La espada encantada (21 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Había unos puntos de oscuridad en el límite de esa sombra, y después la fina red de fuerza que los ataba a otro poder, oculto en una sombra tan profunda que ni la fuerza de la piedra estelar podía atravesarla.

Después distinguió los cuerpos peludos que esas fuerzas ocultaban, agazapados, silenciosos e inmóviles entre pequeños arbustos que nunca hubieran logrado ocultarlos de no haberse amparado ellos en la invisibilidad.

Gatos. Acechando a los ratones. Y los ratones somos nosotros.
Observó a su propio grupo avanzando hacia la emboscada. Empezó a descender hacia su cuerpo una vez más.
Cambia de ruta. Evita esa emboscada.

Pero no. Parpadeó, observando por entre las orejas de su caballo, advirtiendo que, sin duda, los hombres-gato los seguirían, y si había otra emboscada más adelante quedarían encerrados entre ambos grupos. Se contentó con volver la cabeza hacia Eduin y advertir:

—Hombres-gato allí adelante. Preparaos.

Después salió una vez más de su cuerpo, concentrándose a fondo en la piedra estelar, y se encontró flotando por encima de los hombres-gato, estudiando las tenues redes de fuerza que ocultaban los cuerpos, advirtiendo que las hebras se abrían en abanico desde las sombras. ¿Cómo y cuándo podían romperse esas redes?

Advirtió el ataque, reflejándose en la tensión de los cuerpos felinos que alcanzaba a ver con claridad en el supramundo, cuando él y sus hombres aparecieron a la vista. Vio cómo desenvainaban espadas cortas y curvas como garras. Y siguió esperando hasta que los hombres-gato agazapados se pusieron en pie y empezaron a correr rápida y ágilmente sobre la nieve, inaudibles con sus patas almohadilladas. Entonces se introdujo profundamente en la piedra estelar y lanzó una ráfaga de energía parecida a un relámpago, concentrada en la red de energía, y la desmoronó.

Estaba ya de vuelta a su cuerpo cuando los hombres-gato, sin advertir todavía que la mágica invisibilidad había desaparecido, se abalanzaron sobre ellos corriendo sobre la nieve. Pero antes de recobrar pleno control de su cuerpo, su caballo se encabritó, aterrorizado, y Damon, que reaccionó un segundo demasiado tarde, cayó sobre la nieve. Vislumbró a uno de los hombres-gato que se echaba sobre él, y sintió un súbito acceso de algo —no era exactamente miedo— cuando su mano cayó sobre la empuñadura de la espada de Dom Esteban.

...A millas de distancia, en el Gran Salón de Armida, Dom Esteban Lanart se despertó de su sueño. Tensó los hombros y plegó los delgados labios en una sonrisa (o una mueca), conocida en centenares de campos de batalla...

Damon se encontró de pie, mientras su mano extraía sin vacilación la espada de la vaina. La punta desgarró el vientre peludo y blanco, y la sangre manchó el filo de la hoja que ya se dirigía contra el segundo hombre-gato.

Cuando el enemigo cargaba contra él, vio y sintió cómo giraba la muñeca ligeramente y la hoja se interponía parando la estocada, sintió que su pierna daba un pequeño paso atrás, y de repente la punta de la espada se había enterrado ya en la garganta peluda.

Echó un breve vistazo a Eduin y Rannan, soberbios jinetes como todos los hombres del Dominio Alton, que hacían girar a los asustados caballos, tirando estocadas contra los cuerpos grises que los rodeaban. Uno cayó bajo una coz del caballo de Rannan, pero Damon ya no tenía más tiempo; unos ojos verdes lo miraban, y una boca con colmillos como agujas se abría en un siseo de amenaza. Los mechones de pelo negro se estremecieron sobre las orejas cuando la criatura blandió la espada para desviar la de Damon y giró, mientras la hoja centelleaba. Damon sintió un espasmo de terror, pero ya su propia hoja caía sobre la cabeza del hombre-gato. Las dos armas chocaron y se produjo un chispazo en medio del frío. La cara del gato se acercó a él, y durante un segundo combatió contra el aire.

El animal se hacía invisible por segundos, el poder que se escondía en las sombras trataba de proteger de nuevo a sus esbirros. El terror ciego y la desesperación lo invadieron por un instante de manera tan dolorosa que se preguntó si lo habrían herido. Entonces, con un profundo suspiro, supo lo que debía hacer, y se concentró en la piedra estelar. Mientras entregaba su cuerpo a la pericia de Esteban, rogó que el vínculo se mantuviera. Después se olvidó de él (estuviera o no a salvo en manos de Esteban, su intervención no serviría de gran ayuda) y se lanzó hacia arriba, hacia el supramundo.

La sombra se erguía descolorida y terrible ante él, y de ella salían tentáculos ondulantes, que procuraban ocultar las furiosas sombras rojas de los gatos en combate.

Se introdujo a ciegas en las redes de energía y se dio cuenta de que, sin habérselo propuesto, tenía en la mano una hoja de energía pura. La lanzó sobre las finas sombras y el telón de oscuridad desapareció. Los tentáculos cercenados retrocedieron temblando hasta la sombra, y los extremos se esfumaron y desvanecieron. La sombra se arremolinó, retrocedió, y entre la oscuridad apareció una enorme cara felina que lo observaba.

