—Están aquí —dijo Roland con una media sonrisa en los labios.
—¡Al transbordador! —Exclamó Paithan—. ¡Esos seres tal vez sean gigantes, pero no lo suficiente como para vadear el golfo de Kithni! Eso los detendrá, al menos de momento.
Espoleó al cargan, y el sorprendido animal, asustado también, saltó hacia adelante movido por el pánico.
Los demás lo siguieron, volando a través de la jungla, esquivando las ramas y recibiendo en el rostro el azote de las lianas. Al salir a terreno despejado, vieron ante ellos la superficie plácida y rutilante del golfo de Kithni, en marcado contraste con el caos que se producía al borde del agua.
Los humanos corrían desesperadamente por el camino que conducía al transbordador. El miedo borraba de sus mentes cualquier consideración que pudieran haber tenido por sus semejantes. Quienes caían quedaban aplastados por cientos de pies. Los niños eran arrancados de los brazos de sus padres por la presión de la multitud y sus cuerpecitos eran lanzados al suelo. Quien se detenía a intentar ayudar a los caídos no volvía a levantarse. Paithan volvió la cabeza y a lo lejos, en el horizonte, vio la selva avanzando.
—¡Paithan! ¡Mira! —Rega lo agarró, señalando algo. El elfo observó de nuevo el transbordador. El embarcadero estaba abarrotado de gente que empujaba para abrirse paso. La embarcación, cargada en exceso, hacía aguas y se hundía por momentos. No conseguiría cruzar. Y no serviría de nada que lo hiciera.
El otro transbordador había zarpado de la orilla opuesta. Iba ocupado por arqueros elfos, con las ballestas preparadas y los dardos montados y apuntando a Thillia. Paithan los vio acudir en ayuda de los humanos y se le llenó de orgullo el corazón. El barón Lathan se había equivocado. Los elfos rechazarían a los titanes...
Un humano que trataba de cruzar el golfo a nado se acercó al transbordador, alargó la mano.
Y los elfos dispararon contra él. El cuerpo se deslizó bajo las aguas hasta desaparecer. Asqueado e incrédulo, Paithan contempló cómo su pueblo volvía las armas no contra los titanes invasores, sino contra los humanos que trataban de huir del enemigo.
—¡Tú, malnacido!.
Paithan se volvió y vio a un humano de mirada furiosa que trataba de desmontar a Roland tirando de él. Algunos humanos del camino principal, a la vista de los carganes, se dieron cuenta de que los animales ofrecían una posibilidad de escapar. El elfo advirtió que una turba frenética se les venía encima. Roland se desasió de un golpe, enviando al humano al musgo con su potente puño. Otro fugitivo se acercó a Rega con una rama por garrote. La muchacha le acertó en el rostro con la bota y el hombre retrocedió, aturdido. El cargan, ya presa del pánico, empezó a encabritarse y a dar saltos, soltando zarpazos con sus afiladas garras. Drugar empleaba las riendas como un látigo para mantener a raya a la multitud, mientras soltaba juramentos en el idioma de los enanos.
—¡Volvamos a los árboles! —gritó Paithan, azuzando a su montura.
Rega galopó a su lado, pero Roland se vio atrapado, incapaz de liberarse de las manos que lo agarrotaban. Cuando ya estaba a punto de caer de la silla, Drugar advirtió que el humano estaba en peligro y obligó a su cargan a interponerse entre Roland y la muchedumbre. El enano asió las riendas del animal de Roland y lo obligó a avanzar, hasta que ambos alcanzaron a Paithan y a Rega. Al galope, los cuatro retrocedieron al abrigo de la jungla.
Una vez a salvo, hicieron una pausa para recobrar el aliento. Todos evitaron mirarse; ninguno de ellos deseaba alzar la vista y ver lo inevitable en los ojos de los demás.
—¡Tiene que haber un sendero que conduzca al golfo! —Declaró Paithan—. Los cargan son buenos nadadores.
—¿Para que nos disparen los elfos? —Roland se limpió de sangre un corte en el labio.
—A mí no me dispararían.
—¡Para lo que nos sirve eso a los demás...!.
—Si estáis conmigo, tampoco os harán nada. —Paithan habría querido estar seguro de ello, pero le pareció que, en aquellas circunstancias, no importaba.
—Si hay un camino... no lo conozco —apuntó Rega. Un temblor estremeció su cuerpo y se agarró a la silla para no caerse.
Paithan abandonó el camino en dirección al golfo. Instantes después, el cargan y él se vieron irremisiblemente enmarañados en la tupida espesura. El elfo se debatió, negándose a reconocer el fracaso, pero comprendió que, aunque consiguiera abrirse paso, le llevaría horas. Y no disponían de ellas. Con gesto cansado, volvió sobre sus pasos.
