Lenthan Quindiniar no había visto nunca un dragón. Su padre, sí; había visto varios. Quintain Quindiniar había sido un explorador e inventor legendario que había contribuido a fundar la ciudad élfica de Equilan y había ideado numerosas armas y otros artefactos que despertaron de inmediato la codicia de los pobladores humanos de la zona. Quintain había utilizado la ya considerable fortuna familiar, basada en la omita
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, para establecer una compañía comercial que cada año fue haciéndose más próspera. Pese al éxito de la empresa, Quintain no se había contentado con quedarse tranquilamente en casa y contar las ganancias. Cuando Lenthan, su único hijo, tuvo edad suficiente, Quintain le cedió el negocio y volvió a sus exploraciones. Nunca se había vuelto a tener noticias de él y todos habían dado por sentado, transcurrido un centenar de años, que había muerto.
Lenthan llevaba en sus venas la sangre trashumante de su familia pero nunca se le permitió entregarse a los viajes, sino que se vio obligado a ocuparse de los asuntos del negocio. También él poseía el don de la familia para hacer dinero, pero en ningún momento había tenido la sensación de que aquel dinero fuera suyo. Al fin y al cabo se limitaba a llevar el negocio establecido por su padre. Lenthan había buscado durante mucho tiempo el modo de dejar su propia huella en el mundo pero, por desgracia, no quedaba demasiado por explorar. Los humanos dominaban las tierras al norint, el océano Terinthiano impedía la expansión hacia el est y hacia el vars, y los muros de dragón cerraban la marcha hacia el sorint. Para las aspiraciones de Lenthan, sólo quedaba una dirección en la que encaminar sus pasos: hacia arriba.
Calandra entró en el laboratorio del sótano recogiéndose la falda para no mancharla de polvo. La expresión de su rostro habría agriado la leche. De hecho, estuvo a punto de helarle la sangre a su padre. Cuando Lenthan vio a su hija en aquel lugar que tanto le desagradaba, palideció y se aproximó con gesto nervioso al otro elfo presente en la estancia. El elfo sonrió e hizo una somera reverencia. La expresión de Calandra se nubló al verle.
—Cuánto..., cuánto me alegro de verte por aquí, quería... —balbuceó el pobre Lenthan, depositando un tarro de un líquido pestilente sobre una mesa mugrienta.
Calandra arrugó la nariz. El musgo que formaba las paredes y el suelo despedía un olor acre y almizcleño que no combinaba bien con los diversos olores químicos, sobre todo sulfurosos, que impregnaban el laboratorio.
—Querida Calandra —dijo el elfo que acompañaba a su padre—, confío en que te encuentres bien de salud.
—Así es, Maestro Astrólogo. Te agradezco el interés y también yo espero que te encuentres bien.
—En fin, el reuma me molesta un poco, pero es algo de esperar a mi edad.
«¡Ojalá ese reuma se te llevara, viejo charlatán!», murmuró Calandra para sus adentros.
«¿Qué habrá venido a hacer aquí esta bruja?», se preguntó el astrólogo bajo el cuello estirado y almidonado que se alzaba desde sus hombros y le cubría el rostro casi completamente.
Lenthan se quedó entre los dos con expresión desdichada y culpable, aunque no tenía idea, todavía, de qué había hecho.
—Padre —dijo Calandra con voz severa—, quiero hablar contigo. A solas.
El astrólogo hizo otra reverencia y empezó a retirarse. Lenthan, viendo que se quedaba sin apoyo, lo agarró de la manga.
—Vamos, querida, Elixnoir forma parte de la familia...
—Desde luego, come lo suficiente como para ser parte de ella —lo cortó Calandra, olvidando la paciencia y dejándose llevar por el terrible mazazo que le había producido la noticia de la llegada del sacerdote humano—. ¡Come lo suficiente como para ser
varias
partes!.
El astrólogo se irguió, muy envarado, y sus ojos la miraron por encima de una nariz larga y casi tan aguileña como las puntas del cuello azul oscuro entre las cuales asomaba.
