La Espada de Fuego (35 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramórea 1

Era un santuario más pequeño y antiguo que otros. Estaba construido en madera y tenía dos pisos, cada uno con su propio tejado a cuatro aguas. En el exterior ya esperaba otro Tahedorán, un hombre delgado, de mediana estatura. Vestía con ropas holgadas de color pardo; su tez era olivácea, los cabellos lacios y muy negros le caían sobre los hombros, la barba estaba recortada en dos puntas untadas con fijador. En la frente llevaba tatuados tres círculos negros entrelazados que dibujaban un triángulo invertido. Kratos se acercó a él y lo saludó con una inclinación:

—Mi nombre es Kratos May.

El otro hombre se guardó las manos en las mangas y correspondió a su saludo con una sonrisa.

—Yo soy Darnil-Muguni-Rhaimil, hijo de Binarg-Ulisha-Rhaimil. Es un honor para mí conocer al mayor Tahedorán de Tramórea.

A Kratos le cayó bien. Según le habían contado Linar y Mikhon Tiq, Darnil-Muguni-Rhaimil era seguidor de una peligrosa religión que no admitía a otros dioses. Pero aquella mañana le pareció un hombre cortés y no más peligroso que cualquier otro Tahedorán.

Poco más tarde llegó Krust. Lo primero que hizo fue darle a Derguín un abrazo de oso y felicitarlo por su éxito en la prueba de maestría. «Ya estamos cinco miembros de la Jauka de la Buena Suerte», se dijo Kratos; los dos que quedaban por aparecer eran quienes más le preocupaban.

Aperión llegó poco después de Krust, se quedó a diez pasos y los saludó a todos con una breve inclinación de cabeza. A Kratos la sangre se le retiró del rostro. Advirtió que Derguín le miraba de reojo. Debía de vérsele blanco como una mortaja. Pensó en desenvainar a
Krima
y acabar con todo ello. Estaban en los días de la Espada: si agredía a otro candidato, cometería un sacrilegio que le privaría de
Zemal
y lo convertiría en reo de muerte. Pero a cambio obtendría su venganza.

Sin embargo su mano no fue a la empuñadura. En aquel momento deseaba más convertirse en el Zemalnit que matar a Aperión. La venganza podía esperar. Se limitó a mirarle a los ojos. El jefe de la Horda esbozó una sonrisa y no dijo nada.

«Te arrancaré los párpados como le hiciste a Shayre —juró Kratos entre dientes-, y antes de matarte te echaré sal en los ojos.»

El último en llegar fue el príncipe. Lo escoltaban seis de sus hombres, adustos, con capas negras y un alto estandarte en el que aleteaba la silueta roja de un terón. También lo acompañaba un hombre alto y enjuto, de nariz prominente y ojos apagados. Kratos pensó que debía de tratarse de Kirión el Serpiente, el represor de la revuelta de las fronteras orientales. Los demás aspirantes se inclinaron ante el príncipe, y él correspondió a su saludo con palabras amables. Ahora que veía a Togul Barok a su mismo nivel, Kratos se hizo idea de su verdadera estatura. Debía de medir al menos dos metros diez, pero sus proporciones eran perfectas y se movía con tanta coordinación como cualquiera de ellos. Al imaginar que tuviera que bloquear los golpes de aquel gigante, le empezó a doler el hombro derecho. Trató de alentarse recordando que él era el único de los siete que conocía el secreto de Urtahitéi. Al menos, esa ventaja tenía sobre Togul Barok.