El griterío de muerte del camino se hizo más estentóreo y oyeron el chapoteo de los que se arrojaban a las aguas del Kithni.
Roland se deslizó de la silla y, al llegar al suelo, echó un vistazo a su alrededor.
—Éste me parece un lugar tan bueno como cualquier otro para morir.
Lentamente, Paithan desmontó del cargan, se acercó a Rega y le tendió los brazos. La muchacha se dejó caer en ellos y el elfo la estrechó contra sí.
—No puedo mirar, Paithan —murmuró ella—. ¡Prométeme que no tendré que verlos!.
—Te lo prometo —susurró el elfo, acariciando su oscura melena—. Tú no apartes los ojos de los míos.
Sus miradas se concentraron sólo en el otro.
Roland permaneció en el camino, vuelto en la dirección por la que tenían que llegar los titanes. Había dejado de sentir miedo, o tal vez estaba demasiado cansado para seguir preocupándose.
Drugar, con una torva sonrisa en su rostro barbudo, se llevó la mano al cinto y sacó la daga de empuñadura de hueso.
Una puñalada a cada uno, y una última para sí mismo.
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,
EQUILAN
Haplo estaba tendido de espaldas en el musgo, con los ojos protegidos del sol y contando estrellas.
Desde su puesto de observación había logrado identificar ya veinticinco luces brillantes perfectamente distinguibles. Lenthan Quindiniar le había asegurado que, en total, los elfos habían contado noventa y siete. Por supuesto, no todas ellas eran visibles a la vez. Algunas se apagaban y permanecían apagadas durante varias estaciones antes de volver a brillar. Los astrónomos elfos también habían calculado que había estrellas próximas al horizonte que no podían observarse debido a la atmósfera. Así pues, habían calculado que en los cielos debía de haber un total de entre ciento cincuenta y doscientas estrellas.
Cuyo comportamiento era muy diferente al de cualquier estrella de la que Haplo tuviera noticia. Estudió la posibilidad de que se tratara de lunas. Según las investigaciones de su amo, en el mundo antiguo había habido una luna. En cambio, en la representación del mundo de Pryan que habían legado los sartán no aparecía ninguna luna, y Haplo tampoco había descubierto ningún cuerpo similar durante su vuelo. Además, lo más probable era que una luna diera vueltas en torno a su planeta, y aquellas luces eran, al parecer, estacionarias. Pero, a su vez, también el sol permanecía inmóvil. O más bien era aquel planeta el estacionario, el que no giraba. No existían el día ni la noche. Y, luego, estaba también el extraño ciclo de las estrellas, que brillaban durante largos períodos y se apagaban después, para reaparecer al cabo de un tiempo.
Haplo se incorporó hasta quedar sentado, buscó con la mirada al perro y lo descubrió deambulando por el jardín, husmeando los extraños rastros de la gente y de otros animales que no reconocía. El patryn, a solas en el jardín mientras los demás dormían, se rascó las manos. Los primeros días, el vendaje siempre le irritaba la piel.
Cabía la posibilidad de que aquellas luces no fueran más que un fenómeno natural característico del planeta, lo cual significaría que estaba perdiendo el tiempo con sus especulaciones acerca de ellas y de aquel sol. Al fin y al cabo, se dijo Haplo, no había sido enviado allí para estudiar astronomía. Tenía problemas más importantes. Como qué hacer en aquel mundo.
La tarde anterior, Lenthan Quindiniar había trazado al patryn un diagrama del mundo tal como lo concebían los elfos. El dibujo era parecido al que Haplo había visto en el Nexo: un globo redondo con una bola de fuego en el centro. Sobre el mundo, el elfo añadió las estrellas y el sol. Después le indicó su situación en aquel mundo —o lo que los astrónomos elfos habían determinado como tal— y le contó cómo, siglos atrás, los elfos habían cruzado el mar de Paragna hacia el est hasta alcanzar las Tierras Ulteriores.
—Fue la peste —le había explicado Lenthan—. Los elfos huían de ella. De lo contrario, jamás habrían abandonado su hogar.
Una vez llegados a las Tierras Ulteriores, los elfos quemaron sus naves para cortar cualquier contacto con su vida anterior. Volvieron la espalda al mar y se internaron jungla adentro. El tatarabuelo de Lenthan había sido uno de los pocos dispuestos a explorar el nuevo territorio hacia el vars y, al hacerlo, había descubierto la ornita, la piedra de navegación que iba a proporcionarle la fortuna
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. Gracias a ella, logró regresar al punto de donde había salido. De nuevo en las Tierras Ulteriores, informó a los elfos de su descubrimiento y ofreció empleo a quienes estuvieran dispuestos a aventurarse en la espesura.
