneno extraído de los dientes de una serpiente negra de las selvas de Pashkri. No se puede decir que sea discreto, pero sí eficaz, muy eficaz. En cuestión de minutos la víctima cae entre violentas convulsiones, soltando una baba oscura de tacto viscoso que después se...

—Ahórrate las descripciones —le cortó Aiskhros, asqueado-. ¿Existe antídoto?

El anciano señaló otro frasco, alineado junto al primero. El veneno estaba etiquetado con un triángulo negro, y el antídoto con otro amarillo. Según les explicó, se trataba de una mezcla de beleño, mandrágora y diversos principios activos.

Aiskhros hizo que trajeran dos prisioneros, pues no se fiaba de Lormesto. Eran dos campesinos que llevaban algún tiempo en las mazmorras del castillo. Nadie recordaba por qué los habían encerrado. A uno de ellos le dieron el antídoto y el veneno; al otro sólo el tóxico. Éste cayó entre convulsiones y expulsó un vómito hediondo de bilis y sangre oscura. Una hora después murió. El primero, al verlo, sufrió un ataque de pánico que le hizo revolcarse apretándose el estómago; pero no tardó en recobrarse y pudo volver por su propio pie a la mazmorra.

Convencido Aiskhros, no tardó en improvisar los detalles para una cena con la que desagraviar a los prisioneros, pues la iniciativa que le faltaba para el gobierno de su plaza le sobraba para organizar banquetes, agasajos y cacerías.

—No podrán llevar espadas, claro, deben entenderlo —le explicó a Daengol-. No queremos que las serpientes cenen con sus colmillos... Les diremos que mañana o pasado, cuando el príncipe esté lo bastante lejos, los liberaremos.

—Podemos añadir que son órdenes del propio emperador —sugirió Daengol.

—¡Bien, bien! Les serviremos buenos vinos, pero dejaremos para el mejor momento una botella de tinto de Âttim. Es apropiado que un veneno de Pashkri se sirva con vino de Pashkri, ¿no? Es un caldo con cuerpo, un poco especiado: disimulará el sabor. No se darán ni cuenta. Los pobres desgraciados se pondrán enfermos al momento. Yo también. Me sacarás de allí y me llevarás a mis aposentos. Lormesto me atenderá durante varios días, se desvivirá por mí y yo sobreviviré. Me temo que ellos no.

Los días anteriores, a Kratos le habían traído la cena ya de noche. Sin embargo, esta vez la puerta de la celda se abrió cuando aún entraba algo de luz por la tronera. Ese cambio en la rutina le hizo sospechar que le había llegado el momento: o iban a matarlo, o a someterlo a algún ultraje como a Tylse, que ya había recibido dos veces la visita y las atenciones de Kirión. Kratos recogió tres palmos de cadena, preparado para estrangular al primero que se le acercase. El carcelero que siempre le traía la comida se quedó detrás de la puerta. Fue otro hombre el que entró a la celda, un oficial joven que se inclinó ante él a una distancia prudencial.

—Tah
Kratos, permite que te presente mis respetos. Soy
ib
Daengol. El alcaide de Cirios, el noble Aiskhros, te envía sus saludos y pide disculpas por el indigno trato que has recibido, que no es responsabilidad suya.

Kratos frunció el entrecejo. Se temía una traición; pero los días de cautiverio e incertidumbre habían socavado su voluntad y lo habían vuelto más proclive a aceptar amistad y buenas palabras, vinieran de donde vinieran.

—Por ese motivo —prosiguió el oficial— te ruega que le acompañes esta noche a un banquete que dará en vuestro honor.

—¿En nuestro honor? No pretenderás que te crea.

El oficial despachó al carcelero, y después entornó la puerta de la celda para acercarse a Kratos y hablarle en confianza. En ese mismo instante, el Tahedorán se arrojó sobre él, le enrolló la cadena al cuello y lo tiró en el camastro sobre el costado izquierdo, para que no pudiera desenvainar la espada.

—¡Tah
Kratos, por favor! —suplicó Daengol, con voz ahogada-. ¡La culpa es del príncipe! ¡Pero ya no está aquí!

—¿Dónde está entonces? —Kratos aflojó la cadena lo justo para dejar explicarse al oficial.

—¡Ha ido al norte!

