La Estrella de los Elfos (9 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

—Lo siento mucho, Thea. Te aseguro que no pensé que me hiciera caso.

Paithan parecía compungido y verdaderamente lo estaba. El era un explorador despreocupado. Su hermana mayor era una fría comerciante. Su hermana menor era egoísta y despiadada. La única llama que ardía en todos ellos era el amor y el afecto que se profesaban entre sí. Un amor que, desafortunadamente, no extendían al resto del mundo.

Alargando una mano, Paithan tomó la de su hermana y la apretó entre sus dedos.

—Además —dijo—, ese sacerdote humano no se presentará nunca. Yo lo conozco, ¿sabes?, y...

El lecho de musgo se alzó de pronto bajo sus pies y volvió a descender. El banco en el que estaban sentados dio una sacudida y un súbito oleaje agitó la plácida superficie del lago. Un estruendo que recordaba a un trueno y que más parecía proceder del suelo que de las alturas acompañó la vibración del terreno.

—¡Esto no es ninguna tormenta! —exclamó Aleatha, mirando a su alrededor con expresión alarmada. A lo lejos se oían gritos y exclamaciones. Paithan se incorporó con cara muy seria.

—Creo que será mejor volver a la casa, Thea —declaró, y le tendió la mano. Aleatha se movió con tranquila presteza, recogiendo sus faldas vaporosas en torno a las piernas con calmosa rapidez.

—¿Qué debe de estar sucediendo?.

—No tengo la menor idea —respondió Paithan, cruzando el jardín a toda prisa—. ¡Ah, Durndrun! ¿Qué ha sido eso? ¿Algún nuevo juego de sociedad?.

—¡Ojalá lo fuera! —El noble anfitrión parecía considerablemente preocupado—. La sacudida ha producido una gran grieta en la pared del comedor y mi madre está histérica del susto.

El estruendo empezó de nuevo, esta vez más potente. El suelo dio una sacudida seguida de un temblor. Paithan retrocedió tambaleándose hasta agarrarse a un árbol. Aleatha, pálida pero sin descomponerse, se asió a una liana que colgaba junto al banco. El noble Durndrun perdió el equilibrio y estuvo a punto de quedar aplastado bajo una estatua que cayó de su pedestal. El seísmo duró el tiempo que un elfo tardaba en respirar tres veces y, a continuación, cesó. Del musgo surgió entonces un extraño olor. El olor de una humedad rancia y helada. El olor de la oscuridad. El olor de algo que vivía en la oscuridad.

Paithan fue a ayudar al barón a incorporarse.

—Creo que deberíamos armarnos —dijo Durndrun en un susurro, con objeto de que sólo lo oyera Paithan.

—Sí —contestó Paithan en el mismo tono, al tiempo que dirigía una mirada de reojo a su hermana—. Yo iba a proponer eso mismo.

Aleatha los oyó y entendió lo que decían. Un escalofrío de miedo recorrió su espinazo. La sensación le resultó muy agradable. Desde luego, todo aquello añadía interés a una velada que había esperado aburrida como de costumbre.

—Si me excusáis los dos —dijo, doblando el ala del sombrero para que la favoreciera al máximo—, volveré adentro por si puedo serle de alguna ayuda a la señora de la casa.

—Gracias, Aleatha Quindiniar. Te estoy muy reconocido. Qué valiente es —añadió el barón, contemplando a la muchacha mientras ésta se dirigía a la casa sin compañía, impávida—. La mitad de las demás mujeres corren por ahí chillando, presa de un ataque de nervios, y la otra mitad se ha desmayado de la impresión. ¡Tu hermana es una mujer admirable!.

—Sí, ¿verdad? —contestó Paithan, a quien no había escapado que Aleatha se lo estaba pasando en grande—. ¿Qué armas tienes?.

Mientras volvían apresuradamente hacia la casa, el noble miró al joven elfo que corría junto a él.

—¿Quindiniar...? —Durndrun se acercó aún más y le tomó del brazo—. No pensarás que esto tiene que ver con esos rumores que nos confiaste la otra noche, ¿verdad? Ya sabes, lo de los..., los gigantes...

Paithan pareció levemente avergonzado.

—¿Yo hablé de gigantes? ¡Por Orn, el vino que nos diste esa noche era muy fuerte, Durndrun!.

—Tal vez los rumores no son rumores, después de todo —murmuró Durndrun en tono lúgubre.

Paithan pensó en el origen de aquel estruendo y en aquel olor a oscuridad. Movió la cabeza en gesto de negativa y dijo:

—Creo que vamos a desear tener enfrente unos gigantes, mi señor. Ahora mismo, me encantaría escuchar uno de esos cuentos humanos para conciliar el sueño.

Los dos llegaron al edificio, donde empezaron a revisar el catálogo de armamento del arsenal. Otros elfos varones que asistían a la fiesta se unieron a ellos entre gritos y exclamaciones, con un comportamiento no mucho mejor que el de sus mujeres, en opinión de Paithan. Los estaba observando con una mezcla de diversión e impaciencia cuando, de pronto, se dio cuenta de que todos ellos lo contemplaban, y que sus rostros estaban extraordinariamente serios.

—¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó el barón Durndrun.

—Yo... yo... Bueno... —balbució Paithan, mirando con aire confuso a la treintena aproximada de miembros de la nobleza elfa—. Vamos, estoy seguro de que vosotros...

—¡Vamos, vamos, Quindiniar! —Le cortó Durndrun—. Tú eres el único de nosotros que ha estado en el mundo exterior, el único con experiencia en este tipo de asuntos. Necesitamos un jefe y vas a serlo tú.

«Y, si sucede algo, tendréis a alguien a quien echar la culpa», pensó Paithan, pero no lo dijo en voz alta aunque en sus labios apareció durante un segundo una sonrisa irónica.

El trueno empezó de nuevo, esta vez con tal potencia que muchos de los elfos cayeron de rodillas. Entre las mujeres y niños que habían sido conducidos a la casa en busca de protección se alzaron gritos y gemidos. Paithan escuchó el crujido de unas ramas al quebrarse en la jungla, y el coro de roncos graznidos de las aves asustadas.

—¡Mirad! ¡Mirad eso! ¡En el lago! —gritó la voz áspera de uno de los nobles, situado en la última fila de la multitud.

Todos se volvieron hacia donde indicaba. Las aguas del lago se agitaban y hervían, y en el centro, serpenteando hacia lo alto, se veían las escamas relucientes de un enorme cuerpo verde. Una parte de aquel cuerpo sobresalía del agua, para volverse a sumergir en ella.

—¡Ah!, lo que yo pensaba —murmuró Paithan.

—¡Un dragón! —exclamó el barón Durndrun. Se agarró al joven elfo y añadió—: ¡Por Orn, Quindiniar! ¿Qué vamos a hacer?.

—Me parece —respondió Paithan con una sonrisa— que lo mejor será ir adentro y tomar la que, probablemente, será nuestra última copa.

CAPÍTULO 5

EQUILAN,

LAGO ENTHIAL

Aleatha lamentó inmediatamente haber ido junto a las mujeres. El miedo es una enfermedad contagiosa y el salón hedía a pánico. Probablemente, los hombres estaban tan asustados como las mujeres, pero al menos mantenían una apariencia de arrojo..., si no por ellos mismos, al menos por lo que pensarían los demás. Las mujeres no sólo podían dejarse llevar por el terror, sino que era eso lo que se esperaba de ellas. Pero incluso el miedo tenía definidas sus normas de etiqueta.

La matrona de la casa —madre del barón Durndrun y dueña absoluta de la mansión ya que su hijo aún era soltero— tenía prioridad en las demostraciones de histeria. Ella era la de más edad, la de rango más alto, y estaba en su casa. Ninguna de las damas presentes, por lo tanto, tenía derecho a mostrarse tan sobrecogida de pánico como ella. (La esposa de un simple duque, que se había desmayado en un rincón, estaba condenada al ostracismo).

La matrona yacía postrada en un sofá mientras su sirvienta lloraba junto a ella y le aplicaba diversos remedios: baños de agua de espliego en las sienes, untaduras de tintura de rosa en el amplio pecho, que se alzaba y descendía con un temblor mientras la mujer trataba en vano de recuperar el aliento.

—¡Oh... oh... oh...! —jadeaba, palpándose el corazón.

Las esposas de los invitados se cernían sobre ella, retorciéndose las manos, abrazándose de vez en cuando y lanzando apagados sollozos. Su miedo servía de inspiración a los niños, que hasta entonces habían mostrado una ligera curiosidad, pero que ahora lloriqueaban a coro y se metían entre las piernas de todo el mundo.

—¡Oh... oh... oh...! —gimió la matrona, exhibiendo un leve color amoratado.

—Dale unos cachetes —indicó Aleatha con frialdad.

La sirvienta pareció tentada de hacerlo, pero las esposas de los nobles consiguieron recuperarse de su pánico el tiempo suficiente para mostrarse escandalizadas. Aleatha se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia los grandes ventanales que hacían de puertas y se abrían al espacioso porche desde el que se contemplaba el lago. Detrás de la muchacha, las convulsiones de la matrona parecían ir remitiendo. Quizás había oído la sugerencia de Aleatha y había visto la mano crispada de la criada.

—En los últimos minutos no se ha vuelto a oír ese ruido —musitó la esposa de un conde—. Tal vez ya ha pasado todo.

La respuesta al comentario fue un silencio lleno de inquietud. Aquello no había terminado. Aleatha lo sabía y las demás mujeres congregadas en la estancia lo sabían también. De momento reinaba la calma, pero era un silencio tenso, cargado y terrible que a Aleatha le hizo añorar los gemidos de la matrona de la casa. Las mujeres formaron una apretada piña y los niños reanudaron sus sollozos.