—¡Calandra! ¡Recuerda que es nuestro invitado! —Exclamó Lenthan, escandalizado hasta el punto de reprender a su hija mayor—. ¡Y un Maestro Hechicero!.
—Invitado, sí, en eso te doy la razón. Elixnoir no se pierde nunca una comida, ni una ocasión de probar nuestro vino ni de ocupar nuestra habitación de huéspedes. En cambio, dudo mucho de su maestría en las artes mágicas. Todavía no le he visto hacer otra cosa que murmurar cuatro palabras sobre esas pociones apestosas que preparas, padre, y luego apartarse de ellas para contemplar cómo burbujean y despiden humos. ¡Entre los dos, cualquier día prenderéis fuego a la casa! ¡Hechicero! ¡Ja! Lo único que hace, padre, es calentarte la cabeza con historias blasfemas de gentes antiguas que viajaban a las estrellas en naves con velas de fuego...
—¡Se trata de hechos científicos, jovencita! —intervino el astrólogo. Las puntas del cuello de la capa temblaban de indignación—. Lo que hacemos tu padre y yo son investigaciones científicas y no tiene nada que ver con religiones o...
—¿Que no? —Lo interrumpió Calandra, lanzando la estocada verbal directamente al corazón de su víctima—. Entonces, ¿por qué mi padre ha mandado traer a un sacerdote humano?.
Los ojos del astrólogo, pequeños como cuentas, se agrandaron de estupor. El cuello almidonado se volvió de Calandra al desdichado Lenthan, que pareció desconcertado ante las palabras de su hija.
—¿Es eso cierto, Lenthan Quindiniar? —inquirió el hechicero, enfurecido—. ¿Has mandado llamar a un sacerdote humano?.
—Yo..., yo... —fue lo único que logró balbucir Lenthan.
—Así pues, me has engañado, señor —declaró el astrólogo. A cada momento que pasaba, aumentaba su indignación y, con ella, parecía crecer el cuello de la capa—. Me habías hecho creer que compartías nuestro interés por las estrellas, sus ciclos y su situación en los cielos.
—¡Y así era! ¡Es! —Lenthan se retorció las manos ennegrecidas de hollín.
—Afirmabas estar interesado en el estudio científico de cómo estas estrellas rigen nuestras vidas...
—¡Blasfemia! —exclamó Calandra, con un estremecimiento de su cuerpo huesudo.
—Y ahora, en cambio, te descubro asociado a un..., un...
Al hechicero le faltaron las palabras. El cuello puntiagudo de la capa pareció cerrarse en torno a su rostro de modo que sólo quedaron a la vista, por encima de él, sus ojos brillantes y enfurecidos.
—¡No! ¡Por favor, deja que te explique! —Graznó Lenthan—. Verás, mi hijo me habló de la creencia de los humanos en la existencia de gente que vive en esas estrellas y pensé que...
—¡Paithan! —dijo Calandra con un jadeo, identificando a un nuevo culpable.
—¡Que ahí vive gente! —masculló el astrólogo, desdeñoso, con la voz sofocada tras la ropa almidonada.
—Pues a mí me parece posible... y, desde luego, explica por qué los antiguos viajaron a las estrellas y concuerda con las enseñanzas de nuestros sacerdotes de que, cuando morimos, nos hacemos uno con las estrellas. Sinceramente, echo en falta a Elithenia...
Dijo esto último con una voz desdichada y suplicante que despertó la piedad de su hija. A su modo, Calandra quería a su madre, igual que quería a su hermano y a su hermana menor. Era un amor severo, inflexible e impaciente, pero amor al fin y al cabo, y la muchacha se acercó hasta posar sus dedos delgados y fríos en el brazo de su padre.
—Vamos, padre, no te alteres. No tenía intención de inquietarte, ¡pero creo que deberías haber discutido el asunto conmigo en lugar de..., de hacerlo con los parroquianos de la taberna de la Dorada Aguamiel! —Calandra no pudo reprimir un sollozo. Sacó un decoroso pañuelo con puntillas y se cubrió con él la boca y la nariz.