Alzó su reluciente espada y se enfrentó a la gran amenaza. De una manera vaga era consciente de las formas diminutas que combatían, cuatro gatos pequeñitos, tres hombrecillos diminutos, y uno de esos hombres... seguramente era Dom Esteban, ésa era su finta, su estocada...

La niebla oscura volvió a arremolinarse, ocultando al gran gato, y ahora sólo distinguía los ojos centelleantes y la feroz sonrisa maligna frente a él. En el fondo de su mente, un susurro lunático con la voz de Damon masculló: «A menudo he visto un gato sin sonrisa, ¿pero una sonrisa sin gato...?» Por un momento se preguntó si se estaría volviendo loco.

Por debajo de él, sólo dos criaturas-gato seguían luchando. Despreocupado, observó que uno de ellos caía, abatido por la espada del hombre que luchaba desmontado. Uno de los jinetes dio cuenta del segundo. Las sombras ocultaron los grandes y resplandecientes ojos, y su fulgor verde, tras la gris cortina de niebla, se tornó rojo, como ascuas lejanas: después el muro gris los borró. Cayó sobre él una negra flecha de fuerza, y él la detuvo con la espada flamígera. Esperó, pero la niebla gris no se aclaró, no se atisbaban indicios del rojo resplandor de los ojos del gato. Por fin se dejó caer hacia la tierra, hacia su cuerpo...

La espada estaba manchada de sangre, y también el pelo gris de las muertas criaturas que yacían sobre la nieve. Apoyó en el suelo la punta de la espada, y de repente advirtió que todo su cuerpo temblaba.

Eduin hizo girar su caballo y se acercó a él. Se le había abierto la herida del rostro, y del ungüento azul que le habían puesto para protegerla del frío emergían unas gotas de sangre; por lo demás parecía indemne.

—Se han ido —informó, y su voz sonó extrañamente remota y cansada—. Acabé con el último. ¿Voy en busca de tu caballo, lord Damon?

El sonido de su nombre sacó a Damon de una furia sin causa, ciega y dirigida contra Eduin, una ira que él mismo no podía comprender. Temblando, advirtió que había estado a punto de insultar al hombre, de gritarle con furia por haberle arrebatado la presa, una cólera tan grande que lo hacía temblar de la cabeza a los pies, como si casi recordara haber dado cuenta del último hombre-gato, mientras Eduin pasaba a su lado y le arrebataba la última presa.

—¡Lord Damon! —La voz de Eduin sonó más aguda y llena de preocupación—. ¿Estás herido? ¿Qué te ocurre,
vai dom
?

Damon se pasó la mano por la sudorosa frente. Entonces se dio cuenta de que tenía un rasguño en el dorso de la mano izquierda.

—Me he hecho cortes peores al afeitarme —dijo, y en aquel instante...

...En aquel instante Andrew Carr se incorporó, sacudiendo la cabeza, sudoroso y temblando por el recuerdo de lo que (
¿él?
) había visto y hecho.

Había vivido todo el combate a través del cuerpo y de la mente de Damon.

Damon estaba a salvo. Y Andrew podía establecer contacto con él... y con Calista.

10

Las nubes de la tarde empezaban a acumularse cuando Damon y sus hombres tomaron un camino colmado de hierbas altas que conducía a un pequeño racimo de casas apiñadas en un valle al pie de una ladera.

—¿Es ésta la aldea de Corresanti? —Preguntó Eduin—. No conozco demasiado esta parte del país. Y además —hizo una mueca—, todo parece extraño en medio de esta condenada niebla. ¿Está realmente aquí, la sombra y la oscuridad, o acaso han influido de alguna manera sobre nuestras mentes para hacernos creer que está más oscuro?

—Creo que es real —respondió Damon lentamente—. Los gatos no son animales diurnos, sino nocturnos. Puede ser que quien esté haciendo esto no se sienta cómodo a la luz del día, y quizás ha generado esta niebla para proteger los ojos de su gente. No es una tarea complicada si se cuenta con una piedra estelar, pero desde luego ninguno de nosotros querría hacerlo: tenemos muy poca luz del sol, incluso en el verano.

No es una tarea complicada. Pero requiere poder. Sea quien sea el caudillo de los gatos, tiene un poder que aumenta con rapidez. Si no lo derrotamos pronto, puede volverse demasiado fuerte y ya no podremos hacerlo. Nuestra tarea es rescatar a Calista. Pero si la rescatamos y abandonamos estas tierras a las sombras, otros sufrirán. Sin embargo, no podemos atacarlo mientras no liberemos a Calista, pues su primera reacción será matarla.

