Una luz lo cegó; un trueno lo golpeó, derribándolo al suelo. Boca abajo en la cubierta, confuso y aturdido, Haplo luchó por conservar la conciencia y trató de analizar y entender lo sucedido.
El hechizo de la criatura había sido muy tosco, una sencilla configuración elemental que invocaba fuerzas presentes en la naturaleza. Cualquier niño podría haberlo elaborado, y cualquier niño habría sido capaz de protegerse contra él. Haplo ni siquiera lo había visto llegar. Era como si el niño hubiese lanzado el encantamiento con la fuerza de setecientos. Su magia lo había salvado de la muerte, pero el escudo protector se había resquebrajado. Estaba herido, vulnerable.
Haplo aumentó sus defensas. Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir el resplandor azul y rojo, creando una luz fantasmagórica que brillaba a través de sus ropas. Vagamente, se dio cuenta de que la criatura había recuperado el tronco de árbol que le servía de maza y lo volvía a levantar, disponiéndose a descargarlo sobre él. Se incorporó a duras penas y envió su conjuro. Las runas envolvieron el garrote y lo desintegraron en las manos del extraño gigante.
El patryn oyó a su espalda unos gritos, unas pisadas apresuradas y unos jadeos. Aprovechando que él desviaba la atención de las criaturas, el hechicero debía de haber tenido tiempo de rescatar al elfo y a sus compañeros. Haplo notó (más que verlo u oírlo) que uno de ellos se le acercaba con sigilo.
—Te ayudaré... —se ofreció una voz, hablando en elfo.
—¡Vete abajo! —replicó el patryn, enfurecido porque la interrupción dio al traste con todo un entramado de runas. No alcanzó a ver si el elfo lo obedecía o no, ni le importó si lo hacía.
Estaba concentrado en la criatura, analizándola. Había dejado de utilizar la magia y recurría de nuevo a la fuerza bruta. Haplo llegó a la conclusión de que era un ser lerdo, con muy pocas luces. Sus reacciones anteriores habían sido instintivas, animales, irreflexivas.
Tal vez era incapaz de controlar conscientemente la magia...
La ráfaga de viento se abatió sobre él con la fuerza de un huracán. Haplo luchó contra el encantamiento creando unas tupidas y complejas estructuras de runas que lo envolvieran y protegieran.
Fue como si construyera una muralla de plumas. La fuerza bruta de aquella magia tosca se filtraba por las minúsculas rendijas de las siglas y las hacía trizas. El viento lo derribó sobre la cubierta. A su alrededor volaron hojas y ramas y algo le golpeó en el rostro, dejándolo casi sin sentido. Luchó contra el dolor, agarrado con ambas manos a la barandilla y zarandeado por las rachas de viento. Se encontraba impotente ante aquella magia; no podía razonar con la criatura, ni hablar con ella. Su resistencia se desvanecía por momentos y el viento seguía aumentando de intensidad.
Un siniestro refrán patryn decía que en el Laberinto sólo había dos tipos de gente, los rápidos y los muertos, y aconsejaba: «Cuando estés en desventaja, echa a correr».
Decididamente, era el momento de escapar de allí.
Consiguió volver la cabeza y mirar tras él. Cada movimiento le costaba un esfuerzo supremo para vencer la fuerza del viento. Observó la escotilla abierta y vio al elfo agachado, esperando, con la cabeza asomada al exterior. No se le movía un sólo cabello de la cabeza. Toda la fuerza de la magia estaba concentrada sólo en Haplo.
Aquello no podía durar mucho más, se dijo el patryn.
Se soltó del pasamanos y el viento lo arrastró por la cubierta hacia la escotilla. Con un movimiento desesperado, logró asirse al dintel de la escotilla mientras pasaba junto a ella y trató de resistir. El elfo lo agarró por las muñecas y probó a tirar de él. El viento redobló su fuerza. Cegador, como un millar de aguijones, ululaba y los zarandeaba como un ser vivo que viera su presa a punto de escapar.
De pronto, Haplo notó que las manos aflojaban la presión y se soltaban. El elfo desapareció.
No iba a resistir mucho más. Maldiciendo para sí, concentró todas sus fuerzas, toda su magia, en seguir agarrado. Abajo, el perro lanzaba ladridos frenéticos. Y, entonces, otras manos lo asieron por las muñecas. No eran las manos largas y finas de un elfo, sino las recias y firmes de un humano. Haplo observó un rostro humano, ceñudo y resuelto, enrojecido por el esfuerzo que estaba desarrollando. Unos signos mágicos rojos y azules, surgidos de las runas de las manos y los brazos del patryn, se enroscaron en torno a los antebrazos del humano, proporcionándoles la fuerza de Haplo. Los músculos se hincharon, se tensaron, tiraron enérgicamente, y el patryn se encontró volando escotilla abajo con la cabeza por delante.