Equilan había sido en sus inicios una pequeña comunidad minera, y habría continuado siéndolo de no haber mediado el progreso de los reinos humanos hacia el vars. Los humanos que poblaban lo que ahora se conocía por Thillia habían llegado por sus propios medios a través de un pasaje que conducía hasta allí por debajo del océano Terinthiano. El rey Georg el Único, padre de los cinco hermanos de la leyenda, llevó a su pueblo a esas nuevas tierras huyendo, al parecer, de un terror cuyo nombre y cuyo rostro se habían perdido en el pasado.
Los elfos no eran una raza obligada a expandir constantemente su territorio. No sentían ningún impulso que los incitara a conquistar a otros pueblos o a posesionarse de nuevas tierras. Una vez establecido el dominio en Equilan, los elfos disponían de toda la tierra que precisaban. Lo que necesitaban era potenciar el comercio.
La colonia élfica recibió con agrado la presencia de los humanos, quienes, a su vez, estuvieron contentísimos de poder adquirir armas y otros productos elaborados por los elfos. Con el paso del tiempo y el aumento de población, los humanos empezaron a ver con creciente disgusto que los elfos poseyeran tanta tierra valiosa en su frontera sorint. Los thillianos intentaron extenderse hacia el norint, pero toparon con los reyes del mar, un pueblo de feroces guerreros que había cruzado el mar de Estrellas durante una guerra con el imperio de Kasnar. Más al norint y al est quedaban las plazas fuertes de los enanos, lóbregas y sombrías. Para entonces, la nación élfica se había hecho fuerte y poderosa. Los humanos —débiles, divididos y dependientes de los elfos, no podían sino refunfuñar y contemplar con envidia las tierras de sus vecinos.
Respecto a los enanos, Lenthan sabía poca cosa, salvo que había noticias de que ya llevaban mucho tiempo establecidos en sus reinos cuando los antepasados de los elfos habían llegado.
—¿Pero de dónde procedéis todos, originariamente? —le había preguntado Haplo. El patryn conocía la respuesta, pero sentía curiosidad por comprobar si aquella gente sabía algo de la Separación. Esperaba que tal información le proporcionara una pista sobre el paradero y las actividades de los sartán—. Me refiero al principio de todo...
Lenthan se había lanzado entonces a una larga y minuciosa explicación y Haplo se había perdido muy pronto en las complejas leyendas. Al parecer, la respuesta dependía de a quién hacía la pregunta. Entre elfos y humanos, la creación tenía algo que ver con ser expulsados de un paraíso. En cuanto a los enanos, sólo Orn sabía cuáles eran sus creencias.
—¿Cuál es la situación política en el reino humano?.
Lenthan se había mostrado apesadumbrado.
—Me temo que no sé decirte gran cosa. El explorador de la familia es mi hijo. Mi padre nunca creyó que yo estuviera hecho para...
—¿Tu hijo? ¿Está aquí? —Haplo había echado un vistazo a su alrededor preguntándose si lo tendrían oculto en algún armario, lo cual no sería nada raro teniendo en cuenta la excentricidad de aquella familia—. ¿Puedo hablar con él?.
—¿Con Paithan? No, no está. Se encuentra viajando por el reino de los humanos y me temo que no regresará en algún tiempo.
Todo lo anterior había sido de poca ayuda para Haplo. El patryn empezaba a creer que su misión en aquel mundo era una causa perdida. Estaba allí, presuntamente, para fomentar el caos y facilitar así la llegada de su amo. Sin embargo, en Pryan, los enanos no pedían sino que los dejaran en paz, los humanos luchaban entre ellos y los elfos les suministraban las armas. Haplo no tenía muchas posibilidades de incitar a los humanos a guerrear contra los elfos, pues es difícil atacar a quien lo provee a uno de los únicos medios de que dispone para hacerlo. Respecto a los enanos, nadie quería pelearse con ellos, pues nadie ambicionaba nada de cuanto tenían. Y los elfos no podían ser incitados a conquistar territorios porque, sencillamente, el término conquista no figuraba en su vocabulario.
—
Status quo
—había comentado Lenthan Quindiniar—. Es una palabra antigua que significa..., en fin...,
status quo.
Haplo reconoció el término y comprendió su significado. Quería decir «sin cambios». Muy distinto al caos que había descubierto (y ayudado a potenciar) en Ariano.
Mientras seguía observando las luces que brillaban en el cielo, el patryn se sintió cada vez más molesto y perplejo. Aunque consiguiera crear agitación en aquel reino, ¿cuántos más iba a tener que visitar para hacer lo mismo? Podía haber tantos como..., como luces relucientes en el firmamento. Y quién sabía cuántos más, de cuya existencia no había ni indicios. Sólo en descubrirlos, podía pasarse toda una vida y Haplo no disponía de tanto tiempo. Y su señor, tampoco.