—¡Mientes! —Kratos volvió a apretar.

—¡No, no! Va a tomar el paso de Rania, y luego al oeste.

—¿Y después?

—¡No lo sé! ¡No sé dónde está la Espada de Fuego! ¡No nos lo ha dicho!

—Si de verdad queréis desagraviarme, dile a tu señor que me quite estas cadenas y me deje ir —dijo Kratos rechinando los dientes.

—¡No podemos hacerlo aún,
tah
Kratos! ¡El alcaide envió ayer una paloma a Koras, pero no ha recibido respuesta! ¡Cuando llegue, sin duda te liberará!

Kratos volvió a apretar.

—¡Pues libérame tú ahora!

—Mátame si quieres,
tah
Kratos, pero no saldrás de aquí. No está en mi mano... ¡Por favor, no aprietes más! Si tienes paciencia, un par de días de retraso sobre el príncipe no significarán nada. Hay otro paso, más complicado que el de Rania, pero está más cerca.

Aquello interesó a Kratos, que aflojó la presión de la cadena. Daengol le explicó que por la puerta oeste del castillo salía un estrecho sendero que subía a las montañas. Era fácil perderse por él, pues se bifurcaba varias veces, pero al final llevaba a un enorme valle en forma de U y a un desfiladero que cruzaba la Sierra Virgen.

—No tendrás que pisar la nieve siquiera,
tah
Kratos. Puedes estar al otro lado de las montañas en un día y medio.

—¿Por qué Togul Barok no ha tomado ese camino?

—¡Porque no se lo hemos dicho! El príncipe no es santo de la predilección del alcaide. Por favor,
tah
Kratos, suéltame ya. Mi señor quiere favorecerte, de verdad. En cuanto pueda os soltará a todos... Así vosotros mismos os podréis vengar de Togul Barok.

Kratos desenrolló por fin la cadena. No dejó de vigilar al oficial mientras se levantaba, pero Daengol no hizo amago de echar mano a la espada. Tenía una marca roja en el cuello.

—Me complace ver que no has perdido la agilidad en este encierro,
tah
Kratos. No he dejado de decirle al alcaide que me parecía una indignidad lo que os habían hecho, pero él no se atrevía a contrariar a Togul Barok mientras siguiera en el castillo. Mira —se subió la manga de la casaca y le mostró un brazalete con cuatro marcas azules-: yo también estudié en Uhdanfiún.

Kratos estaba deseando creer en alguien, quería que ese joven oficial de mirada noble lo convenciera, así que se dejó convencer. Pero se negó a acudir a la cena oliendo a pocilga y con aquella barba. Daengol le prometió que lo solucionaría y, tras despedirse con una inclinación aún más pronunciada que la primera, se marchó.

Poco después llegó el carcelero, acompañado por dos mozos que traían un gran barreño de agua, y también jabón y aceite aromático. Lo lavaron, sin quitarle la cadena, y después le afeitaron la barba.

—El cráneo también —le ordenó a uno de los mozos.

Por fin, le trajeron ropas limpias: unas calzas, una túnica corta, una casaca azul. Pero no podía vestirse con las manos encadenadas. El carcelero entreabrió la puerta y le señaló al otro lado, donde doce soldados armados le apuntaban con arcos y lanzas. Le quitaría los grilletes, dijo, siempre que prometiera portarse bien. Él no era más que un sirviente, no tenía culpa de las incomodidades que hubiera sufrido.

—Al final, nadie tiene la culpa de nada —murmuró Kratos-. Vamos, suéltame ya. Lo único que quiero ahora es cenar como mandan los dioses.

Escoltado por los soldados, Kratos bajó por la escalera de caracol. Contó ciento cuatro peldaños. Al entrar a ciegas, había subido ciento treinta y siete. Dedujo que no se hallaba al nivel del suelo. Luego sabría que todo el castillo estaba en una cuesta que subía de este a oeste, y que él había entrado al torreón por la parte oeste, la más baja.