Fue a caer pesadamente encima del humano y oyó cómo éste se quedaba sin respiración, con un jadeo y un gemido de dolor.
Haplo se incorporó y reaccionó moviéndose de inmediato, sin prestar oídos a la parte de su mente que intentaba llamarle la atención sobre sus propias lesiones. No se volvió ni a mirar al humano que acababa de salvarle la vida. Apartó con un gesto brusco al anciano que le murmuraba algo al oído. La nave se estremeció y el patryn oyó crujir las cuadernas. Las criaturas estaban descargando su rabia contra el casco, o tal vez se proponían hacer saltar aquella cáscara que protegía las frágiles vidas refugiadas en su interior.
El único objeto que concentraba la atención de Haplo era la piedra de gobierno. Todo lo demás desapareció, engullido por la niebla negra que se formaba lentamente a su alrededor. Sacudiendo la cabeza para despejarse, hincó las rodillas ante la piedra, colocó las manos sobre ella y extrajo del fondo de su ser las fuerzas necesarias para activarla.
Notó que la nave daba un nuevo bandazo. Sin embargo, esta vez, la sacudida fue distinta a las que le estaban infligiendo las criaturas. El
Ala de Dragón
se alzaba lentamente del suelo.
Haplo notó los párpados casi completamente pegados con una sustancia gomosa; probablemente, era su propia sangre. Entreabrió los ojos cuanto pudo, esforzándose por ver algo por la claraboya. Las criaturas estaban reaccionando como había previsto. Sorprendidas, desconcertadas por la brusca ascensión de la nave, se habían apartado de ella.
Pero no estaban asustadas. No huían, presas del pánico. Haplo notó de nuevo sus ondas sensoras tanteando el aire, olfateando, escuchando, viendo sin ojos. El patryn luchó contra la niebla negra y concentró sus energías en mantener la nave en el aire, cada vez más arriba.
Vio que uno de los extraños seres alzaba el brazo y una mano gigantesca se cerraba en el aire, atrapando una de las alas. La nave se inclinó, arrojando a la cubierta a todos sus ocupantes.
Haplo siguió agarrado a la piedra, concentrando su magia. Las runas emitieron unos destellos azules y la criatura retiró rápidamente la mano. La nave ganó altura. Entre sus pestañas pegadas, Haplo vio las copas de los árboles y el cielo verdeazulado envuelto en bruma. Luego, todo quedó cubierto por una densa niebla negra, teñida de dolor...
EN ALGÚN LUGAR DE EQUILAN
—¿Qué...? ¿Qué es ese hombre? —preguntó Rega, mirando al patryn que yacía inconsciente en la cubierta. Era evidente que el individuo estaba herido de gravedad: tenía la piel quemada y ennegrecida y le rezumaba sangre de un corte en la cabeza. Sin embargo, la mujer se mantuvo a distancia, temiendo aventurarse demasiado cerca—. ¡Su..., su cuerpo despedía luz! ¡Lo he visto!.
—Sé que has pasado por un trance muy difícil, querida... —Zifnab la miró con aire de profunda preocupación.
—¡Es verdad! ¡Tenía la piel luminosa! ¡Roja y azul!.
—Sí, has tenido un día muy duro —insistió Zifnab, dándole unas afectuosas palmaditas en el brazo.
—Yo también lo he visto —intervino Roland, frotándose el plexo solar con una mueca de dolor—. Más aún: ya estaba a punto de soltarlo, mis brazos y manos ya no resistían más y... entonces, esas marcas que tiene en la piel se han encendido como una antorcha. Al momento, mis manos se han iluminado también y han recobrado la fuerza suficiente para arrastrarlo al interior de la escotilla.
—Es la tensión —apuntó el anciano—. Le juega malas pasadas a la mente. Una respiración adecuada, ésa es la clave. Todos a la vez, seguidme. Inspirar aire bueno, espirar aire malo; inspirar aire bueno...
—Lo vi ahí fuera, de pie en la cubierta, enfrentándose a esos gigantes —murmuró Paithan, asombrado—. ¡Todo su cuerpo irradiaba luz! ¡Él es nuestro salvador! ¡Es Orn, el hijo de la Madre Peytin, llegado para conducirnos a lugar seguro!.
—¡Eso es! —Exclamó Zifnab, secándose el sudor de la frente con la barba—. Orn viene en nombre de su Madre...
—¡No! —Protestó Roland, gesticulante—. ¡Mirad! Es un humano. El hijo de esa Madre como se llame debería ser un elfo, ¿no? ¡Esperad! ¡Ya sé! ¡Es uno de los Señores de Thillia, que vuelve a nosotros como predijo la leyenda!.
—¡Sí, claro! —Se apresuró a asentir el viejo hechicero—. No sé cómo no lo he reconocido antes. Es la verdadera imagen de su padre...