Un sacerdote vestido con una túnica blanca salió del templo y les dijo que pasaran. Los siete candidatos desfilaron uno tras otro. Subieron cuatro peldaños de madera, traspusieron una cortina de gasa y entraron en una sala cuadrada sumida en la penumbra. En un extremo, sobre una tarima elevada, había una estatua del dios Tarimán. No era la original, pues ésta había sido de madera y, deteriorada con el tiempo, la habían sustituido por otra de bronce. El dios herrero aparecía de pie, inclinado en su sagrada cojera y a punto de descargar el martillo. Sobre el yunque adivinaron todos la presencia invisible de la Espada de Fuego. Los ojos de Tarimán eran dos cuentas de vidrio, y en cada una había dos pupilas negras. Kratos miró de reojo al príncipe y se estremeció al comparar sus ojos con los de la estatua.

Los sacerdotes del templo sacrificaron una oveja blanca. Después de examinar sus entrañas, la quemaron sobre el altar y repartieron pequeñas porciones de carne entre los siete candidatos, que aguardaban de pie formando un semicírculo, sin apenas mirarse entre ellos. Tras el sacrificio, los tres Pinakles entraron por una puertecilla que hasta entonces habían ocultado las sombras. Vestían negros mantos que dejaban al descubierto uno de sus hombros; en sus cabezas calvas se advertían las venas, como sogas palpitantes. Era poco lo que se sabía de ellos. Había quienes decían que eran hermanos, e infinitamente viejos, pues se habían encargado de custodiar la Espada de Fuego desde los tiempos del propio Zenort. Otros aseguraban que se trataba de un linaje y que los hijos sucedían a los padres llegado el momento; pero nadie podía asegurar este extremo.

Los Pinakles se quedaron en pie bajo la estatua del dios, silenciosos, escudriñando a los candidatos con ojos de cuervo. Los dos sacerdotes que habían hecho el sacrificio entregaron a cada uno de los candidatos una corteza de sauce y una tiza, y les indicaron que escribieran su nombre. Después introdujeron las cortezas en una vasija de barro. Uno de ellos las extrajo y fue leyendo los nombres: Tylse, Kratos, Krust, Aperión, Darnil-Muguni-Rhaimil, Togul Barok y Derguín. Después, les señaló un reloj de arena.

—Nobles Tahedoranes, Alteza: cada uno de vosotros escuchará el paradero de
Zemal
cuando le toque su turno. En primer lugar,
tah
Tylse. Después, cuando la ampolleta de abajo se haya llenado, acudirá el siguiente,
tah
Kratos. Aquel a quien se le revele el lugar donde está la Espada podrá partir ya; los demás esperarán. Así lo quiere la suerte.

Kratos se inclinó hacia Derguín y le susurró que él iría con los caballos a la posada y le esperaría allí.

Tylse se acercó a los Pinakles, que formaron un círculo alrededor de ella y le hablaron en susurros. La Atagaira asintió y no tardó en salir del templo; antes le dedicó un rápido guiño a Kratos y Derguín. Los demás esperaron, sentados en el suelo, mientras la arena blanca se deslizaba cansina de una ampolleta a otra.

Por fin llegó el turno de Kratos. Cuando se acercó al altar, los Pinakles lo rodearon; se le antojaron buitres sobre un cadáver futuro, el suyo. Dos de ellos se inclinaron para hablarle en los oídos, y le dijeron:

—Zemal
está en la isla de Arak. Habrás de cabalgar hacia poniente y cruzar la Sierra Virgen en dirección al mar Ignoto. Allá donde confluyen las desembocaduras del Moin y del Haner, embarca y navega hacia el oeste, y a menos de un día, con ayuda de los dioses, encontrarás la isla. Busca el lugar alto y que tu entendimiento te guíe hasta
Zemal.
Cúmplase la voluntad de Tarimán.

Al pasar junto a Derguín, Kratos asintió con la barbilla. La suposición de Tarondas había demostrado ser cierta.

La espera en La joya de Kilur se le hizo eterna. Los equipajes de ambos ya estaban hechos desde el día anterior. Todo aquello que les sobraba se lo habían entregado al posadero, con la consigna de que lo guardara hasta su regreso.

—Si tardamos más de tres meses en volver, puedes quedártelo. Será que estamos muertos.

