La Estrella de los Elfos (3 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

Paithan, en cambio, encontraba a los nobles elfos casi tan divertidos como él les resultaba a ellos. Sabía que, si proponía matrimonio a cualquiera de las hijas de uno de los duques, habría abrazos y sollozos y lágrimas ante la idea de que la «querida hija» se casara con un plebeyo... y la boda se celebraría tan pronto como lo permitiera la etiqueta cortesana. Al fin y al cabo, las casas nobles eran caras de mantener.

El joven elfo no tenía intención de casarse; al menos, por el momento. Procedía de una familia aventurera y trashumante cuyos antepasados eran los exploradores elfos que habían descubierto la omita. Llevaba casi una estación completa en casa y era hora de ponerse en marcha otra vez, razón por la cual estaba allí sentado junto a su hermana, cuando debería encontrarse remando en un bote acompañado de alguna damita encantadora. Pero Casandra, abstraída en sus cálculos, parecía haberse olvidado de su presencia. Paithan decidió de pronto que, si oía chasquear otra vez las cuentas del ábaco, se iba a «mosquear» (otra expresión de la jerga de «su peña» que provocaría la irritación de Calandra).

Paithan tenía una noticia para su hermana que se había estado guardando para un momento como aquél. Una noticia que provocaría una explosión parecida a la que había sacudido la casa un rato antes, pero que sacaría a Calandra de su ensimismamiento. Así, Paithan podría escapar de allí.

—¿Qué opinas de que padre haya mandado llamar a ese sacerdote humano? —preguntó.

Por primera vez desde que entrara en la habitación, su hermana interrumpió sus cálculos, levantó la cabeza y lo miró.

—¿Qué?.

—Padre ha mandado llamar al sacerdote humano. Pensaba que estabas al corriente. —Paithan parpadeó repetidamente, aparentando inocencia.

En los ojos oscuros de Calandra apareció un fulgor. Sus labios se apretaron. Después de secarla con meticuloso cuidado en un paño manchado de tinta que utilizaba expresamente con tal propósito, dejó la pluma con delicadeza en su lugar correspondiente, sobre el libro de contabilidad, y volvió la cabeza hacia su hermano, dedicándole toda su atención.

Calandra nunca había sido hermosa. Toda la belleza de la familia, se decía, había quedado reservada y concedida a su hermana menor. Calandra era tan delgada que su aspecto resultaba casi cadavérico. (De niño, Paithan había recibido una azotaina por preguntar si su hermana se había pillado la nariz en un lagar). Ahora, ya en sus últimos años mozos, parecía como si toda su cara hubiera sido comprimida en una prensa. Llevaba el cabello recogido hacia atrás con un moño apretado en lo alto de la cabeza, sujeto con tres peinetas de púas agudas y aspecto atroz. Su piel tenía una palidez mortal, pues rara vez abandonaba el interior de la casa y, cuando lo hacía, llevaba un parasol como protección. Sus severas ropas siempre se confeccionaban según el mismo patrón: abotonadas hasta la barbilla y con faldas que se arrastraban por el suelo. A Calandra nunca le había importado no ser hermosa. La belleza se otorgaba a la mujer para que pudiera atrapar a un hombre, y Calandra no quería ninguno.

—Al fin y al cabo —gustaba de decir Calandra—, ¿qué son los hombres sino seres que se gastan el dinero de una y se meten en su vida?.

«Todos, excepto yo», pensó Paithan. «Y eso porque Calandra se ocupó de educarme como es debido.»

—No te creo —dijo ella.

—Claro que sí. —Paithan se estaba divirtiendo—. Ya sabes que el vie..., perdona, ha sido un desliz..., que padre está lo bastante chiflado como para hacer cualquier cosa.

—¿Cómo te has enterado?.

—Porque la última hora de cenar me dejé caer por el local del viejo Rory a tomar una copa rápida antes de ir a casa de...

—No me interesa adonde ibas —lo cortó Calandra, en cuya frente apareció una arruga—. No te contaría Rory ese rumor, ¿verdad?.

—Me temo que sí, querida hermana. El chiflado de nuestro padre estaba en la taberna, hablando de sus cohetes, y salió con la noticia de que había mandado llamar a un sacerdote humano.

—¡En la taberna! —Calandra abrió unos ojos como platos, aterrada—. ¿Lo oyó mucha..., mucha gente?.

—¡Desde luego que sí! —contestó Paithan, animadamente—. Era su hora de costumbre, ya sabes, justo la hora del vino, y el local estaba abarrotado.

Calandra emitió un ronco gemido y sus dedos se cerraron en torno al marco del ábaco, que protestó sonoramente.

—Tal vez padre lo haya... imaginado —murmuró. Sin embargo, su voz sonó desesperanzada. A veces, Lenthan Quindiniar estaba demasiado cuerdo en su locura.

Paithan movió la cabeza.

