La Estrella de los Elfos (2 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

»Mis instrucciones son parecidas a las que te di al partir hacia Ariano. Por supuesto, ocultarás a la gente normal tus poderes mágicos. Como en Ariano, debemos mantener en secreto nuestro regreso al mundo. Si los sartán me descubren antes de que esté preparado para llevar a cabo mis proyectos, moverán cielo y tierra (como ya hicieron una vez) para impedirlo.

»Recuerda, Haplo, que eres un observador. Si es posible, no intervengas directamente para alterar los acontecimientos del mundo; actúa sólo a través de medios indirectos. Cuando me presente en esos mundos, no quiero escuchar acusaciones de que mis agentes han cometido atrocidades en mi nombre.

Tu labor en Ariano fue excelente, hijo mío, y si vuelvo a comentarte esta precaución, lo hago sólo como recordatorio.

»Respecto a Pryan, el mundo del Fuego, sabemos poco, salvo que su extensión parece ser inmensa. Los indicios que nos han dejado los sartán describen una gigantesca bola de roca que envuelve un núcleo de fuego, parecida al mundo antiguo pero muchísimo mayor. Es ese tamaño lo que me desconcierta. ¿Por qué sentirían los sartán la necesidad de hacer tan increíblemente inmenso ese planeta? Y hay otra cosa que no acabo de entender: ¿dónde está el sol? Tu deber, Haplo, será encontrar respuesta a estas y a otras preguntas.

»La vasta inmensidad de las tierras de Pryan me lleva a pensar que sus habitantes deben de estar repartidos en pequeños grupos, aislados entre sí. Me baso para ello en el cálculo del número de seres de las distintas razas que los sartán debieron de trasladar a Pryan. Incluso con una explosión demográfica sin precedentes, elfos, humanos y enanos no podrían en modo alguno haberse expandido hasta ocupar un espacio tan enorme. En tales circunstancias, de nada me serviría un discípulo que pudiera unificar a las gentes, como el que has traído de Ariano.

»Te envío a Pryan con la misión principal de investigar. Descubre cuanto puedas de ese mundo y de sus habitantes. Y, al igual que en Ariano, busca con diligencia cualquier rastro de los sartán; aunque, salvo una excepción, no encontraste a ninguno con vida en el mundo del Aire, es posible que huyeran de allí y se exiliaran en Pryan.

»Ten cuidado, Haplo. Sé discreto y prudente. No hagas nada que pueda atraer la atención sobre ti. Te abrazo de todo corazón. Y espero estrecharte entre mis brazos cuando regreses, sano y salvo y triunfante.

»Tu amo y padre.»
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CAPÍTULO 1

PRISIÓN DE YRENI, DANDRAK,

REINO MEDIO

Calandra Quindiniar estaba sentada tras el enorme escritorio de madera pulimentada, sumando las ganancias del último mes. Sus dedos blancos manejaban con rapidez el ábaco, deslizando las cuentas arriba y abajo, y sus labios murmuraban las sumas en voz alta mientras escribía las cifras en el viejo libro de contabilidad encuadernado en piel. Su caligrafía era muy parecida a la propia Calandra: fina, erguida, precisa y fácil de leer.

Sobre su cabeza giraban cuatro aspas de plumas de cisne que mantenían el aire en movimiento. Pese al calor sofocante de mitad de ciclo en el exterior, el interior de la casa permanecía fresco. La mansión se hallaba en la máxima elevación de la ciudad y recibía, gracias a ello, la brisa que más abajo solía quedar sofocada por la vegetación de la jungla.

Era la mansión más grande de la ciudad, después del palacio real. (Lenthan Quindiniar tenía dinero suficiente para hacerse una casa mayor incluso que el palacio real, pero era un elfo humilde que conocía muy bien cuál era su lugar). Las estancias eran espaciosas y aireadas, con techos altos y numerosas ventanas y el mágico sistema de ventiladores, al menos uno por estancia. Los salones, muy amplios, se hallaban en la segunda planta y estaban bellamente amueblados. Unas persianas los dejaban frescos y en penumbra durante las horas brillantes del ciclo. Cuando se producía una tormenta, las persianas eran levantadas para dejar paso a la refrescante brisa cargada de humedad.

Paithan, el hermano menor de Calandra, estaba sentado en una mecedora cerca del escritorio. Se balanceaba adelante y atrás indolentemente, con un abanico de palma en la mano, y estudiaba el movimiento de las plumas de cisne sobre la cabeza de su hermana. Desde el estudio, Paithan podía divisar varios ventiladores más: el del salón y, más allá, el del comedor. Los vio girar en el aire y entre el rítmico temblor de las plumas, el chasquido de las cuentas del ábaco y el leve crujido de la mecedora, cayó en un estado casi hipnótico.

