La espada encantada (24 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Volvió a liberar la espada, y el tercer guardia-gato se agazapó y empezó a retroceder sobre el suelo de la cueva, con la hoja curva junto a la cabeza, preparado para responder con esa extraña defensa giratoria. Damon dio un paso hacia él, atento, y esperó...

Se deslizaron los segundos y su cuerpo no hizo nada que él no le mandara. Se concentró en el contacto... y nada. Sólo el latido ininterrumpido, sobrecargado, de la matriz gigante, en las profundidades de la cueva, invisible, casi inimaginable, pero real y pavorosa. Dom Esteban no podía establecer contacto con él aquí.
No había establecido
contacto. Damon casi dejó caer la espada por la sorpresa. No había estado en contacto con Dom Esteban, y sin embargo había matado a dos hombres-gato.

Y mataría a un tercero. Ahora.

¿Por qué no? Siempre había comprendido todos los movimientos, había sido discípulo de maestros esgrimistas, aun cuando en la práctica los hubiera eludido... tal vez ése era el problema. Se había preocupado más por reflexionar acerca de la vida que por vivir, había mantenido cuerpo y mente siempre separados; tal vez el contacto con Dom Esteban había conseguido que sus músculos y nervios supieran de forma automática cómo reaccionar...

El hombre-gato aulló y se lanzó al ataque, y él extendió la espada, sosteniéndose en el suelo con la otra mano. La espada curva siseó junto a su cabeza, erró, y notó algo húmedo y pegajoso manando sobre su brazo. Liberó la propia espada con un tirón y se incorporó. ¿En qué dirección, ahora, para llegar a Calista? Rápido, antes de que el Gran Gato lo descubra...

Miró a su alrededor, en busca de Andrew, y lo vio, una imagen fugaz al final del corredor; y luego desapareció...

Andrew, compartiendo la lucha con Damon, oyó repentinamente algo parecido a un sollozo, y descubrió a Calista. Le pareció que estaba tendida en el suelo, a sus pies... y de golpe se dio cuenta de que se había desplazado mucho más al interior, a un nivel más profundo de las cuevas donde las paredes resplandecían tenuemente con una pálida fosforescencia verdosa. Calista yacía en la oscuridad, pero cuando abrió los aterrorizados ojos, Andrew descubrió la forma de una de las criaturas-gato que se deslizaba hacia ella en la oscuridad. Calista se puso en pie y retrocedió, impotente, defendiéndose con los brazos. La criatura-gato tenía en la garra una daga curva, y Andrew corrió hacia ella, debatiéndose, impotente.

Necesito mi cuerpo, no puedo defenderla desde el supramundo...

Por un instante osciló entre la cueva donde Calista huía ciegamente del cuchillo del hombre-gato y el cuarto de Armida donde se encontraba su cuerpo custodiado por Ellemir. Iba y venía, indeciso, desesperado.
No puedo volver, debo permanecer con Calista...

Después hubo un relámpago azul, una lacerante y deslumbradora descarga eléctrica, y Andrew sintió que caía en la cueva, en la más absoluta oscuridad salvo por el resplandor de los hongos, torciéndose el tobillo al caer.

Gritó como advertencia, y corrió ciegamente hacia la cosa-gato. (
¿Cómo he llegado aquí? ¿Cómo? ¿Estoy verdaderamente aquí?
) Tropezó y los dedos de sus pies golpearon dolorosamente contra las rocas sueltas. Alzó unas rocas; el hombre-gato giró, aullando, pero Andrew alzó las rocas y las estrelló con fuerza contra la sien de la criatura. El gato cayó con un aullido, se estremeció y quedó inmóvil. La fuerza del golpe había desparramado los sesos en el suelo; Andrew resbaló sobre ellos y casi cayó.

—Creo que no hay duda —dijo como un tonto—, verdaderamente
estoy
aquí.

Corrió hacia Calista, encogida contra la pared, que lo miraba con incomprensión y terror.

