La Estrella de los Elfos (15 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

»Hemos logrado salir, pero las terribles penalidades que hemos soportado no nos han ablandado y debilitado como habían previsto nuestros enemigos. El fuego por el que hemos pasado nos ha forjado en un acero frío y afilado. Somos una hoja capaz de atravesar a nuestros enemigos. Somos un filo que ganará una corona.

»Volved. Regresad a vuestras tareas. Tened presente siempre lo que sucederá cuando regresemos a los mundos separados. Y llevad siempre con vosotros el recuerdo de lo que hemos dejado atrás.

Los patryn, consolados, ya no se sentían avergonzados. Vieron entrar a su amo en el Laberinto, lo vieron entrar en la Puerta con paso firme y resuelto, y lo honraron y adoraron como a un dios.

La Puerta empezó a cerrarse tras él, pero la detuvo con una áspera orden. Cerca de ella, tendido en el suelo boca abajo, acababa de descubrir a un joven patryn. Su cuerpo musculoso, tatuado de símbolos mágicos, llevaba las señales de terribles heridas; unas heridas que, al parecer, él mismo había curado empleando su propia magia, pero que lo habían dejado casi sin vida. El Señor del Nexo, en un nervioso primer examen al patryn, no observó la menor señal de que éste respirara.

Se agachó, alargó la mano hasta el cuello del joven buscando el pulso y se llevó una sorpresa al escuchar junto a sí un ronco gruñido. Una cabeza hirsuta se alzó junto al hombro del joven yacente.

El Señor comprobó con asombro que era un perro.

También el animal había sufrido graves heridas. Aunque emitía gruñidos amenazadores y hacía valientes intentos para proteger al joven, no podía sostener la cabeza en alto y el hocico le caía sin fuerza sobre las patas ensangrentadas. Sin embargo, los gruñidos no cesaron.

«Si le haces daño», parecía decir el animal, «encontraré de alguna manera las fuerzas necesarias para despedazarte.»

Con una leve sonrisa —una expresión muy extraña en él—, el Señor del Nexo alargó la mano en gesto apaciguador y acarició la suave pelambre del perro.

—Tranquilo, muchacho. No voy a hacerle ningún daño a tu dueño.

El perro se dejó convencer y, arrastrándose sobre el vientre, consiguió levantar la cabeza y frotar el hocico contra el cuello del joven. El contacto con la fría nariz despertó al patryn. Este alzó la mirada, vio al extraño individuo que se inclinaba sobre él y, siguiendo el instinto y la voluntad que le habían mantenido con vida, hizo un esfuerzo para incorporarse.

—No necesitas ninguna arma contra mí, hijo —dijo el Señor del Nexo—. Estás en la Última Puerta. Más allá existe un nuevo mundo, un lugar de paz y seguridad. Yo soy su dueño y te doy acogida.

El joven patryn consiguió ponerse a gatas y, oscilando ligeramente, alzó la cabeza y miró al otro lado de la Puerta. Sus ojos, nublados, apenas pudieron distinguir las maravillas de aquel mundo. Pese a ello, en su rostro se dibujó lentamente una sonrisa.

—¡Lo he conseguido! —murmuró en un ronco susurro entre sus labios manchados de sangre coagulada—. ¡Los he vencido!.

—Eso mismo dije yo cuando llegué ante esta Puerta. ¿Cómo te llamas?.

El joven tragó saliva y carraspeó antes de responder.

—Haplo.

—Un buen nombre. —El Señor del Nexo pasó los brazos por las axilas del herido—. Vamos, deja que te ayude.

Para su sorpresa, Haplo lo rechazó.

—No. Quiero... cruzar esa puerta... por mis propias tuerzas.

El Señor del Nexo no dijo nada, pero su sonrisa se agrandó. Se incorporó y se hizo a un lado. Apretando los dientes de dolor, Haplo se puso en pie con gran esfuerzo. Se detuvo un momento, mareado, y se sostuvo tambaleándose. El Señor del Nexo dio un paso hacia él, temiendo que volviera a caerse, pero Haplo lo rechazó de nuevo extendiendo una mano.

—¡Perro! —Dijo con voz quebrada—. ¡A mí!.

El animal se levantó, débil, y se acercó a su amo renqueando. Haplo apoyó la mano en la cabeza del perro para mantener el equilibrio. El animal soportó el peso con paciencia y con los ojos fijos en Haplo.

—Vamos —dijo éste.

Juntos, paso a paso con andar titubeante, los dos avanzaron hacia la Puerta. El Señor del Nexo, admirado, los siguió. Cuando los patryn del otro lado vieron aparecer al joven, no aplaudieron ni lanzaron vítores, sino que le dedicaron un respetuoso silencio. Nadie se ofreció a ayudarlo, aunque todos advertían que cada movimiento le causaba un evidente dolor. Todos sabían lo que representaba atravesar aquella última puerta por sí mismos, o con la única ayuda de un amigo fiel.