—No —dijo—. He hablado con el hombre de los pájaros. Su ánsar
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llevó el mensaje a Gregory, Señor de Thillia. La nota decía que Lenthan Quindiniar de Equilan quería consultar con un sacedote humano acerca de los viajes a las estrellas. Comida y alojamiento y quinientas piedras.
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Calandra lanzó un nuevo gemido. Se mordió el labio y exclamó:

—¡Estaremos asediados!.

—No, no. Yo no lo veo así. —Paithan sintió cierto remordimiento por ser causa de aquella desazón. Alargó la mano y acarició los dedos agarrotados de su hermana—. Esta vez quizá tengamos suerte, Cal. Los sacerdotes humanos viven en monasterios y pronuncian, entre otros, estrictos votos de pobreza. No pueden aceptar dinero. Además, llevan una vida bastante buena en Thillia, por no hablar del hecho de que están organizados en una rígida jerarquía. Todos son responsables ante alguna especie de padre superior y no pueden limitarse a coger los bártulos y desaparecer en la espesura.

—Pero la ocasión de convertir a un elfo...

—¡Bah! No son como nuestros sacerdotes. No tienen tiempo de convertir a nadie. Su principal ocupación es intervenir en política y tratar de hacer volver a los Señores Perdidos.

—¿Estás seguro? —Las pálidas mejillas de Calandra habían recuperado en parte el color.

—Bueno, no del todo —reconoció Paithan—, pero he estado mucho tiempo con los humanos y los conozco. Por un lado, no les gusta venir a nuestras tierras. Y tampoco les gustamos nosotros. No creo que deba preocuparnos la aparición de ese sacerdote.

—Pero, ¿por qué? —Quiso saber Calandra—. ¿Por qué ha hecho padre una cosa así?.

—Porque los humanos creen que la vida procede de las estrellas, las cuales según ellos son en realidad ciudades, y predican que algún día, cuando en nuestro mundo aquí abajo reine el caos, los Señores Perdidos regresarán y nos conducirán a ellas.

—¡Tonterías! —replicó ella, crispada—. Todo el mundo sabe que la vida proviene de Peytin Sartán, Matriarca del Paraíso, que creó este mundo para sus hijos mortales. Las estrellas son sus hijas inmortales, que nos vigilan. —La elfa pareció conmocionada al comprender las consecuencias últimas de lo que estaba diciendo—: No insinuarás que padre cree en lo que acabas de decirme, ¿verdad? ¡Sería...! ¡Es una herejía!.

—Me parece que está empezando a creerlo —asintió Paithan con aire más sombrío—. Si lo piensas, Calandra, para él tiene sentido. Ya estaba experimentando con el empleo de cohetes para transportar mercancías antes de que madre muriera. Entonces, ella muere y nuestros sacerdotes le dicen que se ha ido al cielo para ser una de las hijas inmortales. A nuestro pobre padre le salta un tornillo de la mente y alumbra la idea de utilizar los cohetes para ir a encontrar a madre. Después, pierde el siguiente tornillo y decide que tal vez madre no es inmortal, sino que vive ahí arriba, sana y salva, en una especie de ciudad.

—¡Orn bendito! —Calandra emitió un nuevo lamento. Permaneció en silencio unos instantes, contemplando el ábaco y moviendo entre los dedos una de las cuentas adelante y atrás, adelante y atrás—. Iré a hablar con él —dijo por fin.

Paithan se esforzó en mantener el dominio de su expresión.

—Sí, tal vez sea una buena idea, Cal. Ve a hablar con él.

Calandra se puso en pie, con un susurro ceremonioso de la falda. Hizo una pausa y miró a su hermano.

—íbamos a hablar del próximo embarque...

—Eso puede esperar a mañana. Lo que tenemos entre manos es mucho más importante.

—¡Bah! No es preciso que finjas estar tan preocupado. Sé qué te propones, Paithan. Largarte a una de esas juergas alocadas con tus amigos de la nobleza en lugar de quedarte en casa, ocupándote del negocio como deberías. Pero tienes razón, aunque es probable que no tengas suficiente juicio para saberlo. En efecto esto tiene más importancia. —Debajo de ellos sonó una explosión ahogada, un estruendo de platos estrellándose contra el suelo y un grito procedente de la cocina. Calandra suspiró—. Iré a hablar con él, aunque debo decir que dudo de que sirva de mucho. ¡Si pudiera conseguir que padre mantuviera la boca cerrada!.

Cerró el libro de contabilidad con un fuerte golpe. Con los labios apretados y la espalda envarada, se encaminó hacia la puerta del extremo opuesto del comedor. Llevaba las caderas tan firmes como la espalda; nada de atractivos balanceos de falda para Calandra Quindiniar.

Paithan movió la cabeza en gesto de negativa.

—Pobre jefe —murmuró. Por unos momentos, sintió verdadera lástima de él. Después, agitando el aire con el abanico de hoja de palma, fue a su habitación a vestirse.