El estruendo se alzó de nuevo, esta vez con más fuerza. La casa se estremeció alarmantemente. Las sillas se movieron de sitio y los pequeños adornos cayeron de las mesas, haciéndose añicos contra el suelo. Las que pudieron, se agarraron a la que encontraron; las que no tenían dónde apoyarse, perdieron el equilibrio y cayeron también. Desde la ventana, Aleatha vio alzarse del lago aquel cuerpo verde y escamoso.

Por fortuna, ninguna de las mujeres de la estancia advirtió la presencia de aquel ser. Aleatha se mordió los labios para no soltar un grito de pavor. En un abrir y cerrar de ojos, la criatura desapareció con tal rapidez que la muchacha llegó a dudar de si la había visto de verdad o si había sido una mera alucinación causada por su propio miedo.

El trueno cesó y Aleatha vio a los hombres corriendo hacia la casa, con su hermano a la cabeza. La muchacha abrió las puertas y descendió a toda prisa la amplia escalinata.

—¡Paithan! ¿Qué era eso? —preguntó a su hermano, asiéndolo por la manga de la casaca.

—Un dragón, me temo —respondió él.

—¿Qué será de nosotros?.

—Imagino que todos vamos a morir —dijo Paithan tras pensárselo unos momentos.

—¡Pero no es justo! —protestó Aleatha, pateando el suelo con gesto de rabia e impotencia.

—No, supongo que no. —Las palabras de su hermana le parecieron un enfoque bastante extraño de su desesperada situación, pero Paithan le acarició la mano con un gesto tranquilizador—. Vamos, Thea, tú no vas a desmayarte como las demás mujeres de ahí dentro, ¿verdad? Es impropio que alguien como tú se deje llevar por la histeria.

Aleatha se llevó las manos a las mejillas y notó la piel caliente y enrojecida. Su hermano tenía razón, se dijo. Debía de estar hecha un adefesio. Tras una profunda inspiración, se obligó a relajarse, se alisó el cabello y volvió a componer los pliegues desordenados de su vestido. El rubor fue desapareciendo de su rostro.

—¿Qué vamos a hacer? —insistió con voz firme.

—Armarnos. Será inútil, Orn lo sabe, pero al menos podremos mantener a raya al monstruo durante algún tiempo.

—¿Y la Guardia de la Reina?.

Al otro lado del lago, se distinguía al regimiento de la Guardia de la Reina desplegándose. Todos los soldados corrían a ocupar sus posiciones.

—La guardia protege a Su Majestad, Thea. Los soldados no pueden abandonar el palacio. Tengo una idea: puedes llevar a las demás mujeres y a los niños al sótano y...

—¡No! ¡No voy a morir como una rata en un agujero!.

Paithan miró fijamente a su hermana, midiendo su valor.

—Está bien, Aleatha. Hay otra cosa que puedes hacer. Alguien tiene que ir a la ciudad y alertar al ejército. No podemos prescindir de ningún hombre y las demás mujeres no están en condiciones de viajar. Es una misión peligrosa; el medio de transpone más rápido es el deslizador y si esa bestia rompe nuestras líneas de defensa...

Aleatha imaginó con toda claridad la enorme cabeza del dragón alzándose y agitándose violentamente hasta romper los cables que sostenían el vehículo sobre el vacío. Se vio cayendo vertiginosamente...

Pero luego se imaginó encerrada con la dueña de la casa en un sótano oscuro y mal ventilado.

—Iré. —Aleatha empezó a recogerse las faldas.

—Espera, Thea. Escucha. No intentes bajar al centro mismo de la ciudad, pues te perderías. Busca el puesto de guardia del lado de vars. Las cestas te llevarán una parte del camino y luego tendrás que seguir a pie, pero distinguirás el puesto desde la primera encrucijada. Es una atalaya construida en las ramas de un árbol karabeth. Diles que...

—¡Paithan! —Durndrun salió de la casa a toda prisa, con el arco y un carcaj en la mano y señalando hacia el lago con la otra—. ¿Quién diablos anda ahí abajo? ¿No habían vuelto todos con nosotros?.

—Eso creía —asintió Paithan, forzando la vista hacia donde indicaba el barón. El reflejo del sol en las aguas del lago resultaba cegador pero alcanzó a ver, sin la menor duda, una figura que se movía al borde del agua—. Déjame ese arco. Iré a por él. Es fácil que nos hayamos dejado a alguien, en la confusión.

—¿Piensas..., piensas bajar ahí? ¿Con el dragón? —El noble contempló a Paithan con asombro.

Como siempre hacía en la vida, Paithan se había prestado voluntario sin pensárselo. Pero, antes de que le diera tiempo a añadir que, de pronto, había recordado que tenía otro compromiso anterior, Durndrun se apresuró a colocar el arco y la aljaba con las flechas en las manos del joven elfo mientras murmuraba algo acerca de una medalla al valor. Póstuma, sin duda.

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