—Querida —gritó—, Calista... querida... ¿estás bien? ¿Te han herido? —La abrazó y ella se apoyó contra él. La sintió sólida, cálida y real, y la estrechó muy fuerte mientras el cuerpo de ella se estremecía con sollozos profundos e incontenibles.

—Andrew... Andrew —repetía—, de verdad eres tú...

Él oprimió la boca contra la húmeda mejilla y repitió:

—Soy yo y ahora estás a salvo, querida. Vamos a sacarte de aquí. ¿Puedes caminar?

—Sí —contestó ella, recuperando un poco la compostura—. No sé cómo salir pero he oído que hay cuerdas en las paredes, podemos tantear el camino hasta la entrada. Si me das la piedra estelar podré producir un poco de luz —dijo, recordándolo por fin, y Andrew la extrajo con suavidad y se la dio.

Ella la acuñó con ternura entre las manos. A la pálida luz azulada de la piedra, más tenue que la luz del supramundo pero suficiente para ver, él observó que las facciones delicadas y adorables de la joven estaban distorsionadas por el terror.

—Damon —susurró—. ¡Oh, no, Andrew! ¡Andrew, ayúdame! —Y en un momento sus dedos buscaron la mano de Andrew y sus pensamientos se entrelazaron.

Entonces, experimentando una nueva descarga eléctrica, Andrew se halló de pie en una gran cámara de las cavernas, parcialmente iluminada, en cuyo extremo resplandecía con doloroso brillo una gema como la piedra estelar, pero enorme, con un centelleo que le laceraba los ojos.

Damon, que parecía muy pequeño, se acercaba a ella con rapidez. Y una vez más, la mente de Damon se fundió con la de Andrew y éste vio, a través de los ojos de Damon, la figura agazapada detrás de la gran piedra. Tenía las patas quemadas, y los bigotes, y muchas zonas del pelo se habían calcinado. Damon alzó la espada...

Y se halló en el supramundo, y delante él, majestuoso y amenazante, se erguía el Gran Gato, más alto que un árbol. Lo miraba desde la altura con grandes ojos rojizos como gigantescas ascuas, y aulló, un gran rugido que colmó el espacio. Levantó una pata y Damon retrocedió, consciente de que el golpe lo haría volar como si fuera un débil ratón...

En aquel instante, Calista gritó, y dos perros gigantescos, uno enorme y pesado, otro más pequeño y ágil, con grandes colmillos relucientes, saltaron a la garganta del gato y empezaron a acosarlo, ladrando.
¡Andrew y Calista!
Sin detenerse a pensar, Damon volvió a su cuerpo y se abalanzó hacia delante, blandiendo la espada, se lanzó sobre la criatura-gato, percibiendo que el zumbido se convertía en un aullido, en locos gemidos, en confusos ladridos Y siseos que llenaban todo el espacio. La espada tembló cuando Damon, que la sostenía y la empujaba con toda su fuerza con las manos doloridas y quemadas, la enterró hasta la empuñadura en el cuerpo de la criatura-gato.

Aulló y se retorció sobre la espada. La gran matriz se incendió y lanzó chispas, láminas llameantes. Abruptamente las luces se apagaron y las cuevas quedaron en silencio, oscuras salvo por el pálido resplandor de la piedra estelar de Calista. Los tres estaban de pie, muy cerca unos de otros. Calista sollozaba y se aferraba a ellos. En el suelo, a sus pies, yacía un ser quemado, calcinado y renegrido, que hedía a pelo quemado. Se parecía muy poco a un hombre-gato o a cualquier otro ser viviente.

La gran matriz estaba ante ellos, y despedía un brillo muerto, apagado, vidrioso. Se soltó, cayó con un tintineo sobre el piso de la cueva, y se rompió en pedazos.

12

—¿Qué ocurrirá ahora con las tierras oscuras? —preguntó Andrew mientras cabalgaban lentamente de regreso a Armida.