Las lágrimas de su hija produjeron el efecto (perfectamente calculado) de aplastar por completo a Lenthan Quintiniar contra el suelo de musgo, como si lo hubieran enterrado doce palmos bajo él
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. El llanto de Calandra y el temblor de las puntas del cuello del hechicero eran demasiado para el maduro elfo.
—Tenéis razón los dos —declaró, mirándolos alternativamente con aire apesadumbrado—. Ahora me doy cuenta de que he cometido un error terrible. Cuando llegue el sacerdote, le diré que se marche de inmediato.
—¡Cuando llegue! —Calandra alzó los ojos, ya secos, y observó a su padre—. ¿Cómo que
cuando llegue?
Paithan me ha dicho que no vendría...
—¿Y él cómo lo sabe? —preguntó Lenthan, considerablemente perplejo—. ¿Ha hablado con él después que yo? —El elfo se llevó una mano cerúlea al bolsillo del chaleco de seda y sacó una hoja arrugada de papel—. Mira, querida —añadió, mostrándole la carta.
Calandra la cogió y la leyó con ojos febriles.
—«Cuando me veas, estaré ahí. Firmado, el Sacerdote Humano.»¡Bah! —Calandra devolvió la misiva a su padre con gesto despectivo—. ¡Esto es ridículo...! Tiene que ser una broma de Paithan. Nadie en sus cabales mandaría una carta así. Ni siquiera un humano. ¡El Sacerdote Humano! ¡Por favor!.
—Tal vez no está en sus cabales, como dices —apuntó el Maestro Astrólogo en tono siniestro.
Un sacerdote humano loco venía camino de la casa.
—¡Que Orn se apiade de nosotros! —murmuró Calandra, asiéndose del canto de la mesa del laboratorio para sostenerse.
—Vamos, vamos, querida mía —dijo Lenthan, pasándole el brazo por los hombros—. Yo me ocuparé de eso. Déjalo todo en mis manos. No tendrás que preocuparte en absoluto.
—Y, si puedo ser de alguna ayuda —el Maestro Astrólogo olisqueó el aire; de la cocina llegaba el aroma de un asado de targ—, me alegraré de colaborar también. Incluso podría pasar por alto ciertas cosas que se han dicho en el calor de una discusión agitada.
Calandra no prestó atención al mago. Había recuperado el dominio de sí y su único pensamiento era encontrar lo antes posible a aquel despreciable hermano suyo para arrancarle una confesión. No tenía ninguna duda —mejor dicho, tenía muy pocas— de que todo aquello era obra de Paithan, una muestra de lo que entendía por una broma pesada. Probablemente, pensó, en aquel instante estaría partiéndose de risa a su costa. ¿Seguiría riéndose cuando le recortara su asignación a la mitad?.
Dejando al astrólogo y a su padre para que volaran hechos trizas en aquel sótano, si así lo querían, Calandra ascendió la escalera con pasos enérgicos y atravesó la cocina, donde la muchacha de los platos se escondió tras un trapo de secar hasta que el horrible espectro hubo desaparecido. Subió al tercer nivel de la casa, donde estaban las alcobas, se detuvo ante la puerta de la habitación de su hermano y llamó sonoramente.
—¡Paithan! ¡Abre la puerta ahora mismo!.
—Paithan no está —dijo una voz soñolienta desde el fondo del pasillo. Calandra lanzó una mirada furiosa a la puerta cerrada, llamó de nuevo y probó un par de veces el tirador. No escuchó ningún ruido. Se dio la vuelta, continuó avanzando por el corredor y entró en la alcoba de su hermana menor.
Vestida con un frívolo camisón que dejaba al descubierto sus hombros lechosos y lo suficiente de sus pechos para despertar el interés, Aleatha estaba recostada en una silla ante el tocador, cepillándose el cabello con gesto lánguido mientras se admiraba en el espejo. Éste, potenciado por medios mágicos, susurraba elogios y piropos y ofrecía alguna que otra sugerencia sobre la cantidad correcta de carmín.