Una violenta explosión que sacudió los tres pisos de la casa hizo que Paithan se incorporara de un brinco.

—¡Maldición! —masculló, observando con irritación una fina nube de yeso
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que caía del techo hasta su bebida helada.

Su hermana soltó un bufido y no dijo nada. Había hecho una pausa para limpiar de un soplido el polvo de yeso que se depositaba en la hoja del libro de contabilidad, pero no interrumpió sus cálculos. Se oyó entonces un gemido de terror procedente del piso inferior.

—Debe de ser la nueva criada del fregadero —comentó Paithan poniéndose en pie—. Será mejor que vaya a tranquilizarla y decirle que sólo son cosas de nuestro padre...

—No harás nada de eso —replicó Calandra sin levantar la vista y sin dejar de escribir—. Te quedarás ahí sentado y esperarás a que termine las cuentas; luego, repasaremos los detalles de tu próximo viaje al norint. Ya es suficientemente poco lo que haces para ganarte el sustento, siempre perdiendo el tiempo en Orn a saber con qué asuntos con tus amigos de la nobleza. Además, la chica nueva es una humana; y muy fea, por cierto.

Calandra se concentró de nuevo en sus sumas y restas. Paithan volvió a acomodarse de buen grado en la mecedora.

«Debería haber dado por sentado —se dijo el joven elfo— que si Calandra contrataba a una humana sería a algún adefesio con cara de cerdo. Eso es lo que se llama amor fraternal. ¡Ah!, en fin, muy pronto emprenderé viaje y entonces, mi querida Calandra, ojos que no ven...»

Paithan se meció en la silla, su hermana continuó murmurando y los ventiladores siguieron girando tranquilamente.

Los elfos adoraban la vida y por ello la envolvían de magia en casi todas sus creaciones. Las plumas producían la ilusión de estar aún sujetas al ala del cisne. Mientras las contemplaba, Paithan pensó que constituían una buena analogía de su familia: todos sus miembros vivían en la creencia ilusoria de estar aún vinculados a algo, tal vez incluso unos a otros.

Sus apacibles meditaciones se vieron interrumpidas por la aparición de un elfo tiznado, desaliñado y con las puntas de los cabellos chamuscados, que entró en la estancia dando brincos y frotándose las manos.

—Esta vez no ha estado mal, ¿verdad? —comentó.

De baja estatura para tratarse de un elfo, era evidente que en otra época había sido rotundamente obeso. En los últimos tiempos, sus carnes se habían vuelto fofas, y su piel, cetrina y ligeramente hinchada. Aunque la capa de hollín lo ocultaba a la vista, el cabello gris que rodeaba la extensa calva de la coronilla indicaba que estaba en la madurez. De no ser por las canas, habría sido difícil calcular la edad del elfo pues tenía el cutis terso, sin una arruga; demasiado terso. Y unos ojos brillantes; demasiado brillantes. El recién llegado se frotó las manos y miró alternativa y nerviosamente a su hija y a su hijo.

—Esta vez no ha estado mal, ¿verdad? —repitió.

—Desde luego que no, jefe —asintió Paithan, de buen humor—. Un poco más y me caigo de espaldas.

Lenthan Quindiniar le dirigió una sonrisa espasmódica.

—¿Calandra? —insistió.

—Has conseguido poner histérica a la ayudante de cocina y has causado nuevas grietas en el techo, si es a eso a lo que te refieres, padre —replicó Calandra, haciendo chasquear las cuentas con gesto irritado.

—¡Has cometido un error! —dijo de pronto el ábaco con su voz chillona. Calandra dirigió una mirada de rabia al aparato, pero éste se mantuvo firme—. Catorce mil seiscientos ochenta y cinco más veintisiete no son catorce mil seiscientos doce. Son catorce mil setecientos doce. Te has olvidado de llevar una.

—¡Me extraña que sólo haya cometido un error! ¿Ves lo que has hecho, padre? —exclamó Calandra.

Lenthan se mostró bastante alicaído durante unos instantes, pero recuperó el ánimo enseguida.

—Ya no falta mucho —comentó, frotándose las manos—. Esta vez, el cohete se ha elevado por encima de mi cabeza. Creo que ya estoy cerca de encontrar la mezcla adecuada. Voy al laboratorio otra vez, queridos míos. Estaré allí si alguien me necesita.

—¡Esto último es muy probable! —murmuró Calandra.

—Vamos, deja tranquilo al jefe —dijo Paithan, observando con aire divertido al elfo tiznado que, tras un titubeo, desandaba el camino entre el surtido de bellos muebles hasta desaparecer por una puerta trasera del comedor—. ¿Acaso prefieres verlo como estaba después de que muriera madre?.

