La fabulosa historia de los pelayos (17 page)

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Authors: Oscar García Pelayo

Tags: #Ensayo, #Biografía

Como ya sabíamos, el casino de Amsterdam era en ese momento el número uno en facturación y entrada de clientes, y desde luego que lo aparentaba. Se encontraba situado al pie del último canal de los canales concéntricos que estructuran la ciudad y, aunque era un edificio de reciente construcción, tenía un elegante perfil perfectamente integrado en el paisaje urbano tradicional de sus alrededores. En su interior, toda la actividad cara al público se dividía en tres amplísimos pisos donde, además de clientes orientales (especialmente indonesios), se podían apreciar todo tipo de juegos, bares, restaurantes o salas de reunión. Envolviéndolo todo, una decoración diseñada por alguien que por fin había comprendido que el cliente medio de esta clase de negocio es más un adepto consumidor de espacios posmodernos, como pueden ser los grandes centros comerciales o algunos espectaculares hipermercados, que de decadentes palacios decimonónicos, por mucho que duela a aquellos que suspiran por un lejano pasado que, además, no les pertenece.

Balón, con muy buen tino, eligió un cercano hotelito que estaba a la vera de la famosa plaza de Leidseplain, muy próxima al casino. El hotel Maas contaba con apenas veintiocho habitaciones y realmente era como cualquier típica casa amsterdanesa, remozada y preparada para dar un servicio hostelero. Poco podían imaginar los dueños de aquel negocio que en breve el hotel volvería a tener aquel ambiente familiar que realmente nunca había pretendido abandonar. En cuestión de unos veinte o veinticinco días empezaron a llegar Pelayos, y en el momento álgido de la aventura holandesa llegamos a ocupar hasta catorce habitaciones. Como el carácter de la gente de allí es bastante más inexpugnable que el de la del Mediterráneo, costó entablar una relación afable con el personal del hotel. Pero como ocupamos la casa durante unos tres meses, acabamos intimando con los distintos conserjes (normalmente estudiantes que buscaban algún dinerillo extra con el que ayudarse), con los camareros que se ocupaban del desayuno y que solían ser jóvenes europeos que habían venido a Amsterdam en busca de experiencias, e incluso con las chicas de la limpieza que arreglaban nuestros cuartos, de las que si no recuerdo mal había al menos una de Irán y dos de Surinam. A decir verdad, con este último grupo humano no se llegó a pasar de un trato cordial, por lo que desgraciadamente su recuerdo no es demasiado útil para llenar las páginas de una típica novela por entregas o, por ejemplo, de esta misma obra.

Cuando decidimos que el casino estaba preparado, Guillermo y Vanesa partieron hacia Holanda. Nada más llegar tuvieron una primera reunión de trabajo con Balón para ponerse al día. Volvieron a estudiar todos los extractos que se habían realizado de los números tomados hasta el momento, hablaron de cómo era el personal del casino y de cómo reaccionaban ante elementos extraños. También confirmaron que la situación, el precio negociado, y la disponibilidad del hotel eran las adecuadas para una larga campaña; en general, se revisaron todos los aspectos que pudieran preverse de una aventura de la que realmente no había demasiada experiencia previa. Al llegar al recuento del dinero en efectivo con el que contaban en ese momento, Balón empezó a dar muestras de inquietud y, haciendo honor a su nombre, comenzó a echar balones fuera. Desde España se traían tres millones de pesetas ya cambiadas en divisas, y al menos contábamos con uno más que debía tener Balón, ya que no había ocurrido ningún imprevisto durante su estancia. Cuando abiertamente se le preguntó por el dinero, surgió la sorpresa:

«¿Que te has gastado todo el dinero en qué?», exclamó Guillermo, algo excitado.