Se encontró en una gran sala pentagonal, construida alrededor del gran pilar de piedra por cuyo interior se retorcía la escalera. Todo el mundo estaba ya allí, esperándolo. Kratos recorrió la estancia con la mirada, como hacía siempre que entraba a un lugar desconocido. Había cuatro mesas alargadas, a poca distancia de las paredes; en el quinto lado del pentágono, que estaba libre, una puerta de dos batientes se abría a una galería abovedada. Por ella iban y venían los pinches y sirvientes con las bandejas. El techo, de madera oscura y artesonada, estaba a unos seis metros del suelo. De él colgaban grandes candelabros redondos de hierro forjado. En las paredes alternaban tapices y vidrieras de colores. Por la que quedaba a la izquierda de la puerta entraba aún algo de claridad. Rodeaban la sala unos veinte guardas que vestían uniformes pardos bajo las armaduras de cuero.

Las mesas estaban adornadas con manteles de hilo blanco, flores y candelabros, y también bandejas, fuentes y platillos surtidos con todo tipo de manjares. Los invitados se pusieron en pie al ver llegar a Kratos. El último en hacerlo fue un hombre grueso que debía de ser el alcaide, pues a su espalda un guardia sostenía el estandarte de Áinar.

—¡Tah
Kratos! ¡Querido amigo, me harás un honor compartiendo mi mesa!

Un sirviente le ofreció la silla que había frente al gobernador. Kratos tomó asiento, aunque de esa manera el centro de la sala quedaba a su espalda y eso le producía un desagradable cosquilleo en la nuca. Los demás prisioneros habían llegado antes que él. A su derecha estaba Tylse. La mujer le miró un instante y le dedicó una sonrisa, pero fue un gesto fugaz. Tenía el rostro tumefacto, aunque había intentado disimularlo con maquillaje blanco, y un labio partido y cosido con puntadas de hilo negro. Frente a él, a ambos lados del gobernador de Grios, estaban Krust y Aperión. Kratos volvió la cabeza a los lados. A su mesa se sentaban diez hombres más, oficiales con casacas pardas. En las otras mesas había entre treinta y cuarenta hombres más. No llevaban armaduras, pero sí espadas. Los que ocupaban la mesa que había a la derecha de la del gobernador vestían casacas negras y terones bordados. Hombres del príncipe, se dijo. Por un momento, pensó que Daengol le había mentido y que Togul Barok seguía en Cirios; pero en ese caso habría presidido el banquete él, en lugar del alcaide.

Sin embargo, entre los hombres de negro estaba sentado Kirión. El esbirro del príncipe le saludó con una inclinación de barbilla. Kratos no se dignó contestarle. La presencia del Serpiente le hacía presentir una traición.

—No bebas mucho vino —le susurró a Tylse-. No me fío.

—Son cincuenta hombre armados —contestó ella-. ¿Qué más da?

Kratos observó al oficial que tenía a la izquierda. Para quitarle la espada tendría que separarlo de la mesa de un empujón, cruzarse sobre él, estirarse hasta llegar a la empuñadura. Calculó en su mente todos los movimientos. ¡Ah, tener una espada en la mano por última vez! Sin duda acabarían matándolo, pero antes se llevaría al infierno a más de diez hombres.

Su mirada se cruzó con la de Aperión. El jefe de la Horda le hizo un gesto con los dedos. Luego, quería decir. Kratos asintió: sí, luego ajustarían cuentas. De momento eran aliados en una situación adversa.

El gobernador adelantó la cabeza sobre la mesa y se dirigió a ellos en tono confidencial.

—Ahora que estáis los cuatro, debo pediros disculpas. Lo que se os ha hecho es una infamia. Por desgracia, mientras el príncipe estaba en el castillo me ha sido imposible aliviar vuestra situación. Yo me opuse desde el principio a que sufrierais un trato tan indigno, pero no tuve más remedio que obedecerle.

—La mejor forma de aliviar nuestra situación, noble Aiskhros, sería dejarnos partir ya —intervino Krust, mientras le daba mordiscos a un muslo de faisán-. Vuestro príncipe nos ha hecho una jugarreta que pone en entredicho el honor de Áinar.

—No hables tan alto,
tah
Krust. En esa mesa de allí hay hombres del príncipe. Mientras estén aquí no puedo dejar que abandonéis Grios... Pero os aseguro que en un día o dos me libraré de ellos y podréis marchar a donde queráis. En muestra de mi buena voluntad, os daré monturas y víveres para el camino. Ahora, por favor, disfrutad del banquete. —El alcaide dio un par de palmadas y exclamó-: ¡Juglares!

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