La Estrella de los Elfos (19 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

»¡No tiene importancia! ¡Que el dinero no tiene importancia! Hasta aquel momento, Cal lo había tenido por un chiflado pero, desde entonces, lo considera un loco furioso y está convencida de que deberían tenerlo encerrado en alguna parte. Creo que lo haría ella misma, si no temiera la reacción de padre.

»Y luego está el día en que el dragón estuvo a punto de quedar suelto. ¿Recuerdas que el viejo tiene bajo un hechizo a esa criatura (Orn sabe cómo y por qué)? Nos habíamos sentado a desayunar cuando, de pronto, se produjo una terrible conmoción fuera de la casa; ésta tembló como si fuera a derrumbarse, las ramas se quebraron y las astillas se clavaron en el lecho de musgo, y apareció por la ventana del comedor un feroz ojo encarnado que nos miró.

»"¡Toma otro bollo, anciano!", dijo con voz amenazadora y siseante. "Con mucha miel. Necesitas engordar, estúpido. ¡Igual que el resto de esa carne rolliza y jugosa que te rodea!"

»Le centelleaban los dientes y la saliva rezumaba de su lengua bífida. El humano estaba pálido como un fantasma. Los escasos criados que aún quedaban en la casa corrieron hacia la puerta dando alaridos.

»"¡Ja, ja!", exclamó el dragón. "¡Comida rápida!"

»El ojo desapareció. Corrimos a la puerta principal y vimos descender la cabeza del dragón, con las mandíbulas a punto de cerrarse sobre la cocinera.

»"¡No! ¡Ella no!", gritó el hechicero. "¡Ella sabe hacer maravillas con el pollo! Coge al mayordomo. Nunca me ha caído bien", se volvió hacia padre y añadió: "No sabe estar en su sitio."

»"¡Pero no puedes dejar que se coma a todo el personal!"

»"¿Por qué no?", gritó Cal. "¡Que se nos coma a todos! ¿Qué le importa eso a él?"

»Deberías haber visto a Cal, hermano. Daba miedo. Se puso tensa, rígida, y se limitó a quedarse en el porche delantero, con los brazos cruzados ante el pecho y las facciones duras como el pedernal. El dragón parecía jugar con sus víctimas, empujándolas como si fueran corderos, observando cómo se escondían tras los árboles y lanzándose sobre ellas cuando salían a campo abierto.

»"¿Y si le entregamos al mayordomo y, pongamos, un par de criados? Para templarle los ánimos, por decirlo de algún modo..."

»"Yo... me temo que no", contestó el pobre padre, que temblaba como una hoja. El humano exhaló un suspiro.

»"Tienes razón, supongo. No debo abusar de tu hospitalidad. Aunque es una lástima, porque los elfos son muy fáciles de digerir. Pasan muy suavemente. Pero siempre se queda con hambre, después." El anciano empezó a subirse las mangas. "Enanos, no. No volveré a dejar que se coma un enano, después de lo sucedido la última vez. Tuve que pasarme la noche despierto a su lado. Veamos. ¿Cómo era ese hechizo? Esto... necesito una bola de excrementos de murciélago y un pellizco de azufre. No, un momento. Creo que me confundo de encantamiento..."

»Y, tras esto, el viejo se puso a caminar por el jardín, con toda la calma del mundo en medio de aquel caos, hablando consigo mismo sobre excrementos de murciélago. Para entonces ya había llegado un grupo de ciudadanos, armados hasta los dientes. El dragón estuvo encantado de ver tanta gente, y gritó no sé qué sobre "un
buffet
libre". Cal estaba plantada en el porche, chillando: "¡Cómete a todos!". Padre se retorció las manos hasta que se derrumbó en un sofá.

»Me avergüenza decirlo, Pait, pero me puse a reír. ¿Por qué me sucede esto? Debo de tener alguna tara que me hace romper a reír cunado se produce un desastre. Deseé con todo mi corazón que estuvieras presente para ayudarnos, pero no estabas. Padre no servía para nada y Cal no estaba mucho mejor. Desesperada, bajé corriendo al jardín y agarré al hechicero por el brazo en el mismo instante en que se disponía a alzarlo en el aire.

»"¿No tienes que cantar algo?", le pregunté. "¡Ya sabes, no sé qué sobre el conde Bonnie!"

»Era lo único que había entendido de la condenada cantinela. El humano parpadeó y su rostro se iluminó. Después, se volvió en redondo y me lanzó una mirada furiosa, con la barba erizada. El dragón, mientras tanto, perseguía a los ciudadanos por el jardín.

»"¿Qué te propones?", me preguntó el viejo, furioso. "¿Quieres encargarte de mi trabajo?"

»"No, yo..."

»"No metas las narices en asuntos de hechiceros", insistió con voz altisonante, "porque somos gente sutil y fácil de encolerizar. No es mío; lo dijo un mago amigo mío. Un tipo competente en su trabajo, que sabía mucho sobre joyería. Y tampoco era malo en fuegos artificiales. Aunque no era elegante en su indumentaria, como Merlín. Veamos, ¿cómo se llamaba...? Raist... No, ése era el joven tan irritante que siempre estaba dando hachazos y salpicando sangre. Muy desagradable. El nombre del otro era Gand... Gand no sé qué..."