De todos era conocido el voraz apetito sexual de Balón, pero gastarse aproximadamente un millón de pesetas en apenas veinticinco días era una barbaridad que difícilmente se le podía perdonar. Cierto es que su dinero se estaba utilizando en Madrid, por lo que se trataba de una cuestión de mero trueque y no de que se hubiese gastado un dinero que no fuese suyo. Pero el desmán que significaba esa manera de actuar y la necesidad de pedir más dinero a España para poder funcionar según lo planificado no hablaban muy bien de la forma de organización de Balón. Después de una severa reprimenda, se volvió al estudio del plan, ahora ya a pie de obra, es decir dentro del casino.

Para los holandeses, éste era algo así como la joya de la corona de los casinos nacionales. Hasta no hace mucho tiempo el juego había estado prohibido en los abiertos y liberales Países Bajos, pero como es lógico el Estado tuvo que ceder y otorgar licencias para solucionar un creciente problema de juego clandestino. La solución fue la propia de un gobierno socialdemócrata basado en la fórmula del Estado del bienestar: todos los casinos a los que se les otorgara licencia de apertura serían estatales. Así, además de asegurarse un crecimiento ordenado, y sobre todo fiscalizado, de la mano de obra, también se aseguraban el control de la moral y de lo políticamente correcto, algo tan apreciado en ese tipo de estados sumergidos hasta el cuello en una mentalidad luterana, o más concretamente calvinista como este.

En aquel momento Holanda contaba ya con unos catorce casinos. Amsterdam se perfilaba como el central, el negocio de donde podían obtenerse los recursos necesarios para aguantar los vaivenes de otros si así hiciese falta. Guillermo comprobó que era un lugar estupendo para pasar inadvertidos por un tiempo, ya que la cantidad de mesas de ruleta, la cantidad de clientes que iban y venían y la cantidad de crupieres que trabajaban en diferentes turnos hacían de aquel un lugar idóneo para durar algunos meses.

El nivel de apuestas era bastante alto y, al igual que en Madrid, se adivinaba una clara diferenciación entre clientes fijos y clientes de fin de semana. Lo que sí cambiaba era la forma de efectuar esas apuestas, según fuera en un juego o en otro. Allí vimos por primera vez a unos jugadores de póquer que por aquel entonces nos parecían profesionales, ya que se pasaban horas y horas en el casino, esperando a sentarse cuando lo creían conveniente; supusimos que lo hacían en función de que los otros jugadores de la partida fueran más o menos membrillos. En cuanto al black jack, pudimos apreciar que en España (especialmente en Madrid) se jugaba infinitamente mejor que allí. Algunos aspectos básicos que delatan al pésimo jugador, como es abrir a dos apuestas cuando el crupier te da dos dieces, doblar la apuesta cuando el jugador cuenta con nueve puntos mientras que el crupier ostenta la clara posibilidad de un poderoso once, o asegurarse sistemáticamente cada vez que el crupier te va a machacar con una figura y un as eran la tónica habitual de aquellos confiados clientes, ya fueran orientales o no.

En cuanto al juego de ruleta, la diferencia no era tanta (en realidad no lo es en ningún lugar del mundo), ya que en general todos se abalanzaban sobre números «mágicos» como el 32 o el 29, o desarrollaban sus esperanzadas cábalas alrededor de los casilleros de las suertes sencillas. En definitiva sólo había algunas modificaciones del reglamento, como el hecho de que cuando saliese el número cero la casa se quedaba con todas las apuestas de dichas suertes, o que se pudiera apostar a zonas como las del citado guarismo y sus vecinos en una sola tacada, poniendo tus fichas en un apartado llamado «zero spell».

Cuando comprobamos que todo funcionaba como se esperaba, no tardamos en llamar a zafarrancho de combate y mi padre, Carmen, Marcos y Cristian se fueron para allá con todo el dinero que hacía falta para el ataque. Como yo estaba grabando mi último disco con el grupo Lejos de Allí tuve que quedarme y así pude ayudar un poco a Alicia, mientras que mi madre hacía las maletas para volver a París e iniciar el estudio del casino de aquella ciudad, que se encuentra por la zona de Enghien-Les-Bains.