Rega se mostró escéptica.
—Sea quien sea, está en bastantes malas condiciones. —Se acercó a él con cautela y alargó la mano para tocarle la frente—. Me parece que está agonizando... ¡Oh!.
El perro se colocó entre ella y su amo con una mirada que los abarcaba a todos y decía claramente:
Agradecemos las buenas intenciones, pero mantened las distancias.
—Vamos, vamos, sé buen chico —dijo Rega, acercándose un poco más. El perro gruñó y enseñó sus afilados dientes. La cola despeinada empezó a agitarse lentamente de un lado a otro.
—Déjalo en paz, hermana.
—Creo que tienes razón.
Rega retrocedió hasta llegar a la altura de su hermano.
Agachado en las sombras, olvidado por todos, Drugar guardó silencio, como si no se hubiera dado cuenta siquiera de la conversación. Toda su atención estaba concentrada en las marcas de los brazos y del revés de las manos de Haplo. Tras asegurarse de que nadie lo miraba, extrajo lentamente de debajo de la túnica un medallón que llevaba colgado al cuello. Sosteniéndolo a la luz, comparó la runa grabada en la obsidiana con los signos mágicos tatuados en la piel del humano. El enano frunció el entrecejo con desconcierto, entrecerró los ojos y apretó los labios.
Rega se volvió ligeramente y Drugar ocultó el medallón bajo la barba y la camisa.
—¿Qué opinas tú, Barbanegra? —preguntó la mujer.
—Me llamo Drugar. Y opino que no me gusta estar aquí arriba, flotando en el aire sobre este monstruo alado —declaró el enano. Hizo un gesto hacia la claraboya. La orilla vars del golfo se deslizaba bajo ellos. Los titanes habían alcanzado a los humanos en la ribera y a lo largo de la playa, abarrotada de cientos de ellos, desesperados, las aguas del golfo empezaban a teñirse de rojo.
Roland contempló la escena y musitó con aire siniestro:
—Prefiero estar aquí arriba que ahí abajo, enano.
Paithan apartó los ojos del dios para asomarse a la claraboya. La matanza se desarrollaba rápidamente. Algunos de los titanes habían dejado el asunto a sus compañeros e intentaban vadear las profundas aguas del golfo, con las cabezas desprovistas de ojos vueltas en dirección a la orilla opuesta.
—Tengo que regresar a Equilan —declaró Paithan al tiempo que sacaba su eterilito y lo estudiaba con gran atención—. No queda mucho tiempo y creo que estamos demasiado al norint...
—No te preocupes. —Zifnab se subió las mangas de la túnica y se frotó las manos con entusiasmo—. Yo me hago cargo. Estoy altamente cualificado. He volado mucho. Más de cuarenta horas en el aire. Primera clase, por supuesto. En un DC3. Cada vez que la azafata abría la cortina, tenía una espléndida panorámica del panel de instrumentos. Veamos... —El hechicero dio un paso hacia la piedra de gobierno de la nave, con las manos extendidas—. Alerones arriba. Morro abajo. Y ahora...
—¡No toques eso, anciano!.
Zifnab dio un respingo, retiró las manos y trató de adoptar un aire de inocencia.
—Yo sólo...
—¡Ni con la yema del meñique! A menos que te guste la idea de ver cómo tu carne se derrite y se desprende de los huesos.
El anciano lanzó una mirada furiosa a la piedra, con las cejas erizadas.
—¡No deberías dejar una cosa tan peligrosa al alcance de cualquiera! ¡Alguien podría resultar lastimado!.
—Alguien ha estado a punto de resultarlo —replicó Haplo—. No vuelvas a intentarlo, anciano. La piedra tiene una protección mágica y soy el único que puede usarla.
Aún conmocionado, Haplo se incorporó hasta quedar sentado, sofocando un gemido. El perro le dio unos lametazos en el rostro y el patryn pasó el brazo en torno al cuerpo del animal para apoyarse, ocultando su debilidad. La urgencia había remitido y ahora necesitaba curarse las heridas; no era una tarea difícil para su magia, pero prefería llevarla a cabo sin público.
Luchando contra el mareo y el dolor, hundió el rostro en el flanco del perro y notó el calor del cuerpo del animal bajo sus manos. ¿Qué importaba si lo veían? Ya se había descubierto, ya había exhibido y empleado la magia de las runas, la de los patryn, que no habían visto en su mundo durante incontables generaciones. Aquellos pueblos mensch tal vez no sabrían reconocerla, pero un sartán, sí. Un sartán... como el anciano...
—Vamos, vamos. Todos te estamos muy agradecidos por rescatarnos y lamentamos muchísimo tus sufrimientos, pero no tenemos tiempo para contemplar cómo te revuelcas en ellos. Cúrate y volvamos a poner la nave en el rumbo debido lo antes posible —dijo Zifnab.