»¡Me eché a reír como una loca, Pait! No pude evitarlo. No tenía idea de qué estaba parloteando el tipejo. ¡Era todo tan ridículo! Debo de ser una persona realmente perversa.

»"¡El dragón!" Agarré al anciano y lo sacudí hasta que le castañetearon los dientes. "¡Detenlo!"

»Zifnab me lanzó una mirada dolida.

»"¡Ah, sí!, para ti es muy fácil decirlo. ¡Tú no tienes que soportarlo después!"

»Tras un nuevo suspiro, empezó a cantar con esa voz aguda y temblorosa que le atraviesa a una la cabeza como un taladro. Como la vez anterior, el dragón levantó la cabeza y miró al hechicero. A la criatura se le nublaron los ojos y no tardó en empezar a mecerse al ritmo de la música. De pronto, el dragón volvió a abrir los ojos como platos y miró al viejo y dio un respingo.

»"¡Señor!", dijo con voz atronadora. "¿Qué haces aquí fuera, en mitad del jardín, en ropa de dormir? ¿No te da vergüenza?"

»La cabeza del dragón serpenteó sobre el jardín y se cernió sobre el pobre padre, que se había encogido debajo del sofá. Los ciudadanos, viendo distraída a la criatura, empezaron a levantar sus armas y a acercarse a ella cautelosamente.

»"Perdóname, maese Quindiniar", dijo el dragón con voz ronca y resonante. "Todo es culpa mía. Esta mañana no he llegado a tiempo de atender a mi amo." El dragón volvió la cabeza hacia el anciano hechicero. "Señor, había preparado la levita malva con los pantalones de rayas finas y..."

»"¿La levita malva?", lo interrumpió el viejo, con voz chillona. "¿Acaso se vio alguna vez a Merlín pasear por Camelot y lanzar encantamientos vestido con una levita malva? ¡Por todos los sapos, seguro que no! No conseguirás que..."

»Me perdí el resto de la conversación, pues tuve que dedicarme a convencer a los ciudadanos de que volvieran a casa. En realidad, no me habría disgustado librarme del dragón, pero era evidente que sus débiles armas apenas podían causarle daño y, en cambio, cabía la posibilidad de que rompieran el hechizo. Por cierto, fue poco después de esta escena, a la hora del almuerzo, cuando llegó al alcalde con la petición.

»Desde entonces, Pait, algo parece haberse roto en el interior de Cal. Ahora, nuestra hermana no hace el menor caso a la presencia del hechicero y su dragón. Sencillamente, hace como si no estuvieran. No le dirige la palabra al humano; ni siquiera lo mira. Se pasa el rato en la fábrica o encerrada en su despacho. Tampoco habla apenas con padre, aunque él ni se ha dado cuenta pues está demasiado atareado con sus cohetes.

»Bueno, Paithan, de momento dejo aquí el repaso a las novedades. Tengo que concluir para acostarme. Mañana voy a tomar el té con la madre de Durndrun y creo que cambiaré mi taza por la suya, no sea que me haya echado un poco de veneno.

»¡Ah!, casi se me olvida. Cal dice que el negocio va viento en popa, debido a los rumores de problemas procedentes del norint. Lamento no haber prestado más atención, pero ya sabes cuánto me aburre hablar de negocios. Supongo que eso significa más ingresos pero, como dice el anciano, ¿qué importa el dinero?.

»¡Vuelve pronto, Pait, y sálvame de esta casa de locos!.

»Tu hermana que te quiere,

»Aleatha»

CAPÍTULO 12

GRIFFITH, TERNCIA,

THILLIA

Concentrado en la carta de su hermana, Paithan advirtió vagamente que alguien entraba en la taberna, pero no levantó la vista hasta que una bota, de un enérgico puntapié, le quitó la silla en la que tenía apoyados los pies.

—¡Ya era hora! —dijo una voz en el idioma de los humanos.

Paithan alzó la vista y encontró la mirada de un humano alto, musculoso, de buena complexión y con una larga melena rubia que llevaba recogida en la nuca con una tirilla de cuero. El hombre tenía la piel muy bronceada salvo donde la cubrían las ropas y Paithan pudo apreciar que, de natural, era blanca y rubicunda como la de un elfo. Sus ojos azules eran francos y amistosos y en sus labios había una sonrisa congraciadora. Vestía los calzones de cuero con flecos y la túnica de piel sin mangas habituales entre los humanos.

—¿Quincejar? —Dijo el individuo, tendiéndole la mano—. Soy Roland. Roland Hojarroja. Encantado de conocerte.