CAPÍTULO 2

EQUILAN,

NIVEL DE LA COPA DE LOS ÁRBOLES

Tras descender las escaleras, Calandra atravesó la cocina, situada en la planta baja de la mansión. El calor aumentaba claramente al pasar de las aireadas plantas superiores a la zona inferior, más cerrada y cargada de humedad. La criada del fregadero, con los ojos enrojecidos y la marca de la manaza de la cocinera cruzándole el rostro, estaba recogiendo con gesto irritado los fragmentos de la loza que acababa de estrellar contra el suelo. Tal como le había contado a su hermano, la criada era una muchacha humana realmente fea y sus ojos llorosos y sus labios hinchados no contribuían en absoluto a mejorar su aspecto.

Sin embargo, lo cierto era que, a los ojos de Calandra, todos los humanos eran feos y toscos, poco más que brutos y salvajes. La muchacha humana era una esclava, comprada en un mismo lote junto a un saco de harina y una cazuela de madera de piedra. En adelante, trabajaría en las tareas más humildes a las órdenes de una jefa estricta, la cocinera, durante unas quince de las veintiuna horas del ciclo. Compartiría una minúscula habitación con la camarera de la planta baja, no tendría nada de su propiedad y ganaría una miseria con la que, cuando ya fuera una anciana, podría comprarse la emancipación. Y, a pesar de todo ello, Calandra tenía la firme creencia de que había hecho un tremendo favor a la humana al traerla a vivir entre gente civilizada.

La visión de la muchacha en su cocina avivó las ascuas de la ira de Calandra. ¡Un sacerdote humano! Qué locura. Su padre debería tener más juicio. Una cosa era volverse loco y otra olvidar el menor sentido del decoro. Calandra cruzó a toda marcha la despensa, abrió con energía la puerta de la bodega y descendió los peldaños cubiertos de telarañas que conducían al sótano fresco y oscuro.

La mansión de los Quindiniar se alzaba en una planicie de musgo que crecía entre las capas de vegetación más altas del mundo de Pryan. El nombre
Pryan
significaba reino del Fuego en una lengua que, supuestamente, utilizaban las primeras gentes que llegaron a aquel mundo. La denominación era acertada, pues el sol de Pryan brillaba constantemente, pero otro nombre aún más preciso para el planeta hubiera sido el de reino del Verdor pues, debido al sol permanente y a las frecuentes lluvias, el suelo de Pryan estaba cubierto por una capa de vegetación tan densa que eran contados los habitantes del planeta que lo habían visto alguna vez.

Sucesivas capas de follaje y de diversas formas de vida vegetal se dirigían hacia arriba, dando lugar a numerosos niveles escalonados. Los lechos de musgo era increíblemente tupidos y resistentes; la gran ciudad de Equilan estaba edificada encima de uno de ellos y sobre sus masas espesas, de color verde parduzco, se extendían lagos e incluso océanos. Las ramas superiores de los árboles se alzaban sobre ellas formando inmensos bosques, impenetrables como junglas. Y era allí, en las copas de los árboles o en las llanuras de musgo, donde la mayoría de civilizaciones de Pryan habían levantado sus ciudades.

Las llanuras de musgo no cubrían por entero el planeta, sino que se interrumpían en lugares conocidos como «muros de dragón». En ellos, el espectador situado al borde de la planicie se encontraba ante un abismo de vegetación, ante una sucesión de troncos grises y una espesura de hierbas y arbustos y hojas que descendían hasta perderse de vista en la impenetrable oscuridad de las regiones inferiores.

Los muros de dragón eran lugares colosales y espantosos, a los que muy pocos se atrevían a acercarse. El agua de los mares del musgo se despeñaba por el borde de las enormes grietas y caía en cascadas a la oscuridad con un rugido que hacía temblar los poderosos árboles. Tormentas perpetuas se desencadenaban allí. Enormes extensiones umbrías de todos los tonos de verde se extendían cuanto alcanzaba la vista hasta tocar el radiante cielo azul en el horizonte. Todos aquellos que alguna vez habían llegado hasta el borde de la sima, y contemplaban aquella masa de jungla sin límite debajo de sus pies, se sentían pequeños, insignificantes y frágiles como la hoja más tierna recién abierta.

En ocasiones, si el observador conseguía reunir el valor suficiente para pasar algún tiempo observando la jungla que se abría debajo de él, era posible que observara el siniestro movimiento de un cuerpo sinuoso serpenteando entre las ramas y escurriéndose entre las intensas sombras verdes con tal rapidez que el cerebro llegara a dudar de lo que el ojo captaba. Eran estas criaturas, los dragones de Pryan, las que daban su nombre a las impresionantes simas. Pocos eran los exploradores que los habían visto alguna vez, pues los dragones eran tan precavidos ante la presencia de los pequeños seres extraños que habitaban las copas de los árboles, como cautos se mostraban humanos, enanos y elfos ante la visión de los dragones. No obstante, existía la creencia de que éstos eran animales de gran inteligencia, enormes y sin alas, que desarrollaban su vida muy, muy abajo, tal vez incluso en el mismo suelo del planeta del que hablaban las leyendas.

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