Calandra se detuvo a la entrada de la estancia, casi sin hablar de puro escandalizada.
—¿Qué pretendes, ahí sentada medio desnuda a plena luz y con las puertas abiertas de par en par? ¿Y si pasara algún sirviente?.
Aleatha alzó los ojos. Llevó a cabo el movimiento lentamente, con languidez, sabiendo el efecto que producía y disfrutándolo plenamente. La joven elfa tenía los ojos de un azul claro, vibrante, pero que —bajo la sombra de sus gruesos párpados y de sus pestañas largas y tupidas— se oscurecían hasta adoptar un tono púrpura. Por eso, cuando los abría como en aquel instante, daban la impresión de cambiar completamente de color. Eran numerosos los elfos que habían escrito sonetos a aquellos ojos y corría el rumor de que uno incluso había muerto por ellos.
—¡Ah!, ya ha pasado uno de los criados —contestó Aleatha sin inmutarse—. El mayordomo. Le he visto deambular por el pasillo al menos tres veces en la última media hora.
Apartó la vista de su hermana mayor y empezó a colocar los volantes del salto de cama para que dejaran a la vista su cuello largo y fino.
Aleatha tenía una voz modulada y grave, que siempre sonaba como si estuviera a punto de sumirse en un profundo sueño. Esto, combinado con los gruesos párpados, le daba un aire de dulce lasitud hiciera lo que hiciese y fuera donde fuese. Durante la febril alegría de un baile real, Aleatha prescindía del ritmo de la música y bailaba siempre lentamente, casi como en sueños, con el cuerpo completamente rendido a su pareja y produciendo a ésta la deliciosa impresión de que, sin su fuerte brazo como apoyo, la muchacha caería al suelo. Sus ojos lánguidos permanecían fijos en los del bailarín, con una levísima chispa en el fondo de aquel púrpura insondable, e incitaban al hombre a imaginar qué daría por conseguir que aquellos ojos soñolientos se abrieran de par en par.
—¡Eres la comidilla de Equilan, Thea! —dijo Calandra en tono acusador, llevándose el pañuelo a la nariz. Aleatha se estaba rociando de perfume el cuello y el pecho—.
¿Dónde estabas la última hora oscura?
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Los ojos púrpura se abrieron de par en par o, al menos, bastante más que antes. Aleatha no desperdiciaría nunca con una hermana el efecto que provocaba el gesto completo.
—¿Desde cuándo te preocupa dónde estoy? ¿Qué abeja se te ha metido en el corsé en esta hora amable, Cal?.
—¿Hora amable? ¡Si es casi la hora del vino! ¡Llevas durmiendo la mitad del día!.
—Si quieres saberlo, estuve con el noble Kevanish y fuimos al
Oscura...
—¡Kevanish! —Calandra emitió un gemido agitado—. ¡Ese sinvergüenza! Desde ese asunto del duelo, se le ha negado la entrada en todas las casas decentes. Fue por su culpa que la pobre Lucillia se colgó, y puede decirse que prácticamente asesinó al hermano de ésta. ¡Y tú, Aleatha..., dejarte ver en público junto a él...! —Calandra se atragantó.
—Tonterías. Lucillia fue una estúpida al pensar que un hombre como Kevanish podía enamorarse realmente de ella. Y su hermano fue aún más estúpido al exigirle una reparación. Kevanish es el mejor arquero de Equilan.
—¡Existe una cosa que se llama honor, Aleatha! —Calandra se detuvo tras la silla de su hermana y cerró ambas manos sobre el respaldo, con los nudillos blancos de la presión. Parecía que, con un mínimo movimiento y en cualquier instante, podría cerrarlas con igual fuerza en torno el frágil cuello de su hermanita—. ¿Acaso nuestra familia lo ha olvidado ya?.