—No estoy seguro —contestó Damon sin fuerzas. Estaba muy cansado y recostado sobre la montura, pero se sentía en paz.

Habían encontrado provisiones y vino en las cuevas (al parecer los hombres-gato no se habían molestado en explorar todos los corredores) y comido y bebido bien. También había ropas, incluso mantas de piel, pero Calista demostró repugnancia, y había declarado que por nada del mundo volvería a ponerse una piel mientras viviera. Al fin, Damon le había dado la capa de piel a Eduin y envuelto a Calista en la gruesa capa de lana del guardia.

Ella cabalgaba ahora en la parte delantera de la montura de Andrew, aferrada a él, con la cabeza contra su pecho, y él bajaba la cabeza para sentir en la mejilla la suavidad del cabello de Calista. El espectáculo hizo que Damon añorara a Ellemir, pero eso podía esperar. No estaba seguro de que Andrew hubiera escuchado siquiera su respuesta, pero de todas maneras prosiguió:

—Ahora que hemos destruido la matriz, los hombres-gato ya no tienen ninguna arma supranormal para provocar miedo u oscuridad. Podemos enviar un destacamento y eliminarlos. Los aldeanos, casi todos, se recuperarán cuando haya desaparecido la oscuridad y ya no sentirán miedo.

A sus pies, en el valle, Damon divisó las luces de Armida. Se preguntó si Ellemir sabría que volvía con Calista sana y salva, y que las tierras oscuras estaban ya limpias. Damon esbozó una sonrisa. El anciano debía de estar preocupado e impaciente por saber qué había ocurrido desde que había perdido contacto con Damon en aquella barrera. Dom Esteban probablemente creía (siempre había despreciado a Damon, considerándolo un debilucho) que su pariente había muerto pocos segundos después. Bien, sería una agradable sorpresa para el anciano, y a Dom Esteban le hacían falta unas cuantas sorpresas agradables para compensarlo del golpe que recibiría cuando descubriera lo de Calista y Andrew. Eso no sería nada agradable, pero el viejo les debía algo, y Damon pensaba retorcerle el brazo hasta que les concediera el permiso. Advirtió con profundo placer que esperaba casi con ansia ese momento, que ya no le asustaba el tremendo anciano. Ya nada le asustaba. Sonrió, y se retrasó para cabalgar otra vez junto a Eduin y Rannan, que compartían un caballo, ya que habían cedido el otro a Andrew y Calista.

El terráqueo ni siquiera advirtió que Damon se había retirado. Calista estaba arropada entre sus brazos, y tenía el corazón tan colmado que apenas si podía pensar con claridad.

—¿Tienes frío, querida? —susurró.

Ella se acurrucó más contra él.

—Algo —murmuró—, pero estoy bien.

—Falta poco. Te arroparemos bien. Ellemir cuidará de ti.

—¡Prefiero tener frío al aire libre, y no calor en esas cuevas hediondas y sucias! ¡Oh, las estrellas! —exclamó, casi extasiada.

Él la abrazó más fuerte, consciente de que ella estaba tan cansada que podía caerse. Descubrió las luces de Armida, recibiéndolos con un guiño, más abajo.

—No será fácil —murmuró ella—. Mi padre se enfadará. Piensa en mí como Celadora, no como mujer, y no aprobaría que yo prefiriera dejar mi cargo y casarme con cualquiera. Esto será mucho más duro, ya que tú eres terráqueo. —Pero sonrió y se acercó más a él—. Bien, tendrá que acostumbrarse a la idea. Leonie se pondrá de nuestra parte.

Lo daban todo por hecho, pensó Andrew. De algún modo, él tendría que enviar un mensaje a la Ciudad Comercial, eso sería fácil, diciendo que no iba a regresar. Ésa era la parte difícil. Con esta nueva habilidad que había descubierto... bien, tenía que aprender a usarla. Después... bueno, ¿quién podía decirlo? Debía haber algún trabajo que él pudiera hacer, algo destinado a acelerar el momento en que los darkovanos y los terráqueos ya no se consideraran especies diferentes.