—Preferiría verlo cuerdo, si te refieres a eso, pero supongo que es demasiado pedir. Entre los galanteos de Thea y el estado mental de padre, somos el hazmerreír de la ciudad.

—No te preocupes, querida hermana. Quizá la gente se burle, pero lo hará siempre a escondidas si eres tú quien recauda el dinero de los Señores de Thillia. Además, si el viejo recuperara la cordura, volvería a ocuparse del pastel.

—¡Bah! —Masculló Calandra—. Y no utilices esas expresiones. Ya sabes que no puedo soportarlas. Es lo que sucede cuando uno anda siempre por ahí con unos amigos como esos que tienes. Un grupo de indolentes holgazanes...

—¡Error! —Informó el ábaco—. Tienes que...

—¡Ya lo haré yo!.

Calandra frunció el entrecejo, consultó la última anotación y, con un gesto irritado, volvió a sumar las cantidades.

—Deja que esa..., esa cosa se encargue de las cuentas —apuntó Paithan, refiriéndose al ábaco.

—No confío en las máquinas. ¡Silencio! —exclamó Calandra cuando su hermano se disponía a añadir algo más.

Paithan permaneció en silencio unos momentos, abanicándose, mientras se preguntaba si tendría energía suficiente para llamar al criado y mandarle traer un vaso de ambrosía fría..., uno que no estuviera lleno de yeso. Sin embargo, dado su carácter, el joven elfo era incapaz de quedarse callado mucho rato.

—Hablando de Thea, ¿dónde está? —preguntó, volviendo la cabeza como si esperara verla emerger de debajo de alguna de las fundas que protegían varios muebles de la estancia.

—En la cama, por supuesto. Todavía no es la hora del vino —contestó su hermana, refiriéndose al período del final de cada ciclo
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conocido como «arrebato» en el que los elfos dejaban el trabajo y se relajaban tomando un vaso de vino con especias.

Paithan se meció adelante y atrás. Estaba aburriéndose. El noble Durndrun salía con un grupo a navegar por el estanque del árbol y ofrecía una cena campestre a continuación y, si Paithan quería asistir, ya era hora de vestirse adecuadamente y ponerse en camino. Aun sin ser de noble cuna, el joven elfo era lo suficientemente rico, guapo y encantador como para hacerse un nombre entre la aristocracia. Le faltaba la educación de la nobleza pero era lo bastante listo como para reconocerlo y no intentar fingirse algo distinto a lo que era: el hijo de un comerciante de clase media. El hecho de que ese padre comerciante de clase media fuera, precisamente, el elfo más rico de toda Equilan, más rico incluso (así se rumoreaba) que la propia reina, compensaba de largo sus ocasionales caídas en la vulgaridad. El joven elfo era un buen camarada que gastaba el dinero con prodigalidad.

«Es un diablo interesante; cuenta las historias más estrafalarias», había dicho de él uno de los nobles.

La educación de Paithan procedía del mundo, no de los libros. Desde la muerte de su madre, unos ocho años atrás, y el posterior hundimiento de su padre en la locura y la enfermedad, Paithan y su hermana mayor se habían hecho cargo de los negocios familiares. Calandra se quedaba en casa y llevaba la contabilidad de la próspera empresa de armamento. Aunque hacía más de cien años que los elfos no iban a la guerra, a los humanos todavía les gustaba practicarla, y más aún les gustaban las armas mágicas que los elfos creaban para librarla. Paithan se encargaba de salir por el mundo, negociar los contratos, asegurarse de que se entregaban los envíos y mantener satisfechos a los clientes.

Debido a ello, había viajado por todas las tierras de Thillia y en una ocasión se había aventurado hasta los propios territorios de los reyes del mar, hacia el norint. Los nobles elfos, por el contrario, rara vez abandonaban sus propiedades en las copas de los árboles. Muchos de ellos ni siquiera habían pisado las partes inferiores de Equilan, su propio reino. Debido a ello, Paithan era considerado una maravillosa rareza y era cortejado como tal.

Paithan era consciente de que los nobles y las damas lo tenían entre ellos como a sus monos domésticos, para divertirlos. La alta sociedad elfa no lo aceptaba de corazón. Él y su familia eran invitados al palacio real una vez al año, en una concesión de la reina a quienes mantenían llenas sus arcas, pero eso era todo. Nada de ello preocupaba a Paithan.

En cambio, el hecho de que unos elfos que no eran la mitad de listos y no tenían ni la cuarta parte de sus riquezas miraran a los Quindiniar por encima del hombro porque éstos no podían reconstruir su árbol genealógico hasta el tiempo de la Peste le dolía a Calandra como una flecha en el pecho. No encontraba ninguna virtud en la «nobleza» y, al menos delante de su hermano, dejaba patente el desdén que le inspiraba. Y le irritaba muchísimo que Paithan no compartiera sus sentimientos.

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