Parece que las primeras tomas de contacto con las ruletas del casino de Amsterdam fueron bastante satisfactorias, puesto que pronto empezamos a ganar sin levantar demasiada polvareda. El grupo se mentalizó de que aquella ciudad iba a ser por un tiempo su segunda casa, y la verdad es que no era mal sitio para plantearse una temporada en esa situación. En pocos lugares de Europa hay más alicientes para cualquier tipo de persona, y más todavía si se trata de gente joven y ávida de probar nuevos impactos. No existe cocina de cualquier parte del mundo que no tenga su representación en algún asequible restaurante de la ciudad, empezando por la de Indonesia, Suráfrica o Nepal. Si exceptuamos a España, es difícil conocer otro lugar con una oferta más variada de locales de copas o lugares de esparcimiento, todo ello a diario y hasta las cinco de la madrugada. Pero lo más relevante es que, como es bien sabido, en pocos lugares como en Amsterdam se puede acceder a todo tipo de desenfrenos y desvergüenzas, todos ellos practicados desde un cálido espíritu de convivencia y respeto al desparrame ajeno, que denota una clara y ya escasa herencia de aquel flower power de final de los sesenta.

El caso es que, tras ganar un buen dinero a diario, y con el resto de las condiciones anteriormente descritas, no se escucharon demasiadas quejas por allí, por lo que en cuanto acabé la grabación del disco salí disparado hacia aquel edén que habíamos improvisado en un escaso mes y medio. Una persona que tuvo mucho que ver en nuestra rápida introducción en aquella forma de vida fue José, un crupier del casino que en cuanto escuchó a alguien de la flotilla hablar en castellano hizo por hacerse notar y acabó presentándose como «el embajador español de la noche amsterdanesa». Realmente era un buen tipo que necesitaba sentirse rodeado de su gente, y por allí no había mucha. Había recalado en esa ciudad hacía ya unos doce años a raíz de haber dejado embarazada a una holandesa cuando trabajaba de camarero en un garito de la Costa del Sol. Juntos se fueron a vivir a Holanda y como suele ser habitual en este tipo de relaciones inoportunas la convivencia fue espantosa. Ahora vivía solo, aunque ampliamente rodeado de un selecto grupo de profesionales de la noche, que frecuentaba cuando finalizaba su turno en el casino. Se vanagloriaba de ser capaz de conseguir lo que hiciese falta, siempre que se le diese algo de tiempo, aunque con nosotros lo tuvo muy fácil, ya que sólo pretendíamos de él que nos sumergiese en todo lo interesante que hubiese por allí.

Por ejemplo, nos enseñó que el ambiente no se acababa a las tres de la madrugada, cuando debían cerrar los pubs más populares, o que el holandés es el personaje que más traduce en dinero cualquier mínimo esfuerzo que puedas demandarle. Tenía aquel elegante aunque popular sentido de que las experiencias más íntimas debían conocerse por sí solas, y él simplemente ayudaba a que las cosas estuviesen si no siempre al alcance, sí un poco más cerca. De museos y cultura en general sabía poco, pero siempre ofrecía alternativas curiosas:

—Oye, Balón, ¿has ido ya a los museos de pintura? —preguntó un día Guillermo.

—No, qué va. Pero ya he visto el museo del sexo de la calle Damrak.

Pero claro, no todo fue ese tipo de conocimientos (aunque sí bastante), y también dejamos algo de tiempo para disfrutar de museos más convencionales como son el Rijksmuseum, con la obra de Rembrandt o Frank Hals, el Stedelijkmuseum con la de Mondrian, o el afamado lugar de veneración turística donde se encuentran las obras maestras de Van Gogh y algún que otro estupendo Gauguin. Lo curioso es que todos ellos se encontraban en la misma plaza y al final pasó por allí incluso Balón, que acabó alabando las virtudes de muchos de aquellos pintores. No muy lejos de aquel lugar estaba el Concertgebouw, donde cayó alguna obra exquisita de Elgar o de Anton Webern, a veces mezcladas con alguna que otra pieza muy rica en conocimientos armónicos y en minutaje del hortera de Berlioz, y además, también pudimos disfrutar de una detalladísima explicación sobre las excelencias sonoras del recinto por parte de mi padre.