Paithan dirigió una rápida mirada a la silla, volcada en medio de la taberna a consecuencia del puntapié. «Bárbaros», pensó. Pero de nada servía enfadarse, de modo que se puso en pie, adelantó la mano y estrechó la del humano siguiendo aquella extraña costumbre que elfos y enanos encontraban tan ridícula.

—Me llamo Quindiniar. Acompáñame a beber algo, por favor —respondió, sentándose de nuevo—. ¿Qué te apetece tomar?.

—Hablas nuestro idioma bastante bien, sin ese estúpido ceceo de la mayoría de los elfos. —Roland agarró otra silla y tomó asiento—. ¿Qué bebes tú? —Asió la jarra casi llena de Paithan y olfateó su contenido—. ¿Está bueno eso? Normalmente, la cerveza de por aquí sabe a meados de mono. ¡Eh, tabernero! ¡Tráenos otra ronda!.

Cuando llegaron las bebidas, Roland alzó su jarra.

—¡Por los juguetes!.

Paithan tomó un sorbo. El humano apuró la suya de un trago. Parpadeando y secándose las lágrimas, añadió con ojos llorosos:

—No está mal. ¿Vas a terminarte la tuya? ¿No? Ya me encargaré yo de hacerlo. No puedo permitir que se desperdicie. —Vació la otra jarra y, cuando hubo terminado, la dejó sobre la mesa con un fuerte golpe.

—¿Por qué estamos brindado? ¡Ah, ya recuerdo! Por los juguetes. Ya iba siendo hora, como decía. —Roland se inclinó hacia adelante, lanzando su aliento de cerveza a la nariz de Paithan por encima de la mesa—. ¡Los niños se estaban impacientando! He hecho cuanto he podido por aplacar a los pequeños... Supongo que entiendes a qué me refiero, ¿verdad?.

—No estoy muy seguro —respondió Paithan suavemente—. ¿Quieres tomar otra jarra?.

—Desde luego. ¡Tabernero! ¡Dos más!.

—Corre de mi cuenta —añadió el elfo al observar el gesto ceñudo del propietario del local.

Roland bajó la voz.

—Los niños... Los compradores, es decir, los enanos... están realmente impacientes. El viejo Barbanegra quería arrancarme la cabeza cuando le dije que el embarque se retrasaría.

—¿Le estás vendiendo las... los juguetes a los enanos?.

—Sí. ¿Hay algún problema, Quinpar?.

—Quindiniar. No; es sólo que ahora entiendo cómo has podido pagarlos a un precio tan alto.

—Entre nosotros, los muy idiotas habrían pagado el doble para conseguir lo que les llevamos. Están muy excitados por no sé que cuentos infantiles sobre unos gigantes humanos. Pero ya lo verás tú mismo...

Roland dio un largo sorbo a la cerveza.

—¿Yo? —Paithan sonrió y movió la cabeza a un lado y otro—. Debes de estar confundido. Una vez me hayas pagado, los «juguetes» son tuyos. Tengo que volver a mi casa. En estos tiempos estamos muy ocupados.

—¿Y cómo se supone que hemos de transportarlos? —Roland se pasó la manga por los labios—. ¿Llevando los cestos encima de la cabeza? He visto tus tyros en el establo. Todo está perfectamente embalado y podemos ir y volver en muy poco tiempo.

—Lo siento, Hojarroja, pero esto no estaba incluido en el trato. Págame el dinero y...

—Pero... ¿no crees que encontrarías fascinante el reino de los enanos?.

Esto último lo dijo la voz de una mujer, detrás de Paithan.

—Quincehart —dijo Roland, haciendo un gesto con la jarra—. Te presento a mi esposa.

El elfo se puso en pie educadamente y se volvió hacia la mujer.

—Me llamo Quindiniar.

—Encantada de conocerte. Soy Rega.

Era una humana de corta estatura, cabellos negros y ojos oscuros. Su indumentaria, de cuero con flecos como la de Roland, apenas cubría su cuerpo y dejaba poco de éste a la imaginación. Sus ojos, protegidos por unas largas pestañas negras, parecían llenos de misterio. Le tendió la mano y Paithan la tomó en la suya pero, en lugar de estrecharla como parecía esperar la mujer, se la llevó a los labios y depositó un beso en sus dedos.

La humana se ruborizó y dejó que su mano permaneciera unos instantes en la del elfo.

—Fíjate en esto, marido. ¡Tú nunca me tratas así!.

—Porque eres mi mujer —replicó Roland encogiéndose de hombros, como si aquello diera por zanjada la cuestión—. Toma asiento, Rega. ¿Qué quieres tomar? ¿Lo de costumbre?.

—Un vaso de vino para la dama —pidió Paithan. Cruzó la taberna, volvió con una silla y la colocó junto a la mesa para que Rega la ocupara. Ella se deslizó en el asiento con la agilidad de un animal. Sus movimientos fueron rápidos, limpios y decididos.

—Vino, sí. ¿Por qué no? —Rega lanzó una sonrisa al elfo, con la cabeza ligeramente ladeada y el cabello, oscuro y brillante, acariciando su hombro desnudo.

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