—¡Oh, no lo quieran los dioses! —se había horrorizado el posadero.

Mientras aguardaba a Derguín, Kratos consultó una y otra vez los mapas. Cuando ya había pasado el mediodía, el muchacho apareció como una tromba en la puerta. Al ver a Kratos pareció sorprendido.

—¿Creías que me iba a marchar solo? —le dijo el Ainari-. Tenemos un pacto, no lo olvides.

—Es una mala señal que me haya tocado el último en ese maldito sorteo —se quejó Derguín-. Ya llevamos retraso.

—El viaje es largo. Es mejor planearlo bien que apresurarnos antes de tiempo.

Kratos desplegó el mapa que representaba la zona occidental de Áinar y señaló con el dedo un camino que subía desde Koras hacia la izquierda.

—La ruta más normal es ésta. Supone desviarse hacia el noroeste, pero la calzada es buena, y hay posadas y casas de postas a lo largo del camino. Además, todo el territorio está controlado y sería raro toparse con bandidos. Después, de Xionhán parte otra calzada que se dirige hacia la Sierra Virgen por aquí, al sur de los pantanos de Purk. De esta manera llegaríamos al Paso de Rania, por donde cruzaríamos las montañas. Al llegar al otro lado, tendremos que descender por aquí hasta encontrar el río Haner hasta llegar al mar. Según señala el mapa, es una región de bosques y selvas.

—Tarondas confesó que nunca había estado allí —dijo Derguín-. No sabemos qué podemos encontrar en esas tierras.

—Tampoco lo sabe nadie más. ¿Qué opinas de esa ruta?

—Supongo que es la mejor. Al haber calzada y casas de postas, podríamos hacer jornadas más largas y rápidas. Pero...

—Pero todos van a seguir este camino, en efecto. Y están además esos hombres que Togul Barok despachó por todas las calzadas. No, no. No creo que sea seguro tomar esta ruta. El camino que vamos a seguir es éste.

Kratos señaló una línea recta que iba de Koras a la Sierra Virgen. Pero en el camino se interponía una extensa comarca señalada como «breñales» y «espesura»: las Kremnas.

—Atravesaremos por aquí.

—¿Cómo? Ese lugar está infestado de forajidos y de bandas de rebeldes.

—Los Gaudabas —asintió Kratos-. Mejor será que no caigamos en sus manos. Pero es el camino más corto, y no creo que Togul Barok ni sus hombres se atrevan a entrar en las Kremnas.

—Es salir de la sartén para caer en el fuego.

Kratos le miró a los ojos.

—Estamos ya en el certamen, Derguín. Nuestros rivales se hallan fuera de Koras y ahora mismo cabalgan hacia la Espada. No la conseguiremos sin arriesgarnos. Hay un camino fácil, que será el que tomen los demás. Nuestra opción es elegir otra ruta más peligrosa, viajar rápidos y discretos y confiar en que dos hombres solos les pasen desapercibidos a los Gaudabas. Así, no tener escolta se convertirá en una ventaja.

Derguín asintió y tragó saliva. Se acababa de dar cuenta de dónde se había metido.

—Ten valor. Ahora eres
tah
Derguín. No lo olvides.

Mal tiempo

C
asi a media tarde, Kratos y Derguín salieron de Koras. Al ser el primer día del mes, las lunas se pusieron poco después de anochecer. Durante dos o tres horas, aprovecharon el resplandor plateado del Cinturón de Zenort. Pero el cielo no tardó en cubrirse y empezó a llover cuando caminaban por una senda de tierra, al sur de la calzada principal. Buscaron refugio en una finca. Un perro empezó a ladrarles. El dueño salió cubriéndose la cabeza con un capote y armado con una hoz. A su lado venía uno de sus hijos, un muchacho de unos quince años con un farolillo. Al ver que eran guerreros, torcieron el gesto. Kratos les dijo que sólo querían alojamiento para esa noche y que no los molestarían. Derguín añadió que podían pagarles bien. Unas monedas ahora, y otras por la mañana.