No podían
ser tan diferentes. Incluso los nombres reflejaban la identidad: Calista, Damon, Eduin, Caradoc, Esteban. Aceptaba la posibilidad de algunas coincidencias, pero esto ya era demasiado. No era lingüista, pero se negaba a aceptar que esta gente pudiera haber creado al azar nombres tan parecidos o idénticos a los terráqueos. Ni siquiera Ellemir era tan raro: la primera vez que lo había oído había creído que era Eleonor. No sólo eran nombres terráqueos, sino también europeos occidentales, de la época en que esas distinciones todavía existían en la Tierra.

Sin embargo, el Imperio Terrano había descubierto este planeta hacía menos de cien años, y la Ciudad Comercial se había construido apenas cincuenta años atrás. Lo poco que sabía del planeta le demostraba que su historia era más extensa que la del Imperio.

¿Dónde estaba, entonces, la respuesta? Había historias de «naves perdidas», que habían partido de la Tierra en épocas anteriores al Imperio, miles de años atrás, y desaparecido sin dejar rastro. La creencia general era que la mayoría se había destruido —las naves de aquella época eran artefactos ridículos, que funcionaban con una primitiva impulsión atómica o de antimateria—. Pero tal vez alguna de ellas
había
sobrevivido. Se enfrentó con el hecho de que tal vez nunca lo sabría, pero disponía del resto de su vida para averiguarlo. De todos modos, ¿qué importancia tenía? Sabía cuánto necesitaba saber.

Estrechó a Calista; ella hizo un pequeño e involuntario movimiento de protesta, después sonrió y se acercó deliberadamente a él. Andrew pensó:
En realidad no sé nada de ella.
Entonces, recordando aquel increíble momento de fusión entre los cuatro, de aceptación total, advirtió que también de ella sabía cuánto necesitaba saber. Ya había notado que Calista no evitaba los roces casuales. Pensó, con gran ternura, que si la habían condicionado para no sentir deseo y para no responder sexualmente, al menos ese condicionamiento no era irrevocable. Tenían tiempo de sobras para esperar. Sospechaba que el condicionamiento ya se había ido deteriorando durante los días pasados en el terror, la oscuridad y la soledad, debido a la necesidad de contacto humano. Pero de todas maneras, ya se pertenecían mutuamente de la manera más importante. El resto vendría por sí solo. Estaba seguro de eso, y descubrió que se preguntaba, caprichosamente, si la precognición se encontraría entre los nuevos talentos psi que se proponía explorar.

Mientras cruzaban las enormes puertas de Armida, empezó a caer una leve nevada, y Andrew recordó que menos de una semana antes había estado tendido en una cornisa, en medio del rugir de la tormenta, dispuesto a morir.

Calista se estremeció (¿también ella recordaba?). Andrew se inclinó sobre ella y murmuró con ternura:

—Ya casi estamos en casa, querida.

—Y no le resultó extraño imaginar que Armida era su hogar.

Había seguido un sueño, y el sueño le había conducido hasta aquí.

La autora

Marión Zimmer Bradley, escritora americana nacida e3 de junio de 1930, se dio a conocer en el mundo de los aficionados a la ciencia ficción a finales de los años cuarenta por sus repetidas cartas a revistas y fanzines firmadas como Marión «Astra« Zimmer.

Su primer relato corto se publicó en 1954 en Fantasy and Science Fiction, con el título CENTAURUS CHANGELING y sus primeras novelas aparecieron en la década de los sesenta tras SEVEN FROM THE STARS (1957). Pero su consagración llegó en los setenta por el éxito de la serie Darkover, formada por más de una veintena de novelas y casi media docena de antologías de relatos. Iniciada en los años sesenta con una temática de space opera, la serie Darkover se convirtió en la década siguiente en el paradigma de la fantasía nacida al amparo de la ciencia ficción, e ilustra el paulatino decantamiento de este género hacia las temáticas más propias de la fantasía.

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