Al principio tuvimos la imperiosa necesidad de agotar la pulsión del eterno turista que en la familia había sido del todo natural; poco a poco y por fortuna, la cotidianidad y la rutina fue apareciendo.

Cada vez más, las ruletas nos daban y nosotros recogíamos. El sistema hacía ya mucho tiempo que se había estandarizado, y nuestra manera de organizarnos frente a él y a los horarios laborales también. Debíamos buscar las sorpresas y las aventuras en factores externos, ya que nos estábamos acostumbrando a que en cada viaje todo fuese igual: estudiábamos, nos organizábamos e inexorablemente ganábamos. Incluso el eterno problema de la propina se repetía, ahora a nivel internacional: en Amsterdam pudimos ver cómo un jefe de mesa llegaba a bajarse de la silla desde donde lo controla todo para increpar a Cristian por no dar ningún óbolo dirigido a mejorar las condiciones de la casa o de la familia de aquel energúmeno.

Debido al consenso efectuado al inicio de la escritura de este libro, donde se tomó la decisión de no utilizar palabras soeces o malsonantes que sirvieran de ayuda para imprimir un mayor realismo e impresión de actualidad, además de una dinámica y joven sensación de tensión en su desarrollo, me veo deslegitimado para reproducir lo que, tanto en español como en inglés, Cristian le respondió e incluso le propuso a aquel jefe de mesa que, aunque no contento, parece que se la envainó y prosiguió con su aburrida y poco creativa labor de control del juego.

Y es que nada de eso era ninguna novedad para nosotros mientras que la duración en el tiempo de este «período de gracia» resultaba cada vez más imprecisa, ya que no sabíamos cuánto podía durar aquel despiste de los profesionales de cada casino. En Holanda volvíamos a tener la sensación de que eso no era problema, puesto que nadie nos conocía. Claro que seguíamos jugando sin parar siempre a los mismos números que se decidieran desde el primer análisis de cada ruleta, y era muy importante llevar un exhaustivo control de las mismas, ya que ahora eran catorce y no podíamos equivocarnos jugando unos números concretos en una ruleta que no le correspondiese. No hacíamos ninguna concesión a la manera de mostrarnos cuando jugábamos; se ponían nueve, diez o los números que se hubieran elegido encima del tapete y cuando la bola hubiese caído, entonces se repetía la operación y así hasta el infinito, o más bien hasta el cierre del casino.

¿Y de los clientes habituales qué puede contarse? Pues no es que hubiese exageradas diferencias con los de Madrid o de cualquier otro lugar en el que hubiésemos estado. Sí es cierto que se respiraba un poco más de internacionalidad, ya que los rasgos y las maneras de vestir eran algo diferentes y mucho más variados que en España. Por allí se dejaban ver variopintos personajes provenientes del este de Europa, de países africanos que contaban con una gran actividad portuaria, de Surinam, además de los ya citados indonesios, que surgían por todos lados jugando a la desesperada, como si el dinero se lo regalasen. No tardamos en entrar en contacto con personajes concretos, como por ejemplo Zinovisge que, proveniente de los Balcanes, llevaba unos tres años en Holanda sirviendo de no sé qué tipo de conexión entre distintas empresas del oeste y el este de Europa. Éste jugaba de una manera bastante ordenada, por lo que se decía a sí mismo científico, y al parecer hizo muy buenas migas con Balón, seguramente porque se adivinaba que tenían alguna que otra afición en común que les daba pie para extensas y jaraneras charlas en las interminables jornadas casineras.

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