Se había preparado para enfrentarse a un espectáculo desagradable, gracias al recuerdo de las palabras de Reidel, «jardines marchitos», pero no esperaba la escena de destrucción y desastre con que se encontró al pasar ante las pequeñas casas y granjas. Los campos se extendían oscuros bajo el débil sol, con las plantas marchitas, las zanjas de riego putrefactas y llenas de hongos semipodridos, las grandes aspas de los molinos astilladas y rotas, inútiles. Aquí y allá, desde algunos establos, llegaban los penosos balidos y mugidos del ganado olvidado. En medio del camino, casi bajo los cascos del caballo de Eduin, un niño harapiento estaba sentado mascando una raíz repugnante. Cuando pasaron los jinetes, alzó la mirada y Damon pensó que nunca antes había observado tanto terror y desesperanza en una cara humana. Pero el niño no lloró. O ya estaba más allá de las lágrimas o, como Damon sospechó, estaba demasiado débil para llorar. Las casas parecían abandonadas, salvo por algún rostro pálido y vacuo que aparecía de vez en cuando detrás de una ventana, atraído sin curiosidad por el sonido de los cascos de los caballos.

Eduin se llevó las manos a los ojos.

—¡Bendita Cassilda, protégenos! ¡No he visto nada parecido desde la última fiebre que arrasó las tierras bajas! ¿Qué les ha ocurrido?

—Hambre y terror —dijo brevemente Damon—. Un terror tan grande que ni siquiera el hambre puede obligarlos a salir a los campos oscuros. —Experimentó tanta ira y furia que se sintió a punto de estallar en maldiciones, pero se aferró a su piedra estelar y se obligó a aquietar la respiración. Otra deuda, otro punto en contra del Gran Gato y sus esbirros, el pueblo-gato que había destruido esta aldea inocente como diversión.

El otro guardia, Rannan, no podía calmarse con igual facilidad. Tenía el rostro descompuesto.

—Lord Damon —casi suplicó—, ¿no podemos hacer algo por esta gente? ¿Nada?

—Sería tan sólo poner una venda sobre una herida mortal, Rannan, y apenas podríamos ayudarlos antes de que aquello que los ha destruido se volviera contra nosotros y nos hiciera lo mismo. Tal vez la única forma útil de actuar sea atacando el corazón del cáncer, y no podemos hacerlo mientras tengan a mi pariente en su poder.

—¿Y cómo sabemos que aún está viva, señor?

—Lo sé por medio de la piedra estelar —explicó Damon. Era fácil decir eso que puntualizar que Andrew se las arreglaría para comunicarse con él—. Y juro que si me entero de que ella ha muerto, ¡lanzaremos todas nuestras fuerzas para atacar y exterminar todo este nido de maldad... hasta la última garra y el último bigote! —Con resolución, desvió la vista del horroroso espectáculo de ruina y desolación—. Vamos —ordenó—, í rimero debemos llegar a las cuevas.

Y una vez allí
, pensó con desánimo,
probablemente tendremos problemas para entrar, y también para encontrar el escondrijo donde tienen a Calista.

Se concentró en la piedra, observando a la base de la colina donde, según recordaba por una excursión realizada años atrás, en la adolescencia, se abría la entrada de las cuevas de Corresanti. Tiempo atrás, esas cuevas se habían utilizado como refugio durante los inviernos más severos, cuando la nieve era tan espesa en las Kilghard Hills que ni los animales ni los hombres podían sobrevivir. Ahora se utilizaban como depósito de alimentos, para el cultivo de hongos comestibles, la cura de vinos y quesos, y cosas similares. O más bien, se habían destinado a estos usos hasta que las criaturas-gato se habían establecido en esta parte del mundo. Quizás había alimentos allí, pensó Damon, destinados a la supervivencia de esta gente hambrienta hasta que llegara la próxima cosecha, si el pueblo gato no había destruido todas las reservas por pura maldad. Así habían podido someter a los aldeanos. Suponiendo que no se hubieran sometido solos.

Le pareció que una enorme oscuridad casi tangible caía desde el sombrío borde de la ladera, a unas cuantas millas de distancia, donde se ocultaba la entrada de las cuevas de Corresanti. Así pues, su conjetura había sido correcta. Las cuevas de Corresanti eran el corazón de la sombra, el núcleo de las tierras oscuras. En alguna parte, una inteligencia monstruosa, no humana, experimentaba a ciegas con un poder igualmente monstruoso y ciego. Damon era un Ridenow. Su casta había sido engendrada para percibir y tratar con inteligencias extrañas, y ese antiguo don indesligable de su sangre y sus células palpitó ahora de terror. Pero logró dominarlo, y siguió cabalgando en línea recta a través de las desiertas calles de la aldea.

Miró a su alrededor, buscando algún rostro humano, algún signo de vida. ¿Estarían todos aterrorizados hasta la insensibilidad? Su mirada se dirigió hacia una casa que conocía, había estado allí un verano, siendo joven, mucho mucho tiempo atrás. Detuvo el caballo, mientras un súbito dolor le atenazaba el corazón.

No he visto a ninguno de ellos durante años. Mi nodriza se casó con un MacAran, vasallo de Dom Esteban, y yo solía venir aquí a pasar el verano. Sus hijos fueron mis primeros compañeros de juegos.
De repente Damon no pudo soportarlo más. ¡Tenía que saber qué ocurría en esa casa!

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