Los dejaron dormir en una pequeña cuadra, donde había también un pollino y un caballo viejo. A duras penas lograron meter sus dos monturas y acomodarse ellos en un rincón. Despertaron encogidos, pero secos. Le compraron al campesino un queso, una perdiz y unos cuantos huevos cocidos y se marcharon de allí.

Un viento frío arrastraba las nubes y despejaba poco a poco el cielo. Había llovido fuerte durante la noche: las acequias y regatas corrían rebosantes de agua y el suelo estaba tan embarrado que los caballos avanzaban a duras penas.

—No nos vendría mal encontrar una calzada.

—Es peligroso —recordó Kratos-. Mejor perder algo de tiempo ahora que la cabeza después.

Conversaban poco. De vez en cuando se contaban historias que les habían sucedido a ellos mismos o que habían escuchado de otros, pero la mayor parte del tiempo permanecían entregados a sus propios pensamientos. Evitaban hablar de la Espada de Fuego; como mucho, comentaban lo que harían hasta llegar al mar, pero más allá se abría un silencio.

Durante todo el día marcharon por caminos que corrían entre huertos, fincas y tierras de labor. A menudo se encontraban con tapias y cercados que les impedían seguir hacia el oeste. Aquellos obstáculos impacientaban a Kratos, como si en vez de estar allí de siempre los hubieran puesto sus rivales, a los que imaginaba cada vez más cerca de aquella misteriosa isla de Arak. Derribaron más de una barda y cruzaron a caballo más de un sembrado; en un par de ocasiones los campesinos les tiraron piedras desde lejos e incluso les azuzaron a sus mastines.

A media tarde llegaron a un terreno abierto, de pastizales verdes en los que pacían rebaños de vacas que contemplaban su paso con la apariencia de sabiduría que da el no tener nada en que pensar. Soltaron riendas y aceleraron la marcha, contentos de ver un horizonte más despejado. Llegaron ante un cerro al que Kratos se empeñó en subir para otear el panorama. Dejaron los caballos atados a media ladera y terminaron la ascensión a pie, para rebajar sus siluetas y evitar que se perfilaran contra el cielo. Allí arriba el viento soplaba aún más frío. Al oeste los esperaba otra zona de cultivos, aunque allí los campos se veían más extensos; en medio crecían bosquecillos y también se vislumbraban aldeas, borrones oscuros entre el manto verde. En lontananza se divisaba una línea de elevaciones, azuladas por la distancia. Derguín consultó el mapa y comparó los meticulosos trazos de Tarondas con lo que se veía.

—Las Kremnas.

—Así es —contestó Kratos.

Volvieron la mirada al este, por donde habían venido. A lo lejos se veía a un jinete solitario. Ambos se hicieron visera con las manos; Derguín, cuyos ojos eran más jóvenes, creyó descubrir quién era.

—La mujer.

—¿Quién? ¿Tylse?

—Sí. Parece que nuestra amiga nos sigue. O tal vez sea casualidad.

Kratos soltó un bufido.

—No creo en las casualidades. Si es ella, nos está siguiendo. Tendremos que andar con cuidado y dormir por turnos si hace falta.

—¿Crees que será capaz de atacarnos mientras dormimos?

—Ya sé que esa hembra tiene unos pechos espléndidos, pero trata de pensar con la cabeza y no con la entrepierna. Es nuestra rival. Desea la Espada de Fuego tanto como tú o como yo. Olvídate de las cervezas que compartimos, y si la tienes al alcance de tu espada procura ser más rápido que ella.

Pero, aunque no lo reconociera, al propio Kratos le parecía una lástima rebanar ese precioso cuello. Lo mejor para todos sería que la brava Tylse se mantuviera a distancia.

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