Haplo entró en el Nexo, parpadeando bajo el sol cegador. Con un suspiro, hincó la rodilla. El perro lanzó un gañido y le dio un lametón en el rostro.

El Señor del Nexo se apresuró a arrodillarse junto al joven. Haplo aún estaba consciente y el Señor le tomó la mano, pálida y fría.

—¡No olvides nunca! —le cuchicheó, apretando la mano contra su rostro.

Haplo alzó los ojos hacia el Señor del Nexo y sonrió...

—Bien, perro —murmuró el patryn, mirando a su alrededor en una última comprobación del estado de la nave—, creo que ya está todo dispuesto. ¿Qué me dices tú, muchacho? ¿Estás preparado?.

El animal levantó las orejas y lanzó un sonoro ladrido.

—Está bien, está bien. Tenemos la bendición de mi Señor y hemos recibido sus últimas instrucciones. Ahora, veamos qué tal vuela este pájaro.

Extendió las manos sobre la piedra de gobierno de la nave y empezó a recitar las primeras runas. La piedra se levantó de la cubierta, sostenida por la magia, y se detuvo bajo la palma de las manos de Haplo. Una luz azul se filtró a través de sus dedos, compitiendo con el fulgor rojo que despedían las runas de sus manos.

Haplo volcó todo su ser en la nave, inundó el casco con su magia, la notó penetrar en las alas de piel de dragón como si fuera sangre, dándoles vida y energía para guiar y controlar la nave. Su mente se elevó y llevó consigo a la embarcación. Poco a poco, ésta empezó a levantarse del suelo.

Pilotándola con los ojos, el pensamiento y la magia, Haplo remontó los aires a más velocidad de la que los constructores de la nave habían podido imaginar y sobrevoló el Nexo. Encogido a los pies de su amo, el perro suspiró y se resignó al viaje. Tal vez recordaba su primera travesía de la Puerta de la Muerte, un viaje que casi había resultado fatal.

Haplo hizo unas maniobras de prueba y, volando a placer sobre el Nexo, disfrutó de una insólita panorámica de la ciudad a vista de pájaro (o, más bien, de dragón).

El Nexo era una creación extraordinaria, una maravilla de construcción. Paseos anchos, orlados de árboles, se extendían como radios desde un punto central hasta el horizonte borroso del lejano Límite. Edificios asombrosos de mármol y cristal, acero y granito, adornaban las calles. Parques y jardines, lagos y estanques, proporcionaban rincones de serena belleza por los que pasear, pensar y reflexionar. A lo lejos, cerca del Límite, se extendían suaves colinas y verdes campos, preparados para la siembra.

Sin embargo, no había agricultores que cultivaran aquellos terrenos. Ni se veía a nadie deambulando por los parques. Ni había tráfico por las calles. Toda la ciudad, los campos, jardines, avenidas y edificios, estaban vacíos y sin vida, esperando.

Haplo condujo la nave en torno al punto central del Nexo, un edificio de agujas de cristal —el más elevado de la ciudad—, que su amo había tomado como palacio. Dentro de sus agujas de cristal, el Señor del Nexo había encontrado los libros abandonados por los sartán, libros en los que se narraba la Separación y la formación de los cuatro mundos y en cuyas páginas se hablaba del encarcelamiento de los patryn y de las esperanzas de los sartán en la «redención» de sus enemigos. El Señor del Nexo había aprendido por sí mismo a leer aquellos libros y así había descubierto la traición de los sartán que había condenado al tormento a su pueblo. Leyendo los libros, el Señor había urdido su plan de venganza. Haplo inclinó las alas de la nave en gesto de respeto hacia su amo.

Los sartán habían previsto que los patryn ocuparan aquel mundo maravilloso... después de su «rehabilitación», por supuesto. Haplo sonrió y se acomodó mejor en el asiento. Después, soltó la piedra de gobierno, dejando que la nave volara con sus pensamientos. Pronto, el Nexo estaría poblado, pero no sólo por los patryn. En breve, el Nexo acogería a elfos, humanos y enanos, las razas inferiores. Una vez trasladados allí a través de la Puerta de la Muerte, el Señor del Nexo destruiría los cuatro mundos espurios creados por los sartán y volvería a instaurar el viejo orden. Salvo que esta vez serían los patryn quienes lo gobernasen, por derecho propio.

Una de las misiones de Haplo en sus viajes de investigación era observar si vivía algún sartán en cualquiera de los cuatro nuevos mundos. Haplo se sorprendió a sí mismo deseando descubrir a alguno más... A algún sartán que no fuera una pobre imitación de semidiós como aquel Alfred a quien se había enfrentado en el mundo de Ariano. Deseaba que toda la raza de los sartán estuviera aún con vida, para que fueran testigos de su propia y aplastante derrota.

—Y cuando los sartán hayan visto caer a pedazos todo lo que construyeron, cuando hayan visto pasar a nuestro poder a las razas a las que esperaban dominar, llegará el momento de dar su justo castigo a nuestros enemigos. ¡Esta vez, seremos nosotros quienes los arrojaremos a ellos al Laberinto!.

Haplo desvió la mirada hacia el caótico torbellino negro con vetas rojas que acababa de aparecer a lo lejos tras la ventana. Recuerdos teñidos de horror surgieron de las nubes para rozarlo con sus manos espectrales y Haplo los combatió utilizando como arma el odio. En lugar de verse a sí mismo, imaginó la lucha de los sartán, los vio vencidos donde él había triunfado, los vio morir donde él había escapado con vida.

El agudo ladrido de advertencia del perro lo sacó de sus sombríos pensamientos. Haplo comprobó que, perdido en ellos, casi se había precipitado al Laberinto. Rápidamente, colocó las manos sobre la piedra de gobierno e hizo virar la nave. El
Ala de Dragón
surcó de nuevo el cielo azul del Nexo, libre de los tentáculos de maléfica magia que habían intentado apresarlo.

Haplo volvió sus ojos y sus pensamientos hacia el cielo sin estrellas y pilotó la nave hacia el punto de paso, hacia la Puerta de la Muerte.

CAPÍTULO 9

DE CAHNDAR A ESTPORT,

EQUILAN

Paithan estuvo muy atareado con los preparativos de marcha de la caravana y las palabras del anciano volaron de su mente. Se reunió con Quintín, su capataz, en los límites urbanos de Cahndar, la Ciudad de la Reina. Los dos elfos inspeccionaron el convoy de mercancías, cerciorándose de que arcos, ballestas y raztars, guardados en cestos, estaban bien sujetos a los tyros
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. Paithan abrió algunos cestos para inspeccionar los juguetes que habían colocado por encima, y se aseguró de que no se viera el menor rastro de las armas ocultas debajo. Todo parecía en orden. El joven elfo felicitó a Quintín por su excelente trabajo y le prometió recomendarle ante su hermana.

Cuando Paithan y la caravana estuvieron dispuestos para emprender el viaje, las flores de las horas indicaban que la hora del trabajo ya estaba bastante avanzada y que pronto sería mediociclo. Tras ocupar su lugar a la cabeza de la caravana, Paithan dio la orden de emprender la marcha. Quintín montó en el primero de los tyros, ocupando la silla situada entre los cuernos. Con grandes aspavientos y lisonjas, los esclavos convencieron a los demás tyros para que avanzaran en fila tras su líder y el convoy se sumergió en las tierras selváticas. Pronto, la civilización quedó muy atrás.

Paithan impuso un paso rápido y la caravana avanzó a buena marcha. Los senderos entre las tierras humanas y élficas estaban bien cuidados, aunque eran un tanto traicioneros. El comercio entre los reinos era un negocio lucrativo. Las tierras humanas eran ricas en materias primas: maderas de teca y de espada, enredadera y alimentos, mientras que los elfos eran expertos en transformar estos recursos en productos elaborados. Las caravanas entre los reinos iban y venían a diario.

Los mayores peligros para las caravanas eran los ladrones humanos, los animales de la jungla y las posibles caídas en los esporádicos abismos entre un lecho de musgo y el siguiente. Sin embargo, los tyros eran animales especialmente adecuados para viajar por terrenos difíciles, razón por la cual los había escogido Paithan a pesar de sus defectos (muchos conductores, en particular los humanos, eran incapaces de habérselas con los tyros, animales muy sensibles que se enroscan formando una bola y se enfurruñan cuando alguien hiere su sensibilidad). El tyro podía arrastrarse por los lechos de musgo, encaramarse a los árboles y salvar barrancos tejiendo su tela sobre el vacío y suspendiéndose de ella. Las telarañas de tyro eran tan fuertes que algunas habían sido convertidas en puentes permanentes, cuidados por los elfos.

Paithan había recorrido aquella ruta muchas veces. Estaba familiarizado con sus peligros y preparado para ellos; en consecuencia, no le preocupaban demasiado. No se sentía especialmente inquieto por los ladrones. La caravana era numerosa e iba bien provista de armas élficas. Los bandoleros humanos solían cebarse en los viajeros solitarios y, sobre todo, en los de su propia raza. A pesar de ello, Paithan se daba cuenta de que si los ladrones se enteraban de la verdadera naturaleza de la carga que transportaban, estarían dispuestos a correr grandes riesgos para apoderarse de ella, pues los humanos tenían en gran consideración las armas que fabricaban los elfos, en especial las armas «inteligentes».

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